12 de febrero del 2009
Se acabó la “era” neoliberal: esa prolongada estafa planetaria iniciada por Reagan y Tatcher, y continuada por notorios ladrones como, entre otros, Salinas en México y Menem en Argentina, con las consecuencias desastrosas a la vista, incluida la crisis financiera estadounidense.
Se acabó la era de la ligereza económica, de la irresponsabilidad estatal ante la economía. Se acabó el mito de que el mercado es un mecanismo capaz de regularse a sí mismo. Hoy más que nunca es obvio que si se deja al mercado sin regulación, ocurre lo que tenemos a la vista: baja productividad y alta especulación, bajo consumo y alto desempleo, pobreza generalizada y riqueza concentrada.
Ante esto, no hay duda de que el Estado debe volver a jugar su papel rector de la sociedad, incluida la economía y los mercados, pero sin repetir los errores que llevaron a la estafa neoliberal. Se impone, pues, un cambio de paradigma económico, no para instaurar el socialismo sino para salvar al capitalismo de sí mismo, democratizándolo en lo posible, a fin de salir de la crisis. Este fue el desafío al que respondió Keynes, y al que debemos responder ahora debido al carácter cíclico de las crisis capitalistas.
Ante esta crisis, nuestros Estados deben estimular la pequeña y mediana empresa, y velar por la justicia social, es decir, la igualdad de oportunidades para todos y no sólo para unas cuantas familias de ricachones acaparadores que impiden que surjan nuevos empresarios y que haya más gente próspera, con lo cual asfixian a las capas medias y expulsan de su país a millones de trabajadores a quienes les toca mantener la economía nacional desde la distancia, pues esos ricachones acaparadores no son capaces de darles empleo y tampoco dejan que otros empresarios intenten hacerlo.
El nuevo paradigma económico reclama un nuevo paradigma político: un Estado fuerte (no grande) con poder económico y capacidad para hacer cumplir las leyes y regulaciones que estimulen el crecimiento masivo de la pequeña y mediana empresa, para no esperar a que a los monopolistas les dé la gana iniciar nuevos rubros productivos. En otras palabras, se necesita un genuino Estado de derecho, eficiente y probo, cuya dirección recaiga en políticos que no busquen valerse de él para convertirse en nuevos ricos, sino que sean auténticos estadistas: individuos capaces de garantizar el bienestar de las mayorías nacionales en lugar de limitarse a servir a los intereses elitistas, a los que sólo les importa la ampliación creciente de sus márgenes de lucro y no los costos sociales que eso implique.
En lo político, pues, hay que fortalecer el Estado. Y en lo económico, fomentar la pequeña y mediana empresa. Esto es lo que toca hacer ante a la crisis. Nuestros países necesitan volver a ciertos rubros productivos que fueron sustituidos por los que requerían los mercados internacionales (hoy deprimidos) para, así, consolidar un mercado interno vigoroso que involucre a más gente en el circuito de producción, circulación y consumo de mercancías y, a largo plazo, a la mayoría en el trabajo calificado y el salario justo.
Así como a la izquierda conservadora le costó aceptar el colapso soviético, al neoliberalismo le tomará tiempo aceptar el colapso del capitalismo mundial. El socialismo sólo es posible con un alto grado de desarrollo de las fuerzas productivas. Por eso, lo que toca hacer es democratizar en lo posible el sistema colapsado, sentando así las bases de un futuro económico, político y social más próspero y equitativo.