19 de septiembre del 2008
La convocatoria de la movilización global –es decir, en muchísimos lugares del planeta— por el "trabajo decente" es una novedad de gran trascendencia; es, además, una cita mundial que se da en el contexto de una gravísima crisis económica que ya está haciendo estragos concretos.
Habría que remontarse a la primera convocatoria del Primero de Mayo (1889) para encontrar un precedente de esta altura. Por lo pronto digamos que es el primer acontecimiento del movimiento organizado de los trabajadores, el sindicalismo confederal, que se da en un mundo ya global. De donde podemos sacar una primera conclusión, están dados ya los rasgos elementales de lo que podríamos denominar, aunque con todas las cautelas al uso, un sindicalismo global.
Desde hace tiempo sabemos que las políticas responden a exigencias financieras y económicas supranacionales, pero las demandas sociales seguían siendo de carácter doméstico; desde hace tiempo también se sabía que la empresa se había desterritorializado y, peor aún, ha procedido a su emancipación del Derecho (Antonio Baylos docet), no sólo pero también por su “volatilidad y nomadismo globales”. Se sabía muy de sobras, digo. De ahí que la decisión del “sindicalismo de los antiguos” de las dos organizaciones mundiales –la Ciols y la Cmt— acordaran fundar el sindicato mundial, la Central Sindical Mundial. Este acontecimiento es, por así decirlo, una semilla del “sindicalismo de los modernos”; de ese congreso, celebrado en Viena hace un par de años, surgió la idea de la movilización global por el “trabajo decente”.
Pues bien, al día siguiente de la movilización (el 8 de Octubre) seguirán los mismos problemas, pero algo muy relevante habrá cambiado: el movimiento organizado de los trabajadores, a escala mundial, estará en mejores condiciones de saber que su acción colectiva doméstica forma parte de una consciencia global. Cierto, para que ello se vaya transformando en consciencia real es necesaria mucha pedagogía por parte de todos los sindicatos nacionales; una pedagogía que deberá estar acompañada por la suficiente simbología, indicando ambas que la consciencia posible se puede ir materializando en consciencia real.
No hace falta decir que el sindicalismo no tiene fáciles las cosas. Pero esta consideración, que no es nueva en la historia, es solamente un punto de partida; no es, por lo tanto, una conclusión definitivamente dada. Por muy difícil que sea ese punto de partida es sólo eso: un punto de partida. Es decir: igual que el Sindicato mundial, que también es un punto de partida.
Pues bien, pienso que el Sindicato Mundial debería proponerse dos grandes iniciativas de gran calado “institucional”: la primera, recuperar y concretar la idea que, en su día, lanzó Jacques Delors acerca de la creación de algo así como un “consejo de seguridad económico y social”, en el marco de la ONU, justamente para estos momentos de crisis y agudas convulsiones económicas; la segunda, redimensionar el papel de la Organización Internacional del Trabajo, no sólo de su Comisión de Libertad Sindical. Que, en el fondo, son elementos incipientes de la metáfora de Enrico Berlinguer sobre el gobierno mundial.
Ahora bien, me permito alertar a mis amistades: en los momentos de crisis económica casi siempre aparece una tendencia a parapetarse en las trincheras domésticas; el sindicalismo confederal es perfectamente conocedor de la inutilidad de esa reacción primitiva. Pues no lleva a ningún sitio con cara y ojos; peor aún, sería harto contraproducente. De ahí, también, la necesidad de que el Sindicato Mundial proponga un proyecto general, a modo de mínimo común divisor, capaz de reunificar todos los retales nacionales.