29 de noviembre del 2008
La mañana del domingo 9 de noviembre me presenté a votar temprano en el recinto que me tocaba en Managua, con mi mujer y con mis hijos. Era el día de elegir alcaldes y concejales, pero más que eso, la elección se había convertido ya en un referéndum en contra de Daniel Ortega y su partido en el poder. En mi barrio del Colonial Los Robles, donde he vivido los últimos 30 años, nos conocemos todos, y al llegar al centro de votación, marcado con el número 501 en los mapas electorales, había una larga cola de vecinos esperando paciente y alegremente.
Voté. Y lo hice a pesar de que los nubarrones de fraude eran demasiado espesos. El Consejo Supremo Electoral había prohibido arbitrariamente la participación de dos partidos con representación parlamentaria, el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), y el Partido Conservador (PC); le había quitado su propio partido, la Alianza Liberal Nicaragüense (ALN), al candidato a alcalde por Managua, Eduardo Montealegre, para entregárselo a unos aliados de Ortega; las manifestaciones opositoras al régimen habían sido disueltas a garrotazos, pedradas y balazos; y en los días anteriores a la elección, miles de votantes se agolpaban en las oficinas electorales reclamando sus cédulas de identidad, que no les querían entregar, y que a muchos al fin no entregaron. Y, al revés, miles de cedulas más fueron clonadas, según pruebas presentadas en los medios de comunicación.
Y tampoco el Consejo Supremo Electoral quiso admitir que las elecciones fueran observadas por el Centro Carter y la Organización de Estados Americanos (OEA), que tradicionalmente han cumplido ese papel desde el año de 1990; ni por los organismos nacionales, Ética y Transparencia, y el Instituto para el Desarrollo y la Democracia (IPADE), que también lo han hecho en el pasado, con conducta impecable.
Íbamos pues, a lo que en Nicaragua llamamos una pelea de burro amarrado con tigre suelto. Pero íbamos. ¿Por qué? Si Ortega pretendía ganar mediante fraude, la única manera de impedirlo era votando masivamente, para frenar cualquier maniobra basada en la escasa diferencia de votos. Pero los cálculos fueron demasiado púdicos. Ortega se decidió a no perder el referéndum decidido por los ciudadanos, a como diera lugar. Y el fraude fue obsceno y descarado.
Mi voto y el de todos mis vecinos del Centro de Votación 501, no figura en los recuentos oficiales. Simplemente hicieron desaparecer de los cómputos finales las 8 mesas de votación donde emitimos votos válidos 1707 personas: 80% para el candidato a alcalde Eduardo Montealegre y sus candidatos a concejales; 20% para los candidatos de Daniel Ortega, según las actas entregadas al final del escrutinio de esas mesas a los fiscales de la oposición. Y la suma nacional de esas actas demuestra que los candidatos de Ortega fueron derrotados en la inmensa mayoría de municipios del país.
Muchos fiscales de la oposición a Ortega sólo fueron admitidos a la fuerza en los lugares de votación por la que debían velar, y más tarde se negó el ingreso a los centros de cómputo a los fiscales que tenían que vigilar el escrutinio. Hay una lista de lugares de votación que fueron cerrados antes de tiempo, aún al mediodía. Y el acto de prestidigitación cometido con los votos de mi barrio, no fue por supuesto el único, miles de votos se esfumaron, y no fueron contados. ¿Dónde están todos esos votos perdidos?
Al día siguiente de las elecciones unos campesinos de León descubrieron en una basurero cercano a la ciudad, los restos mal quemados de una impresionante cantidad de material electoral, incluidas decenas de boletas marcadas por los votantes en la casilla de los candidatos opositores a Ortega; y junto a las boletas, actas electorales, y aún cédulas de identidad.
No todos los votos acabaron en los basureros. Simplemente no se contaron. Al llegar las actas a los centros de cómputo, aquellas donde el partido de Ortega perdía, no fueron tomadas en cuenta. Y en los recuentos de la página web del Consejo Supremo Electoral, hay centros de votación enlistados de manera consecutiva, donde el partido de gobierno saca 400 votos y la oposición 0 votos, un milagro de cálculo aleatorio.
Quienes quisieron protestar en las calles ante la consumación de este robo a cara descubierta, fueron agredidos otra vez a palos y pedradas por las fuerzas de choque del gobierno. Un robo que hace retroceder la incipiente democracia nicaragüense a los tiempos de la familia Somoza, que ganaba siempre las elecciones; pero que hace retroceder también la democracia en América Latina, porque el respeto al voto parecía ya un derecho conquistado de manera irreversible desde el fin de las dictaduras militares el siglo pasado.
La mayoría que votó contra los candidatos de Ortega, quería derrotar a Ortega y cerrarle así el camino hacia la reelección; y lo logró. Pero el fraude ya estaba montado, como en los viejos tiempos de la familia Somoza. Esa mayoría hoy pregunta por su voto. ¿Estará en un basurero, escondido en alguna parte, roto, mutilado, quemado?
Esa mayoría, que quiere vivir en paz y democracia, y que quiere que se respete su derecho a decidir, ha perdido la confianza y no volverá a las urnas bajo estas mismas condiciones de escarnio y de burla, y de represión. De estos es lo que tiene que tomar nota América Latina. Que un eslabón de la cadena democrática se ha roto, y que la democracia está siendo enterrada en Nicaragua en un funeral bufo.
Y, trágica historia la nuestra, después de las risas impunes de quienes se robaron los votos, allí será el llanto y el crujir de dientes.