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7 de marzo del 2008

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Cultura

La bodrioteca

De supermercados y otras complicaciones


Paul Medrano
La Insignia. México, marzo del 2008.

 

Hasta hace unos años, ir al supermercado no representaba mayor esfuerzo que acercarse a la zona del producto buscado y echarlo al carrito. Ahora es distinto: entrar en esas modernas catedrales del consumismo resulta tanto o más complicado que ir a un museo.

Más de uno dirá que estoy muy pero muy pendejo. Pero veamos. Creados en 1916, los supermercados eran en principio una especie de tiendotas con todo tipo de mercancía. Generalmente ofrecían productos sin los que cualquier ama de casa sufriría la gota gorda para dar de comer a su prole. En épocas harto especiales, también se ofertaba mercancía francamente inservible.

Ahora sucede todo lo contrario: proliferan los productos tan inútiles como el masticómetro (ese invento que verifica las 2.000 masticadas que requiere el usuario en cada comida). Los productos básicos se han ido replegando ante el embate de alimentos enriquecidos con la mitad de los minerales de la tabla periódica. Es por eso que se complica tanto la búsqueda de un simple litro de leche: el departamento de lácteos la ofrece para todo estado ánimo, edad, sexo, padecimientos crónicos, condición física y situación financiera.

Desde hace siglos el Museo del Louvre exhibe la magnificencia de La Gioconda: un óleo de 77 por 53 centímetros de Da Vinci. Es cierto que la obra es de los más representativo que ha dejado la humanidad a su paso por el tercer planeta, pero no hay modo alguno de que la obra nos ofrezca algo diferente en nuestra siguiente visita. Será la misma por los siglos de los siglos. Aquí vendrán dos o tres recordatorios maternos, pero pongámonos en los zapatos del velador de El David, esa escultura de mármol de Carrara hecha por Buonarroti (Miguel Ángel para sus amigos): considerada como la materialización de la perfección, esa obra debe de ser algo tan novedoso para él como para nosotros lo es nuestro ropero.

No sucede así con los supermercados. Cada temporada nos esperan infinidad de artefactos, algunos tan útiles como el traductor de los maullidos del gato; consumibles cuya dificultad radica en la pronunciación correcta de su nombre, mas no en su preparación; revistas que dan santo y seña de la espinilla nueva que le salió al actor de moda, así como cremas mágicas que lo mismo adelgazan, reafirman, aclaran, tonifican, hidratan o rejuvenecen.

A diferencia de las amas de casa que iban a surtir la despensa hace años, las de ahora deben poseer no una, sino varias capacitaciones para dan difícil menester: manejo impecable de efectivo, tarjeta de débito o crédito; conocimientos avanzados del tema alimentario para determinar la cantidad de kilocalorías que requiere el marido con barriga caguamera, el hijo adolescente aficionado al onanismo o la hija anoréxica que se siente gordísima con sus 40 kilogramos de peso; memorización y comparación instantánea del precio del mismo producto en otras tiendas; ejercitamiento corporal para evitar esguinces al momento de alzar los 20 kilogramos de la despensa y por supuesto, engrosar la piel para que no se deprima ante las críticas de esas señoras que sólo asisten al super a viborear al prójimo.

Al ir museo no hace falta dinero, puesto que no nos alcanzaría para comprar los 530 kilos de la escultura de Coatlicué o el penacho pirata de Moctezuma. Basta con ensayar la pose de conocedor (la mano debajo de la barbilla y la mirada entrecerrada) y aplicarla durante 20 minutos en cada obra. Tampoco hay que memorizar nada, puesto que a diferencia del supermercado, absolutamente nadie le preguntará nada.

Ahora mal, eso debemos agregarle de lo educativos que se han vuelto estos sitios; los supermercados, claro. Aunque muchos radical chics los odien con odio jarocho, sus secciones de libros, discos y películas suelen guardar verdaderas joyitas a precios excepcionales. En esos amontonamientos de hojas amarillentas he encontrado libros de a 20 pesos como Animalitos de Dios, una estupenda reunión de cuentos de Lazaro Covadlo que hallé en una Comercial Mexicana, y en Aurrerá di con El hombre que mira, del excelso Alberto Moravia. En cuestión de dividís, Plan 9 del espacio exterior, del maestro Ed Wood, está en 35 devaluados pesos en el Walmart, mientras que en Chedrahui pueden encontrar La quimera de oro, de Chaplin, a sólo 20 del águila.

A la goma con los museos. No por nada, en su novela El mundo como supermercado Michel Houellebecq sentencia: "estos recintos también son una especie de paraísos modernos, porque la lucha acaba a sus puertas".

 

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