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La insignia
6 de agosto del 2001


El golpe de gracia (y/III)


Ambrose Bierce
(EEUU, 1842-1914)

Primera parte
Segunda parte


No había posible mala interpretación de aquella mirada. El capitán la había visto demasiado a menudo en los ojos de aquellos cuyos labios conservaban todavía la fuerza necesaria para formular la súplica de la muerte. Consciente o inconscientemente, aquel retorcido resto de humanidad, aquella representación suprema del más agudo dolor, aquel híbrido de hombre y animal, aquel humilde, antiheroico Prometeo, imploraba cualquier cosa, todo, el absoluto no ser, para el regalo del abandono, del olvido. Aquella encarnación del sufrimiento dirigía su silente plegaria a la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo lo que alguna vez tuvo forma en los sentidos o la consciencia.

¿Qué imploraba, entonces? Lo que concedemos incluso a la criatura más miserable sin conciencia suficiente para pedirlo, y negamos sólo a los desgraciados de nuestra propia raza: la bendición de la liberación, el rito de la suprema compasión, el coup de grâce.

El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin ningún efecto, hasta que la emoción le bloqueó el habla. Las lágrimas le cegaron y salpicaron el lívido rostro situado bajo el suyo. No veía nada más que una silueta desdibujada y móvil, pero los gemidos eran cada vez más nítidos y a intervalos más breves los interrumpían agudos gritos.

Se dio la vuelta, se golpeó la frente con el puño y se alejó a grandes pasos. Los cerdos lo vieron, alzaron sus hocicos enrojecidos, lo miraron un instante con desconfianza y con un malhumorado gruñido colectivo echaron a correr y desaparecieron. Un caballo con una pata delantera astillada por un obús levantó la cabeza del suelo y relinchó lastimosamente. Madwell avanzó unos pasos, sacó su revólver y disparó entre los dos ojos al pobre animal. Observó con interés su lucha con la muerte, que contrariamente a lo que había supuesto, fue violenta y prolongada; pero al final cayó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían descubierto los dientes en un horrible rictus, se relajaron; el definido y nítido perfil adquirió una expresión de profunda paz y reposo.

Hacia el oeste, sobre la distante colina de escasa arboleda, la franja de fuego del crepúsculo se consumía ya casi a sí misma. La luz palidecía sobre los troncos de los árboles, tomando un gris débil; las sombras cubrían sus copas como grandes pájaros oscuros allí posados. La noche se acercaba y entre el capitán Madwell y el campamento se extendían kilómetros y kilómetros de bosque hechizado. Sin embargo, todavía permanecía allí, de pie junto al animal muerto, en apariencia fuera del sentido de todo lo que le rodeaba. Tenía los ojos fijos en el suelo, a sus pies; la mano izquierda le colgaba al costado y con la derecha todavía sujetaba la pistola. Bruscamente levantó la cabeza, la volvió hacia su amigo moribundo y se acercó rápidamente a él. Puso una rodilla en el suelo, armó el revólver, colocó la boca del cañón sobre la frente del hombre, apretó el gatillo. No hubo estampido. Había gastado su último cartucho con el caballo.

El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. De ellos brotó una espuma con un tinte de sangre.

El capitán Madwell se puso en pie y sacó su espada de la vaina. Repasó su filo con los dedos de la mano izquierda desde la empuñadura hasta la punta. Luego la sustuvo en línea recta delante de él, como para probar sus nervios. No hubo ningún temblor en la hoja de la espada; reflejaba un rayo de luz desolada, firme y certero. Se inclinó y arrancó con la mano izquierda la camisa del agonizante. Se levantó y colocó la punta de la espada exactamente sobre su corazón. Esta vez no apartó los ojos. Agarró la empuñadura de la espada con las dos manos y la empujó hacia dentro con toda su fuerza y todo su peso. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre y después en la tierra a través de su cuerpo. El capitán Madwell estuvo a punto de caer hacia delante, sobre el propio trabajo que acababa de hacer. El moribundo alzó las rodillas, se llevó el brazo al pecho y aferró el acero tan fuertemente que le blanquearon los nudillos de la mano. La herida se ensanchó por el violento pero inútil esfuerzo de arrancar la espada y un riachuelo de sangre brotó y corrió sinuosamente, deslizándose sobre las ropas desordenadas. En aquel momento, tres hombres avanzaron en silencio desde detrás del grupo de árboles bajos que habían ocultado su llegada. Dos eran enfermeros y llevaban una camilla.

El tercero era el mayor Creede Halcrow.



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