18 de febrero del 2009
Por fin, la noche del 19 al 20 de febrero salimos en un avión repleto hacia el territorio republicano (...) El ambiente era tenso. Íbamos, simplemente, a cumplir lo que considerábamos un deber: luchar hasta el fin, pero no nos hacíamos ilusiones sobre el futuro que nos aguardaba. Nos molestó a todos que no viniera Santiago Álvarez, "porque era un cuadro político que no debía ser expuesto a peligros". Modesto nos había precedido y ya estaba en Madrid (...).
(...) Un grupo nos instalamos en el Socorro Rojo Internacional, situado en la calle de Lista, casi esquina con Velázquez, y los demás en la antigua Comandancia del 5º Regimiento, situada enfrente (...) Madrid estaba lleno de rumores y de intranquilidad sembrada por los partidarios de llegar a un acuerdo con el enemigo para dar por terminada la guerra. Pero lo más deprimente era ver la muchedumbre que llenaba las calles, cafés, cines y centros de diversión, con un público heterogéneo donde abundaban las mujeres y los uniformados. Parecía como si se aturdieran gozando intensamente de la vida antes de la catástrofe.
(...) Desde el primer momento, el Partido nos informó sobre la posibilidad de un golpe militar contra el Gobierno, que estaría encabezado por el coronel profesional Segismundo Casado, jefe del Ejército del Centro. Toda la habilidad del Presidente del Consejo [Negrín] se estrellaba inevitablemente contra el desfallecimiento de la moral de resistencia, provocado por una situación en verdad desesperada. Nadie creía que podía cumplir sus promesas de traer a España el material de guerra almacenado todavía en Francia; pero por otra parte, era ilusiorio pensar que el vencedor, con la victoria ya en la mano, iba a admitir otra cosa que la capitulación pura y simple. Una paz honrosa ya la había negociado Negrín inútilmente. Ya ni siquiera podíamos soñar con que la resistencia nos iba a permitir ganar tiempo en espera de un cambio internacional favorable. Pero si la guerra estaba perdida, debía terminar de la manera más digna y salvando al mayor número de personas comprometidas, como habíamos hecho en Cataluña, ya que tampoco podíamos contar con la misericordia del enemigo.
Negrín, de visita en Madrid, nos reunió en su palacio de la Presidencia, en La Castellana, a los jefes militares y comisarios (...) Agradeció que hubiéramos regresado y tuvo para nosotros palabras amables, pero nada en concreto nos dijo sobre la forma en que pensaba utilizarnos. En seguida, dejó la capital para no volver más y pronto lo siguieron los dirigentes comunistas, excepto Pedro Checa. También se marcharon Modesto, Líster, Castro, López Iglesias y Rodríguez, para estar cerca del Gobierno. Tampoco estaban en la capital el delegado de la Internacional Comunista, Togliatti (Ercoli para nosotros) y su ayudante, el húngaro Stepanov. Madrid era como una trampa que todos trataban de dejar mientras la puerta estuviera entreabierta. No se nos escapaban estas circunstancias a los que quedamos allí, pero confiábamos en que no se cerraría la salida tan pronto.
(...) Mientras tanto, la tambaleante República Española había sufrido otro golpe por parte de Francia e Inglaterra, que el 27 de febrero reconocieron al gobierno del general Franco. Con esto se volatilizaban las esperanzas de recibir el armamento depositado en territorio francés y nuestros aviones de la LAPE dejaron de circular entre Tolouse y Albacete, interrumpiéndose así nuestro único y débil enlace con el exterior.
Girón aseguraba que Casado había postergado la inserción en la Gaceta, que seguía editándose en Madrid, del decreto que anunciaba los ascensos a general de Cordón, Modesto y el propio Casado (...) La impresión de Girón era que retrasaba la publicación de esos nombramientos para concluir todos los preparativos y que sólo la permitiría cuando estuviera listo para sublevarse contra el Gobierno, para usarla además como uno de los motivos. Yo seguía sin comprender cómo, sabiendo todo esto, no nos anticipábamos a estos planes, y así se lo repetía a Girón. Lo cierto es que Casado se había hecho bordar en un uniforme las insignias de general, para estar preparado a aceptarlas si la situación se lo exigía. Me lo había asegurado mi sastre de la calle del Arenal, que nos estaba confeccionando ropa militar a algunos de nosotros.
(...) El 2 de marzo se hizo pública la renuncia de Azaña como presidente de la República, un nuevo golpe para las pocas esperanzas que pudiéramos albergar. El final de la guerra estaba próximo y antes de verme obligado a marcharme de Madrid fui a echarle un vistazo a mi domicilio de la calle de las Huertas. Allí habían vivido, durante casi toda la guerra, mis tíos José Xandri y Encarnación Tagüeña, porque estaban más seguros que en Portillo de Embajadores. Recorrí todas las habitaciones y me llevé dos trajes civiles. Mis parientes se despidieron de mí como si no fueran a verme más y no dejaban de tener buenas razones para ello.
En los linderos de Madrid y en todos los frentes de la zona Centro-Sur reinaba la más completa calma. El enemigo, indudablemente, estaba reagrupando sus unidades para dar el golpe final (...)
(...) Ya cerca del mediodía [del domingo 5 de marzo] sonó el teléfono. Era una conferencia de larga distancia para mí. Me llamaba López Iglesias para decirme que Modesto nos ordenaba que nos trasladáramos a la posición Yuste, no lejos de Elda, donde se encontraba reunido el gobierno de Negrín. Antes de que pudiera comunicar esta llamada a Girón, apareció, pálido y desencajado, el comisario de Casado, Daniel Ortega. Al puesto de mando del Ejército del Centro, en la posición Jaca, estaban llegando camiones con tropas enviadas por el jefe anarquista Cipriano Mera, del IV Cuerpo. Para Ortega no había ninguna duda de que aquello representaba la sublevación y, sin pensarlo más, había saltado por una ventana para venir a comunicárnoslo.
(...) Comimos tranquilamente y sin apresurarnos fuimos haciendo los preparativos del viaje, empacando nuestros pequeños equipajes (...). De haber sabido lo que estaba pasando en el país, nos habríamos dado mucha más prisa: los jefes de la flota republicana habían recibido con gran irritación al coronel Francisco Galán, enviado por el Gobierno para mandar la base naval de Cartagena, cuando se presentó a tomar el mando la tarde anterior; y la quinta columna infiltrada en la guarnición se había amotinado abiertamente durante la noche, liberando a los presos políticos y ocupando con rapidez la ciudad y las baterías de costa (...)
Por la mañana, los barcos de guerra, duramente castigados por la aviación enemiga, habían salido a alta mar bajo la amenaza de los cañones de tierra en manos de los rebeldes. Durante el día, el teniente coronel Rodríguez iba reconquistando Cartagena con fuerzas de la 206 Brigada, venida del Ejército de Levante, al mando del mayor Artemio Precioso. Por otra parte, los generales Miaja y Casado no habían atendido los requerimientos de Negrín para que acudieran a la sede del Gobierno.
(...) Habíamos agotado tanto el tiempo que, al salir de Madrid, mientras revisaban nuestros permisos en el puesto de control, oímos cómo un aparato de radio a todo volumen anunciaba que por la noche se iba a transmitir una alocución del jefe del Ejército del Centro. Esto confirmaba que la insurrección ya era una realidad. Cuando Casado tuvo tiempo de acordarse de nosotros, envío a sus hombres a arrestarnos; pero encontraron las casas vacías.