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La insignia
3 de agosto del 2001


El golpe de gracia (II)


Ambrose Bierce
(EEUU, 1842-1914)

Primera parte
Tercera y última parte


El oficial era el capitán Downing Madwell, del Regimiento de Infantería de Massachusetts, un valeroso e inteligente soldado y un hombre honorable. Al regimiento pertenecían también dos hermanos apellidados Halcrow: Caffal y Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento de la compañía del capitán Madwell y los dos hombres, el sargento y el capitán, eran incondicionales amigos. En la medida en que la desigualdad de rango y la diferencia en los deberes y consideraciones de la disciplina militar lo permitían, procuraban estar siempre juntos. En realidad se habían criado juntos desde la primera infancia, y una costumbre de cariño no se rompe fácilmente. Caffal Halcrow no experimentaba ningún gusto ni disposición hacia lo militar, pero la idea de la separación de su amigo le resultaba extremadamente penosa y se alistó en la compañía en la que Madwell servía como subteniente. Ambos ascendieron dos veces de rango, pero entre el subalterno de más alta graduación y el oficial más bajo media un abismo profundo y amplio, y la antigua relación se mantuvo con dificultades y de un modo diferente.

Creede Halcrow, el hermano de Caffal, era el mayor del regimiento, un hombre cínico y taciturno. Entre el capitán Madwell y él existía una natural antipatía que las circunstancias habían alimentado y aumentado hasta una franca animosidad. De no ser por la influencia disuasoria que su mutua relación con Caffal les imponía, cada uno de estos dos patriotas habría, sin duda, puesto todo su empeño en privar a su país de los servicios del otro.

Al inicio del combate de aquella mañana, el regimiento cumplía su función en un puesto de avanzada, a un kilómetro de distancia del grueso del ejército. El grupo fue atacado y prácticamente sitiado en el bosque, pero se mantuvo tenazmente en sus posiciones. Durante una tregua de la lucha, el mayor Halcrow se acercó al capitán Madwell. Tras intercambiar el saludo reglamentario, el mayor dijo:

-Capitán, el coronel ordena que conduzca usted a su compañía hasta la cabeza de ese barranco y mantenga allí su posición hasta nueva orden. No hace falta que le informe del peligro que implica esta maniobra, pero si lo desea, supongo que puede usted delegar el mando de su compañía en su teniente. No he recibido ninguna orden que autorice esa sustitución; es una mera sugerencia mía de carácter no oficial.

Ante este mortal insulto, el capitán Madwell replicó con frialdad:

-Señor, lo invito a acompañarnos en la maniobra. Un oficial a caballo constituiría un excelente blanco, y desde hace largo tiempo mantengo la opinión de que sería una gran ventaja que se hallara usted muerto.

El arte de la réplica se cultivaba en los círculos militares ya en la temprana fecha de 1862.

Media hora más tarde, la compañía del capitán Madwell fue expulsada de su posición en la cabeza del barranco, tras haber perdido a un tercio de sus hombres. Entre los caídos figuraba el sargento Halcrow. El regimiento fue poco después obligado a retroceder hasta la primera línea de batalla, y al final del combate, se encontraba a kilómetros de distancia. Ahora, de pie, el capitán estaba al lado de su subordinado y amigo.

El sargento Halcrow había sido herido mortalmente. Su uniforme desarreglado parecía haber sido rasgado violentamente y dejaba ver el vientre al aire. Algunos botones de su chaqueta habían sido arrancados y estaban en el suelo, a su lado, junto a otros jirones de sus ropas, desparramados por todas partes. El cinturón de cuero estaba roto y parecía haber sido arrastrado por debajo del cuerpo, una vez caído. No había mucha efusión de sangre. La única herida visible era un agujero ancho e irregular en el vientre. Estaba sucio de tierra y hojas secas. De él sobresalía un pedazo del intestino delgado. El capitán Madwell no había visto una herida así en toda su experiencia de la guerra. No conseguía imaginar cómo se la habían hecho, ni explicar las otras circunstancias concurrentes: el extraño desgarro del uniforme, el cinturón partido, la piel blanca manchada con la tierra. Se arrodilló y lo examinó más cuidadosamente. Cuando se incorporó, volvió los ojos en diferentes direcciones como si buscara un enemigo. A cincuenta metros, en la cima de una colina baja cubierta por unos pocos árboles, observó varias formas oscuras moviéndose entre los cadáveres; era una piara de cerdos salvajes. Uno estaba de espaldas, con el lomo muy alzado. Tenía las patas delanteras sobre un cuerpo humano y la cabeza, inclinada, era invisible. El borde cerdoso del espinazo se recortaba negro sobre el poniente rojo. El capitán Madwell apartó los ojos y los fijó nuevamente sobre la cosa que antes había sido su amigo.

El hombre que había padecido aquellas monstruosas mutilaciones se encontraba vivo. A intervalos movía las piernas; gemía en cada respiración. Miraba fijamente, sin expresión, el rostro de su amigo, y gritaba si este lo tocaba. En su tremenda agonía había arañado el suelo sobre el que yacía y entre los puños apretados tenía hojas, ramas y tierra. No podía articular el habla, y resultaba imposible saber si era sensible a otra cosa excepto su dolor. La expresión de su rostro era una súplica. La de sus ojos, un profundo ruego. ¿De qué?



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