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19 de noviembre del 2008

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Cultura

Ser Villoro


Margarita García
Teodora / La Insignia*. Argentina, noviembre del 2008.

 

Lo primero es lo más obvio: Villoro debe ser el tipo más alto en ésta y todas las reuniones a las que va. Y también es el más simpático, el que más cómodo parece cuando camina en medio de sus groupies literarias con una sonrisa generosa, simulando no notar los jaloneos de esa chica furibunda que se aferra a su elegante pero sobrio traje de escritor. A Villoro podrían, con toda seguridad, arrancarle una manga de su camisa azul y él seguiría caminando impasible, saludando con su brazo desnudo a quienes lo abordan para decirle: “grande Juan” “genio” “maestro”, o le piden tomarse una foto con ellos; “Orale”, dirá Villoro: pasará el brazo por los hombros de sus co retratados y pondrá entonces esa cara de inocencia de quien por primera vez es fotografiado en su vida, y no de alguien cuya vida puede estar, perfectamente, sobrefotografiada. Pero jamás se negará: no a una foto, ni siquiera a la más violenta de las entrevistas que consiste en que un joven desganado empuñe un grabador tan cerca de su cara que es legítimo pensar que en cualquier momento el espigado Villoro abrirá la boca y se tragará el aparato de un bocado, como un canapé. Pero Villoro no diría no porque, como todo el mundo sabe, entre muchas otras cosas Villoro es mexicano: y para estos hermanos latinoamericanos generosos con sus tiempos al charlar, la palabra “no”, o la frase: “no, gracias”; o bien: “andá a joder a la c de tu m”, no existe. Es decir: existe, pero también existe el ácido fórmico y nadie va por ahí untándoselo en la lengua. La primera vez que uno ve a Villoro: que lo escucha hablar con ingenio desmesurado y descubre cómo el espacio, que está naturalmente hecho para llenarse con palabras, frases, escenas, mejora cuando lo llena él, uno se dice que su habilidad es tan impecable que no puede ser real. Y mentirá quien diga que no lo imaginó en su casa mexicana frente a un espejo de cuerpo entero ideando performances varias para llenar su vida de charlas, simposios, cocteles, o tomando cada mañana algún batido de gracia patentado por Larry David. Pero la segunda, tercera y cuarta y quinta vez que uno lo ve hablar con su ingenio renovado, arriba y abajo del escenario, diciendo cosas cada vez más desopilantes, no queda otra que aceptar que el hombre, aparte de escribir libros fascinantes, o alcanzar elementos desde estantes muy altos, tiene otro don: el de convencernos de que ser Villoro es tan tan fácil que no se entiende por qué sólo él lo hace.

(*) Publicado originalmente en el diario Crítica, de Argentina. Reproducido en La Insignia por cortesía de la autora.