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1 de agosto del 2001 |
El golpe de gracia (I)
Ambrose Bierce
La batalla había sido violenta y continuada; todos los sentidos lo confirmaban. El sabor mismo del combate estaba en el aire. Ahora todo había acabado; sólo quedaba socorrer a los heridos y enterrar a los muertos; «asearlo un poco», como dijo el bromista de un pelotón de enterramiento. Hacía falta una buena cantidad de «aseo». Hasta donde alcanzaba la vista, entre los bosques y bajo los árboles astillados, se extendían restos de hombres y caballos. Por entre ellos se movían los camilleros recogiendo y llevándose a los pocos que mostraban señales de vida. La mayoría de los heridos habían muerto por abandono mientras se discutía su derecho a ser asistidos. Las reglas del ejército establecen que los heridos deben esperar: la mejor manera de atenderlos es ganar la batalla. Hay que reconocer que la victoria es una importante ventaja para un hombre que necesita cuidados, pero muchos no viven lo bastante para sacarle provecho.
Los muertos se recogieron en grupos de doce a veinte y se situaron uno junto a otro en hileras, mientras se cavaban las fosas que iban a recibirlos. Algunos, encontrados a demasiada distancia de los puntos de recogida, se enterraban allí donde yacían. No se hacían muchos intentos de identificarlos, pero en la mayoría de los casos, como los pelotones de enterramiento estaban destacados para rasurar el mismo terreno que habían ayudado a sembrar, los nombres de los victoriosos muertos se conocían y se relacionaban en la lista. Los caídos enemigos tenían que contentarse con cifras. Pero de estos tuvieron bastantes: muchos fueron contados varias veces y el recuento total, como se señaló más adelante en el informe oficial del comandante victorioso, semejaba más una esperanza que un resultado. A poca distancia del lugar donde uno de los pelotones de enterramiento había establecido su «vivaque de la muerte», un hombre con el uniforme de oficial del ejército federal se apoyaba, de pie, contra un árbol. De los pies a la barbilla, su actitud revelaba un cansancio agotador; pero volvía la cabeza de un lado a otro con inquietud; al parecer, su mente no descansaba. Quizá dudaba sobre qué dirección tomar; seguramente no permanecería mucho más donde se encontraba, pues ya los rayos horizontales del sol poniente se esparcían, rojizos, por las aberturas del bosque y los fatigados soldados empezaban a abandonar sus tareas del día. Por supuesto, no iba a hacer noche allí, solo, entre los muertos. Nueve de cada diez hombres que uno se encuentra tras una batalla preguntan por el camino que ha tomado determinada fracción del ejército; como si todos lo supieran. Sin duda, aquel oficial se encontraba perdido. Después de darse un momento de reposo, seguiría presumiblemente a alguno de los pelotones de enterramiento en retirada. Sin embargo, cuando todos se marcharon, se dirigió directamente al interior del bosque, hacia el oeste purpúreo, cuya luz le coloreaba el rostro como sangre. Andaba a zancadas, con un aire de seguridad que indicaba que se hallaba en un terreno familiar; había recuperado la orientación. No miraba a los muertos que encontraba a su paso, a derecha e izquierda. Tampoco prestaba atención a los gemidos sordos de algún herido grave a quien no habían llegado los camilleros y que pasaría una noche penosa bajo las estrellas, acompañado sólo por su sed. ¿Qué podía hacer, en realidad, el oficial, que no era médico y tampoco llevaba agua? En el extremo de un barranco poco profundo, una mera depresión del suelo, yacían unos cadáveres agrupados. Los vio, se desvió súbitamente de su trayecto y caminó rápidamente hacia ellos. Los examinó con atención, a medida que pasaba, y se detuvo por último junto a uno que yacía a cierta distancia de los otros, cerca de un grupo de árboles bajos. Lo observó atentamente. Parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El hombre gritó. |
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