21 de marzo del 2008
Me alojé en un hotel pequeño cuyas empinadas y estrechas escaleras jamás habrían pasado una inspección de Defensa Civil. Para afeitarme, tuve que pedirle al joven propietario que me prestara un espejito de mano.
"Cuando vaya a la playa, tenga cuidado con los remolinos -me recomendó-. La semana pasada se ahogó un man. Mejor que el agua sólo le llegue a la cintura."
Yo pensé que su advertencia se refería a los ecuatorianos, que en general son más bajitos que los peruanos. Me dirigí a la playa, donde me tendí a leer una novela histórica bajo el sol, y poco después escuché unas voces:
-¡Claro, los sentimientos de tu esposa! ¿Y los míos? -decía una mujer morena, de cabellera frondosa y teñida, a un hombre blanco, calvo y algo gordo.
Yo lamenté que la señora hubiera escogido un lugar tan hermoso para sus reproches extramatrimoniales. Alzaba tanto la voz, que pensé en interrumpirle con consejos sociológicos: "¿No comprende que están atrapados en una relación doble? Él nunca se separará de la esposa que tiene en Guayaquil. "
-¿Y qué soy yo? -seguía ella, mientras el calvo guardaba resignado silencio- ¿Un cero a la izquierda?
"No tanto -pensé yo-. Usted es la segunda mujer. Por eso la trae a esta playa, que es casi clandestina para los ecuatorianos de su edad y condición social".
Como los gritos de la mujer continuaban, decidí dejar la novela e meterme en el mar. Empecé a caminar por la orilla y a jugar con las olas. Luego intenté nadar un poco, como habría hecho en cualquier playa peruana.
"¡Cuidado con los remolinos!", me gritó un argentino.
Aunque pensé que sólo era un aguafiestas, decidí regresar a la playa. Y me di cuenta de que no podía. Nadaba con fuerza, pero era inútil. Cada ola me arrastraba más hacia adentro y mis esfuerzos por salir eran desesperados y agotadores. Entonces, empecé a pedir ayuda. Vi la expresión preocupada del argentino, a lo lejos, y luego me quedé solo mientras pensaba que sería una forma absurda de morir, en un lugar donde nadie me conocía y sin poder despedirme de mis seres queridos. ¿Iba a terminar así, a mis cuarenta y dos años? ¿Qué sería de todo aquello por lo que había luchado? ¿Qué sería de mi familia? Seguía gritando, pero estaba seguro de que nadie me oía.
De repente, aparecieron entre la espuma dos tablistas del pueblo.
-¡Sube a la tabla, brother! -me dijo uno de ellos, de bañador rojo-. ¡Te vamos a salvar!
Me eché sobre la tabla, me sujeté con todas mis fuerzas y comenzaron a impulsarme hacia mar adentro. Yo estaba desconcertado.
-¡Quiero que remes, brother! -me gritaba el de bañador rojo, como si estuviera dando una lección de tabla- ¡Si no lo haces, no te podremos sacar! ¡Cuidado con esa ola! ¡Rema!
Poco después se alejó en busca de sus aletas y me dejó con su compañero, a quien pregunté sus nombres. Se llamaban Eduardo y Dany respectivamente y, tal y como había imaginado, tenían una escuela de tabla.
Más de media hora después, Dany volvió e insistió nuevamente en empujarme mar adentro, hasta que llegaron unas olas muy fuertes. De alguna forma, consiguieron que una sucesión de ellas me elevara con tabla y todo por los aires hasta que finalmente logré llegar a la orilla.
En la playa se oyeron aplausos anónimos. Cuando regresé adonde estaban mis cosas, la pareja había desaparecido. Ahora pienso que, en cierta manera, ellos también estaban atrapados en su propio remolino, como sucede con tantas personas, familias o incluso países.
En mi caso, pude seguir disfrutando de las vacaciones y hasta llegué a conocer a mi familia de Guayaquil. Pero no siempre contamos con la disponibilidad y la energía de dos samaritanos, que nos logren rescatar de nuestros remolinos.