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12 de junio del 2008

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Cultura

65 horas


José Luis López Bulla
Metiendo Bulla / La Insignia. España, junio del 2008.

 

Sostiene don Lluis Casas, en la entrada anterior, que la semana máxima legal de 65 horas es la ruptura del pacto social. El profesor tiene sobrada razón. Como dice Dante "cuando el profesor habla, el bachiller debe callar". Ahora bien, comoquiera que estamos ante palabras mayores, no hay más remedio que -al hilo de lo sostenido por el maestro- seguir hablando de lo mismo: de esa Directiva del horror.

La tecnocracia europea está hegemonizando la construcción europea. Se trata de una tecnoestructura que, por definición, no cuenta con un proceso de legitimación democrática. Con todo cuenta con un poder trasnacional asaz desmesurado: sin controles, sin ningún tipo de check and balance. Es una potente casta que está en esas "zonas grises" de la democracia tal como dejó sentado Alain Minc. La casta cuenta sólo con una acreditación administrativa concedida por las autoridades de la Comisión europea, cuya legitimidad democrática es, de igual manera, rotundamente deficitaria. Y sin embargo decide sobre lo divino y lo humano. Así pues, no es de extrañar que exista un diverso movimiento, de signo desigual, que impugne enfáticamente el carácter de dicha construcción.

Sostiene don Lluis Casas que esa Directiva-horror es la ruptura del pacto social. Y, como se ha dicho, le sobra razón.

Por las siguientes razones: 1) La edificación itinerante del Estado de bienestar se ha ido construyendo sobre la base de la negociación (explícita o implícita) de sujetos sociales, políticos e institucionales que se reconocen mutuamente para negociar tales o cuales materias. 2) Ese welfare itinerante es, por lo demás, una cierta hechura del Derecho del trabajo, cuyo carácter tutelar -y, en ocasiones, generador de oportunidades- nadie hasta la presente ha puesto en duda, aunque algunos hayan empezado a proponer una determinada deconstrucción del iuslaboralismo. Ambas cuestiones están siendo laminadas por la casta. Y 3) Porque la mencionada Directiva-horror no ha merecido ni siquiera una conversación previa con los dirigentes del sindicato europeo: la casta de la tecnoestructura tiene unos comportamientos tan unilaterales como los de Juan Palomo, el del yo me lo guiso, yo me lo como.

Sostiene don Lluis Casas que la Directiva-horror es la ruptura del pacto social. Y, a mayor abundamiento, entraremos en una serie de aspectos en apoyo de lo que tan abruptamente afirma el joven profesor. Hablemos de la "libertad de los antiguos", tal como la concebían los filósofos griegos. (Espera a seguir leyendo para saber si es o no una digresión lo que se va a comentar.)

Aquellos venerables padres de la filosofía construyeron la polis como esfera de las libertades públicas en una rigurosa distinción de la esfera privada. Es decir, de la esfera del dominio privado. En ese sentido, la esfera privada se refería no sólo a la familia sino también al trabajo: desde el esclavo hasta el mundo de los negocios. O lo que es lo mismo: las libertades (sólo para algunos) en la polis se referían al espacio público, mientras que en "lo privado" existían unas relaciones de poder sin ningún tipo de controles. Cuando pasaron muchas aguas bajo los puentes de los ríos de Parapanda -esto es, andando el tiempo- se fueron creando las bases para que un buen cacho de los espacios privados alcanzara (en unos casos parcialmente, en otros de manera amplia) el carácter sujetos públicos. De libertades públicas. Pero, diciéndolo con moderación, el universo del trabajo fue considerado como algo a vigilar, y a ser posible confinarlo en los "espacios privados" una vez atravesadas las cancelas de la fábrica.

Las conquistas del sindicalismo, la izquierda política europeos y del Derecho del Trabajo -compartiendo diversamente el paradigma de la acción colectiva por los derechos y poderes- fueron acumulando un relevante elenco de bienes democráticos. Todos ellos consiguieron rectificar -si bien parcial, aunque no de manera irrelevante- los trazos gruesos de la "libertad de los antiguos". Es verdad, grandes capitanes de industria -el emblema más conspicuo es don Federico Taylor- intentaron contrarrestar ese avance: "si la organización del trabajo es científica, ¿qué pintan en eso los sindicatos", afirmó tonante el ingeniero norteamericano. Este caballero era un claro exponente de la "libertad de los antiguos": él disfrutaba de los derechos políticos, pero negaba el uso de los mismos al trabajador en los "espacios privados" de la fábrica y de la organización del trabajo. Pero no pudo del todo.

Digo que don Federico no pudo del todo, porque la izquierda (sindical, política y iuslaboralista) cayó en la cuenta de la contradicción existente: de un lado, el reconocimiento de las libertades políticas, tal como se fueron entendiendo a lo largo de los tiempos; y de otro lado, su negación, a veces de manera violenta, en unos espacios que gradualmente empezaban a no ser privados y de manera fatigosa adquirían, también parcialmente, el carácter de públicos. Por ejemplo, el contrato de trabajo -ahí es nada, querida familia-- empezó a ser imperfectamente público, pero ya no era del todo privado. Así fue apareciendo una novedad de la que se ha hablado poco: el trabajo aparecía como un bien de intercambio y como objeto de derecho, al tiempo que la persona que trabaja iba siendo sujeto de derecho. Naturalmente era el resultado de un movimiento de sístole y diástole: de la presión de la acción colectiva tout court y del compromiso "entre las partes", siempre bajo la atenta presencia de doña Correlación de Fuerzas. Pero, compromiso al fin y al cabo.

Las aguas que pasaban bajo los puentes de los ríos de Parapanda vieron en el transcurso de los tiempos -y la acción colectiva mediando en ese transcurso- la irrupción abrupta de los procesos de reestructuración y modernización: la radicalmente nueva "gran transformación", en la recurrente acepción de Karl Polanyi (1). Las mismas aguas de los ríos de Parapanda vieron que -primero sutilmente, después con no poco desparpajo- se iban generando nuevas zonas grises en nuestras envejecidas democracias. Y lejos, muy lejos de Parapanda intelectuales orgánicos, escribas sentados y amanuenses en nómina se dijeron: "Oye, esa gente de los sindicatos han alcanzado, a la chita callando, un poder desmesurado". Y, tal vez inspirándose en una zarzuela, La del soto del Parral, tronaron: "Esto es una democracia, pero aquí no se practica". Por ejemplo, ¿qué es eso de negociar, llegar a compromisos en, pongamos el caso, los tiempos de trabajo y la semana laboral? O en tantas otras cosas... Habían decidido que sus constructos eran científicos y, así las cosas à la Taylor ¿qué pintaban esos chusqueros del sindicalismo? No, de ninguna de las maneras: sólo hay que hablar con ellos si, a cambio de que les demos legitimidad, se convierten en un sujeto ancilar, en un desigual compadrazgo.

La idea es la siguiente: para tirar hacia delante en este proceso de reestructuración e innovación hay que desdeñar y lapidar el check and balance que fue diseñando el welfare y el iuslaboralismo, fruto de la acción colectiva del sindicalismo y de las mejores tradiciones de la izquierda política. Tres cuartos de lo mismo cuando empezó la primera revolución industrial. Ocurre, sin embargo, que el movimiento sindical -antes inexistente, quiero decir en aquellas calendas- ha ido creciendo con el paso del agua bajo los puentes de los ríos de Parapanda.

La Directiva-horror es la ruptura del pacto social, sostiene don Lluis Casas. Esa casta de la tecnoestructura europea, a la que se le ha dado administrativamente mando en plaza, sabe lo que hace. Y para qué lo hace, también. Lo han demostrado reiteradamente. Por ejemplo, con los contenidos (decididos unilateralmente) del Libro Verde sobre la llamada impropiamente flexiseguridad y otras directivas, de cuyo nombre no quiero acordarme. O sea, saben lo que se traen entre manos. Ahora bien, por lo que hasta la presente han dicho los sindicatos, podemos afirmar que éstos también saben lo que fundadamente se debe hacer, sostiene Pereira.

Por fin, sólo queda informar a la casta de un apotegma que dejó sentado un gran europeísta: "Si Europa no debiera crecer como organismo democrático, lo que quedaría por organizar ya no sería Europa". Aunque ya sabemos que por una oreja os entra y por la otra os sale. Son gentes un tanto curiosas: están de acuerdo en la moderación salalrial y en la ampliación de la jornada de los demás y son contrarios a la aplicación de lo anterior en sus exigentes paladares y sus espaldas de diseño. Nada que ver con la sobriedad de la burocracia weberiana. Es más, este almacén de progres se disfraza de noviembre para no infundir sospechas.


(1) Se recomienda leer La gran transición (Fondo de Cultura Económico)

 

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