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28 de octubre del 2008

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Cultura

Artistas


Margarita García
Teodora / La Insignia*. Argentina, octubre del 2008.

 

Hace unos días me invitaron a una fiesta de artistas y acepté encantada, a pesar de que la palabra artistas -en abstracto- es un rótulo que puede encontrarse fácilmente en mi archivo general de prejuicios. Pero los artistas me caen bien, no se me malinterprete; y cuando digo artistas soy amplia y me refiero a cualquiera que se crea con el derecho de autodenominarse de esa forma. En la fiesta abundaban los autodenominados: "Hola, mi nombre es Juan, soy artista". "Hola, Juan", contestaban al unísono los otros artistas. Algunos llevaban camisetas con leyendas como El arte ha muerto y resucitado en mí. Y estaba también esa chica de pecho generoso con una remera que decía en letras ensanchadas: El arte soy yo. Esa noche algunos artistas consideraron acertado mi primer prejuicio sobre los artistas: que suelen ser personas llenas de vivencias tan fabulosas que sienten permanentemente la necesidad de compartirlas con el resto; mejor dicho: que su actitud frente a su propia vida es tan saludable y generosa que rara vez hablan de otra cosa. "Es verdad", rieron escandalosamente. Luego me explicaron que eso que algún desubicado podría eventualmente interpretar en ciertos artistas como ser muy pagado de sí mismos era en verdad una virtud que consistía en desentenderse del ego como un elemento susceptible de ser controlado. Y que de ninguna manera un artista debe controlar su ego, porque un artista mientras ejerce el oficio de hablar de sí mismo está alimentándose, disponiendo su alma sensible a crear, a crecer, a hacerse más bella. Es algo así como hacer abdominales. Yo dije que encontraba todo muy esclarecedor, y que eso explicaba por qué, en su proceso creativo o mal llamada charlatanería, ciertos artistas no discriminaban entre el relato anecdótico de interés general y aquel que escasamente podría interesarle a sus madres. "Es así, absolutamente" volvieron a reír, me palmearon la espalda tan fuerte que pegué un saltito: me sentí una artista de la lucidez porque me estaba entendiendo a la perfección con mis anfitriones. Así fue como, al estar todo tan claro, los artistas dejaron de hablarme y armaron un círculo más íntimo; yo decidí sentarme sola y disfrutar a mis anchas del show de un joven DJ que mezclaba música oriental y que recién había escrito una novela -poco vendida pero muy bien criticada- sobre la vida un joven DJ, que también era escritor pero que, antes que nada, está de mas decirlo, era un artista.

(*) Publicado originalmente en el diario Crítica, de Argentina. Reproducido en La Insignia por cortesía de la autora.