30 de marzo del 2009
(...) A la izquierda de la calle de la Princesa se ven manzanas enteras derruidas. Se supone que entre los escombros debe de haber muchos cadáveres; en las casas no tocadas, y aun entre las ruinas, vive todavía alguna gente, muy tranquila. Pasada la ronda del Conde-Duque, la calle recobra un aspecto normal. Mucho tránsito, a mi parecer más que el centro, tranvías, vendedores (¿qué diablos venden?), tiendas. A unos centenares de metros de las trincheras. En general, circula por Madrid un reguero parduzco y desaliñado, como un residuo de las privaciones terribles y del cataclismo económico y social desencadenado por la guerra. Y uno mira, se admira, recuerda y se entristece. Pero la tristeza, en el lugar mismo, es más comunicativa, menos lúgubre que la de hace un año en Barcelona, cuando recibía noticias de los bombardeos de Madrid. Virtud de la presencia.
En el suntuoso hospital levantado hace unos años cerca de los Cuatro Caminos (me parece que se llama, y no de ahora, Hospital para Obreros) invertimos parte de la mañana. Había pocos heridos. Hablé con todos los de la sala; ninguno grave. Nos hicieron pasar a la sala de operaciones, donde estaban curando a un capitán, estropeado de la cara. Hablé con otras personas, que no eran los heridos, precisamente, y las hice hablar mientras les miraba a los ojos. Advertí en algunos aquella pantalla que corta el paso a lo que, de otra manera, vendría a sus pupilas. Si a tales hombres se les pudiera sonar, como a una moneda contra el mármol, el sonido declararía su calidad.
Desde el hospital fuimos al Pardo (rehusé ir a La Quinta, sin decir el motivo, que a nadie le importaba). Atravesamos el monte: ¡más destrozos! Y por Navachescas salimos a Torrelodones. A propósito del camino que seguíamos, rehecho en pocos días por los soldados antes de la ofensiva sobre Brunete, Negrín y Rojo discuten sobre la militarización de algunos servicios y sobre las ventajas del estado de guerra. Este camino pertenece ahora a Obras Públicas, ministerio muy celoso de jurisdicción, pero, sin duda por falta de medios, la consolidación y terminación de la obra están en suspenso. Oigo que Negrín da unas órdenes, reiteradas después al general Miaja. Es lícito temer que no sirvan de nada (...)
Cruzando El Pardo, nos lamentábamos de la suerte del monte. Negrín me aseguró que se habían dado órdenes de no cortar árboles, y de que se aprovechara la leña seca y los troncos carbonizados por el bombardeo. Sí, sí: las señales son otras. Una campaña de invierno más y el monte quedará arradasado, sin remedio, porque repoblarlo de encinas es una empresa larguísima, que nadie sostendrá. "No sé si usted sabrá que he librado muchas batallas por la integridad y la conservación del Pardo, y no todas las he ganado. En las Constituyentes tuve un día que amenazar con la cuestión de confianza para impedir que le arrancasen seis kilómetros cuadrados con destino a una barriada de casas baratas. ¡Ya ve usted! En Madrid, rodeado de miles de hectáreas de tierra calma y erial, no había por lo visto mejor sitio que el encinar del Pardo para un ensayo de arquitectura social. Hay hombres que no están seguros de su dominio sobre la naturaleza mientras no le han dado por el pie a un árbol viejo (...) Tarde o temprano, y no habiendo nadie para impedirlo, se saldrán con la suya. Y encima le harán creer a Madrid que se cumple una gran obra de progreso. Cuando gane usted la guerra, Negrín, me permitirán ustedes que deje de ser presidente de la República a cambio de que me nombre usted para el cargo que más me gusta". "¿Cuál?" "Guarda mayor y conservador perpetuo del Pardo, con mero y mixto imperio dentro del monte, para hacer de él lo que en cualquier país de gusto estaría hecho desde hace mucho tiempo. Sin retribución alguna, ni otra recompensa que el derecho de vivir en cualquiera de estas casas; no en Palacio, ciertamente".
Negrín se ríe, y como le gusta hacer planes para después de la guerra, le río el humor, hablando de algunas de las cosas que pueden hacerse, y de las que deben prohibirse para conservación y aumento del Pardo. Recuerdo las que yo empecé el año pasado. "Lo peor de todo -le digo- es el desamor a las cosas y la falta de continuidad. Mi apego a la eternidad relativa de las cosas es irresistible; tanto, que supera mi apego a las instituciones. Más exactamente, una institución se degrada si entre sus fines primordiales no se cuenta el de la inculcar la religión de las cosas nobles y venerables que particularmente le atañen, o están bajo su acción, y el de crear otras nuevas. Aplíquelo usted al Estado. En España tiene más obligaciones que en ninguna parte, porque nadie puede reemplazarlo ni suplir lo que él no haga en ese orden. La Casa Real, que tantos ejemplos debía haber dado, ya sabe usted cómo se condujo. Aquí, en El Pardo, incurrió en el mezquino despropósito de someterlo a explotación para sacar renta. Verdaderamente, a la dinastía le faltaba, entre otras cosas, ánimo regio. Estoy persuadido de que por falta de educación no se daban cuenta del valor de lo que tenían a su cargo. Así anduvo y así acabó todo ello." (...)
A media tarde, revista militar en la carretera de Vicálvaro. Están formados los cuatro batallones de la Brigada 43. La formación se alarga mucho porque la carretera es estrecha. Mal tiempo. Nubes bajas, oscuras, chispea, poca luz. Hacia Vallecas y Villaverde, cañonazos. Recorremos la línea de tropas. Están bien presentadas, dentro de lo que es posible en campaña. Llevan calzado fuerte, capote caqui. La uniformidad falla en los cascos: son de tres modelos distintos. El caqui nunca es lúcido, ni aun siendo nuevo; mucho menos tan usado. Algunos capotes parecen hechos para gente más corpulenta. Casi toda la de estos batallones es campesina. No faltan mozos de buena talla, recios, pero abundan con exceso los escuálidos y pequeñuelos, con todos los estigmas de la miseria fisiológica heredada. Metidos en el uniforme, se nota más.
"¡Qué raza! -le digo a Negrín-. Es un dolor." "En cuanto se alimente bien, será otra." "No lo niego, pero ¿cuándo? Nosotros no lo veremos." ¡Y qué gente más dura! Algunos de estos batallones han estado en las trincheras desde noviembre del año pasado hasta hace quince días, sin relevo. Tan campantes. Voy mirándolos y pienso en su porvenir, en su presente. Los miro a los ojos, por donde asoma, bajo la uniformidad militar, el ser de cada uno. En el semblante descolorido, anguloso, cortado por el capacete a ras de las cejas, los ojos parecen agrandarse, más negros y brillantes. Trazo riguroso de las líneas, armas presentadas, posición rígida de la cabeza, molde de la disciplina que compacta a los hombres en masa; no hay, al parecer, otra cosa, pero en las cabezas inmóviles las miradas destellan, y al soslayo, de reojo, buscan la mía, y durante el segundo en que se cruzan, cada mirada me trae el mensaje de un hombre. De un hombre, con su vida trabajosa a cuestas.
¿Qué significan? ¿Curiosidad, tan sólo? No. Demasiado profundo el encuentro para que cada cual no haya pensado, un instante siquiera, en su destino, como yo pensaba en el de todos. Se me quedó impreso un largo reguero de pupilas oscuras, relucientes. Desfile. Los coches se apartan en un rastrojo, para franquear la carretera. Estruendo de tambores. Cornetas alegres. Las compañías llegan, machacando el betún del camino. "¡Vista a la derecha!" "¡Viva la República!" "¡Viva!", corea la tropa. Estallido, más que grito de ordenanza. (Sí, amigos míos... ¡Viva la República y viváis también vosotros!)