27 de enero del 2009
No me hacía ningún tipo de ilusiones sobre la suerte que iba a correr la ciudad. Me sentía totalmente agotado e impotente. No tenía ningún enlace con el Ejército del Ebro, ni sabía nada de la situación en el sector del V Cuerpo, salvo que el enemigo había ocupado Tarrasa y Rubí y rebasaba Sabadell, envolviendo Barcelona por el norte (...) Entre la 35 División y la 42, que había perdido todos sus reclutas y cuyos restos estaban en el Tibidabo, había muchos kilómetros descubiertos sin un solo soldado republicano.
En Montjuich se replegaron los restos de la 43 División, cuyos tres jefes de brigada habían desertado ese día, abandonando a sus soldados. Entre el Tibidabo y Montjuich estaba la 3 División. En total, el XV Cuerpo contaba esa noche con unos 2.000 hombres, increíblemente todavía dispuestos a luchar, mientras una gran masa de fugitivos, militares y civiles, en alud incontenible, se apresuraba ya hacia la frontera francesa. Contra nuestros dos mil soldados convergían los cuerpos Italiano, de Navarra y Marroquí, con un total de unos cien mil combatientes enardecidos por las victorias y por la cercanía de la capital catalana, que se preparaban a asaltar.
Pocos durmieron en la gran ciudad aquella noche del 25 al 26 de enero. Unos esperaban con ansiedad y otros con temor la llegada inminente de las tropas enemigas, y muchos, utilizando todos los medios posibles de locomoción, habían resuelto huir. Las calles que confluían hacia la carretera de Francia eran vedaderos ríos de camiones, carros y coches, y de mujeres, hombres y niños que marchaban a pie. Contagiados por el miedo, se incorporaban a la gigantesca emigración que los últimos días embotellaba todas las carreteras y caminos hacia el norte.
(...) Como a las cuatro de la mañana, un oficial de Modesto me trajo sus órdenes. Efectivamente, había un mando responsable de la defensa de Barcelona, pero carecía de fuerzas, y lo que quedara del XV Cuerpo debía mantener sus posiciones en el borde de la ciudad (...) Casi a la misma hora me visitaron Francisco Antón y Santiago Carrillo. Me dijeron que los comunistas y la JSU iban a hacer el máximo esfuerzo para defender la capital de Cataluña, movilizar a la población y ganar así tiempo para estabilizar el frente (...) Se quería repetir el milagro de la defensa de Madrid, pero las condiciones eran completamente diferentes (...). Pensar que la población de la capital catalana se iba a alzar para defenderla, era completamente ilusorio. En los últimos días, a pesar de todos los llamamientos, de su millón de habitantes se habían reunido escasamente mil para fortificar. Barcelona aceptaba la derrota con tristeza y no veía objeto alguno en prolongar la lucha; ya no estábamos en 1936. La gran mayoría de la gente estaba hambrienta y deseando que terminara como fuera la terrible pesadilla de la guerra. Los constantes bombardeos de la aviación enemiga, que en los últimos días se sucedían sin cesar, habían ayudado a derrumbar la moral. Lo que nos hacía falta eran soldados, y estos no podían surgir de la nada en el par de horas que faltaban para el amanecer del día 26 de enero.
Di las órdenes a mis unidades de mantenerse en la línea que ocupaban y pedí a los artilleros que instalaran piezas, para enfilar a tiro directo las principales calles por donde podía penetrar el enemigo. Con los pocos blindados y tanques de que disponía, organicé patrullas motorizadas. Era todo lo que podía hacer (...).
Mis enlaces me comunicaban lo que ocurría dentro de la ciudad. Mujeres que asaltaban depósitos de víveres y que insultaban a nuestros soldados, y otras que, como locas, buscaban medios de escapar de la ciudad. Un estado de tensión y de hostilidad se respiraba por todas partes. Con frecuencia se encontraban almacenes grandes y sitios de armamento y municiones que destruiamos cuando no era posible trasladarlos. Todos teníamos ahora pequeñas metralletas o "naranjeros", como las denominábamos entonces, aunque su nombre oficial era "subfusil ametrallador". Se fabricaban a miles en nuestra retaguardia, pero jamás llegó al frente ni una sola (...)
A las tres de la tarde del día 26, se produjo de repente un pánico tremendo que se extendió por toda Barcelona, y una última oleada de fugitivos se precipitó hacia San Adrián de Besós (...) Nuestras unidades también retrocedían apresuradamente, y el enemigo, que con gran prudencia había estado acumulando sus fuerzas en el lindero de la ciudad, se lanzó hacia dentro en pequeñas columnas, precedidas de tanques, que rápidamente penetraron por las principales avenidas. Fueron minutos de tremenda confusión. Mientras por una calle entraban los conquistadores, aclamados por los gritos de sus simpatizantes, por la de al lado se retiraban nuestros maltrechos hombres, las piezas de artillería, los tanques, los blindados (...) En el receptor de mi automóvil, oí el parte de guerra enemigo, que transmitía la propia Radio Barcelona. En él se anunciaba que los Cuerpos de Ejército Italiano, Navarro y Marroquí habían ocupado la ciudad.
(...) Por las carreteras huían más de medio millón de personas, de las cuales, una buena parte, eran oficiales y soldados desertores que no trataban ya de reincorporarse al frente, sino de alcanzar lo antes posible la frontera. Antón me aseguró que el Gobierno iba a hacer un gran esfuerzo para contener la avalancha, dejar pasar a los civiles, hombres, mujeres y niños, a los que se iba a evacuar a Francia, y obligar a los militar a regresar a las unidades que todavía se defendían. Nuestra misión consistía en retrasar el avance del enemigo e impedir que sus divisiones motorizadas penetrasen en cuña como cuchillos en la masa de fugitivos, lo que podría dar lugar a una espantosa catástrofe.
El derrumbe era ya general en nuestra retaguardia, y el gobierno de Negrín, después de la reunión del Parlamento en el castillo de Figueras, el 1 de febrero, había dejado prácticamente de existir. La frontera francesa, que estaba siendo cruzada por un río de heridos y refugiados civiles desde el 28 de enero, fue abierta por las autoridades del país vecino para los militares republicanos, que comenzaron a atravesarla el 5 de febrero. Diariamente más personalidades del régimen y de los partidos políticos pasaban a Francia. Los tres puntos del doctor Negrín, oferta desesperada de paz, que pedían garantías sobre la independencia de España, el derecho del pueblo a disponer de sus destinos y la supresión de las represalias, no fueron tomados en cuenta por el enemigo, que ya estaba seguro de su victoria completa.
El 8 de febrero por la mañana, cuando el enemigo se aproximaba a Figueras, que sus aviones bombardeaban terriblemente, llegó la orden de Modesto para entrar en Francia (...) El Gobierno y el Estado Mayor Central ya pisaban tierra francesa. Antón me comunicó que el PC apoyaba a Negrín en sus propósitos de continuar la resistencia en la zona Centro-Sur, adonde debíamos trasladarnos para seguir luchando (...).
Por la mañana [del 9 de febrero] cruzó la raya la 42 División con mis antiguos compañeros de la 3ª. Buscábamos entre ellas caras conocidas de veteranos de nuestras batallas, y era doloroso comprobar que quedaban muy pocos; en total, poco más de medio millar de hombres (...).
Llegaron más oficiales franceses que nos miraban con curiosidad y hacían preguntas como de profesional a aficionado. Creo que más tarde recordarían muchas veces que, entre otras cosas, les dije que nuestro Ejército había sido vencido, pero que a ellos les iba a llegar pronto el turno y que sentirían no habernos ayudado. No había duda de que nuestra derrota representaba también la de Francia, pero no querían admitirlo y me hablaban de las virtudes de sus soldados. Eso no me impresionaba; porque si las virtudes fueran suficientes para ganar una guerra, nosotros no la habríamos perdido.
Ya de noche, el jefe francés me llamó para comunicarme que por la tarde nuestros enemigos habían ocupado La Junquera y alcanzado el puesto fronterizo de Le Perthus, cortando la retirada a muchos fugitivos (...) Se oyeron entonces fuertes explosiones en la estación ferroviaria de Port-Bou y vimos el humo de los incendios que destruía los últimos almacenes de armas y municiones (...).
Ante los ojos admirados de los militares franceses, desfiló entonces la 35 División y el Batallón Especial del Ejército del Ebro. Luego siguieron lentamente unos tanques averiados y la carretera quedó completamente vacía. Todavía nos quedamos un rato hasta que el horizonte del mar iba aumentando la luminosidad que precedía al amanecer del 10 de febrero. Recibida la orden de pasar la frontera, lo hicimos, tiramos con pena nuestras pistolas en uno de los enormes montones de armas, y bajamos hacia Cerbere en varios automóviles (...). Detrás venía Modesto, que había querido ser el último de su ejército que dejara el territorio español.