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30 de marzo del 2008

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Cultura

Acabar con la obsesión de la muerte


Marcos Winocur
La Insignia. México, marzo del 2008.

 

... Que día y noche nos acompaña, ni que fuera nuestra sombra, sin dejarnos pensar, sin dejarnos vivir. ¿Las flores? Se marchitarán. ¿Los libros? Se harán polvo. ¿Los hombres? Serán ceniza.

Tanto se quejaron los mortales de su suerte, que los dioses se conmovieron y nombraron una comisión que dictaminara sobre las formas de acabar con esa obsesión. La comisión se reunió, trató el asunto y llegó a un acuerdo. Para acabar con la obsesión de la muerte, lo mejor será acabar con la muerte. No más la muerte pegada a los talones.

Pero ¿qué creen? Fue un error, un descomunal error. La muerte ahí estaba, como siempre. Por ocurrir o por no ocurrir. ¡Vete! -gritaban los hombres en cuanto la veían venir. ¿Cuándo estarás de regreso? -suplicaban los hombres en cuanto la eternidad se hacía insoportable. ¡Vete, regresa, vete, regresa! Nadie sabía qué era peor, si desaparecer del todo o no desaparecer nunca, víctimas de un aburrimiento sin fin.

Caprichosos y berrinchudos, el espectáculo de los seres más inteligentes del planeta era lamentable. Los hombres no sabían lo que querían. Lloraban como niños, corrían de un lado al otro; los ya transformados en inmortales se morían por morir, los todavía mortales se morían por no morir.

Hasta la morada de los dioses llegó el escándalo. Vamos por una salida intermedia, dictaminó entonces la comisión creada para quitar la obsesión de la muerte. Que el límite de la vida quede a cada hombre fijarlo. Yo quiero vivir 100 años, sea. Yo 2.000, sea. Yo 300.000, sea. Y que tales determinaciones puedan hacerse en cualquier momento. Quiero morir dentro de 5 minutos, sea. Dentro de un millón de años, sea. Los hombres quedaron satisfechos con esta solución. Pero no tardaron en advertir que resultaba lo mismo. No habían adelantado un paso. ¿Qué ocurría? Los hombres fijaban una fecha para morir o establecían la duración de sus vidas y, al llegarles la hora… ¡se arrepentían!

Era el caos y la comisión, agotada su paciencia, decretó: sólo los dioses son inmortales. Y los hombres volvieron a lo suyo: la casa está a mi nombre, toda esa gente trabaja para mí, el dinero lo puede todo. Y como siempre, la sombra de la muerte pegada a los talones, sólo que ahora se reía a carcajadas.

 

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