4 de junio del 2008
El viernes 12, por la tarde, el Presidente del Consejo y Giral, que habían llegado de Barcelona en avión, vinieron a buscarme. Prieto y el general Rojo, también procedentes de Barcelona, se adelantaron, siguiendo el viaje en vuelo para recibirnos en Madrid. El mío duró más de lo ordinario: desde las cinco a las once. Tiempo lluvioso, la carretera mojada y por caso raro, dos pinchazos.
Apenas traspusimos los puertos, me supo bien, después de tantos meses de extrañamiento, repasar los pueblecitos por los que se va a mi tierra. Olor de lumbres de leña, del ganado labrador, acidez de bodega. Dos mocitos curiosean y se ríen bajo la luz del surtidor de gasolina. Las ventanas iluminadas de un café lugareño, desierto. Fantasmas de niebla en las callejas solitarias. Los coros vocingleros que el año pasado atronaban con bullangas muchos de estos pueblos, han desaparecido. También las gentes armadas y el estorbo de sus parapetos. (Recuerdo que en Fuentidueña o Perales había un tronco enorme, de cuneta a cuneta, montado sobre un pivote para hacerlo girar al paso de los autos.) Algunas patrullas de guardias. Nadie más, en leguas y leguas. «La espaciosa y triste España» del poeta.
En ese ambiente, sensaciones triviales, insignificantes de por sí, excitan, reavivan los sentimientos que se formaron en su compañía. El zumbido del motor, la estrella de tres puntas brillantes en el morro del coche, el banderín terso en el aire de la carretera me retraen al dolorido sentir que, junto con ellos, paseaba por ésta y otras carreteras el otoño pasado. Pareció que se agotaba, a fuerza de expresarse, en mi última visita nocturna a Alcalá, empezando octubre del 36. Pero ahí está, con su profundidad abismática, vertiginosa.
(...) Rendimos viaje en la presidencia del Consejo. Allí nos esperaban Prieto, Miaja y las autoridades. Los locales estaban todavía como yo los puse y como los dejé. Una bomba había caído en el jardincito de la entrada sin causar daño. Allí cenamos. Se repasó el programa para el día siguiente. En el figuraba una visita a las trincheras de la Ciudad Universitaria. Miaja se opuso: «Yo no cargo con esa responsabilidad». Quedó suprimido el número.
Habíamos entrado por Ventas y la calle de Goya; en este trayecto, y después por la Castellana, desde la presidencia a mi alojamiento, ni una luz, ni alma viviente. Silencio sepulcral. De vez en cuando, algún estampido lejano. La ciudad, aplastada por el silencio, parece transferida a la tiniebla eterna. ¿Qué es de Madrid? -me preguntaba-. ¿Dónde está? Duerme, o lo finge. ¡Qué drama en cada hogar, qué pesadumbres! Esa quietud tenebrosa, que parece olvido, indiferencia o desdén por el destino, qué angustias encubre. Declara la actitud de aguardar, minuto a minuto, durante un año, la visita de la muerte ¡Con todo, qué sensación de alivio, de quitárseme un peso de encima, sólo por estar en Madrid! Sentimiento muy complejo, formado sobre datos positivos al par que sobre ilusiones; e incluso sobre representaciones imaginarias, corregidas por la realidad de la presencia. Madrid existe, a pesar de todo. Y por dos o tres días, se suspende la expatriación. Es formidable para la libertad del juicio cómo el lugar me devuelve la propia imagen de mis ensueños, que, al parecer arbitrariamente, había proyectado sobre él.
Me alojaron en una de las primeras casas de la colonia del Viso, entre la prolongación de Serrano y el paseo de Ronda. Me pareció entender que allí reside ahora el Estado Mayor de la Aviación (no sé cómo puede gustar este estilo de vivienda, sin ninguna apariencia de hogar, sin ningún muro lleno, sin un rincón donde guarecerse del exterior). El cansancio me hizo dormir bien, pero a las siete de la mañana, un centinela, que debía de tener frío en los pies y pateaba para meterlos en calor, me despertó. Ya no llovía. Nieblas. Hacia el oeste, cañonazos. Vinieron a buscarme el Presidente, los ministros y los jefes militares. A las nueve y media salimos para Palacio.
Por las calles del centro, poca menos gente que de ordinario a tales horas, pero toda del mismo cariz. La sensación de vacío, o de parálisis, viene principalmente de la falta de tráfico. Circulan algunos camiones militares, pocos camiones y nada más. Nuestra caravana llama la atención. El público mira, nos descubre, se precipita. Pasado el Ministerio de Hacienda, aparecen los solares producidos por el bombardeo. De algunas casas, nada queda en pie; de otras, las paredes maestras agujereadas. En el extremo de la calle del Arenal empiezan los parapetos. La antigua placita de Isabel II (no sé cómo se llamará ahora) es difícil de identificar. Entramos en Palacio. Ha padecido mucho. En el patio principal abundan los destrozos causados por la artillería. Uno de los grandes pilares de la galería baja se ha derrumbado; dos arcos amenazan ruina, apuntalados. Un golpe más y se hundirá un gran trozo. La balaustrada que corría por encima de los aleros ha desaparecido en mucha parte. Se ven otras llagas, lastimosas. Han entrado proyectiles en el comedor de gala y en el antiguo salón del trono. A la biblioteca no le ha pasado nada todavía.
Subimos a un observatorio, en las guardillas del ángulo noroeste. Toda la fachada sobre el Campo del Moro está destrozada. Los balcones, arrancados, cualgan sobre la azotea baja; las pilastras y columnas, machacadas, rotas. Se han ensañado sobre este edificio que ofrece un blanco seguro, pero en el que no hay ninguna instalación militar como no sea el puesto de observación (...) Desde el observatorio, aunque el día está muy cubierto, puedo examinar la disposición de nuestras líneas y hacerme cargo de la situación. En el fondo, a mi derecha, se advierte entre la niebla la mancha oscura de Garabitas. Del boscaje de la Casa de Campo queda mucho más de lo que podía esperarse. El edificio principal de la Estación del Norte parece, a la vista, intacto. Una máquina va y viene por las vías desembarazadas. Me dicen que transporta carbón de los depósitos del norte. Verde y dorado, entre sutiles jirones de bruma, este panorama maravilloso, al que tantas veces me he asomado en el curso de mi vida, me sorprendía con algún rasgo nuevo. ¿Qué era? Miraba y remiraba... Era el gran silencio.
Faltaba el antiguo estruendo, el fragor, como un trueno sostenido, que subía en otros tiempos de esta parte baja de Madrid. Allí se ha instalado la guerra, y tampoco se hacía oír. Ni un disparo, ni una explosión. Los pobres combatientes, agazapados en el barro, acechan. Entre dos nubes, un brazo de luz plateado se alarga hasta la copa de las arboledas. Cendales gaseosos flotan. Ninguna señal de vida. Todo parece ya acabado para siempre. Este paisaje, más penetrante, más fino que nunca, calla como un cementerio. Y eso es, en suma. Además de un degolladero, donde Madrid se ha desangrado.