26 de febrero del 2008
Quien jamás se ve atribulado por la duda no fluctúa nunca. Es siempre el mismo y es también, por ello, previsible, pues su constancia no es sino una incansable repetición de sus certezas, las cuales se le presentan en tan alto de grado de irrebatibilidad, que no puede resistir la tentación de convertir su certidumbre en evangelio para prodigarlo a las buenas y a las malas sobre la pobre humanidad ignorante.
La sabiduría popular asegura que sólo los idiotas no dudan. Y quizás esto pueda aplicarse no sólo a la masa inerme sino también a los hombres y mujeres notables, es decir, a quienes desparraman sus certezas a manos llenas desde púlpitos, tribunas, micrófonos, cámaras, escritos y demás medios adecuados para servir a una verdad sin apellido ni matiz. Son los idiotas notables: los que lejos de dudar, repiten lo que les dicen sus mentores, quienes, a su vez, son también meticulosos repetidores de libros, ideas, citas citables, fragmentos sin contexto y nociones sin coyuntura histórica ni jerarquías metodológicas.
Los hombres y mujeres que no dudan constituyen un peligro letal porque el extático peso agobiante de sus rotundas certezas los lanza sin remedio hacia la acción redentora de la humanidad, sometiendo a los infieles y premiando a los serviles, hasta provocar la conocida epifanía del desastre. Ya lo dice Cioran: "En cuanto se es rozado por una certeza, cesa uno de desconfiar de sí mismo y de los demás. La confianza es, en todos sus aspectos, fuente de acción, y por consiguiente de error".
Porque ese es el problema con los notables que no dudan: que son una inagotable fuente de error, pues al poner en práctica verdades sobre las que no se permiten dudar, lo que hacen es imponer dogmas, aunque a menudo vengan disfrazados de pensamiento científico. Ellos son los "líderes de acción positiva" que suelen llevar a las sociedades a la bancarrota. Los que dicen: "Hemos llegado al borde del abismo, es hora de dar un paso adelante". Y legiones como ellos los siguen.
Pero de las palabras de Cioran no debe inferirse que haya que vivir en la inseguridad, sino que hay que ser cautelosos con nociones que se nos presentan como verdades irrebatibles e indudables. Tito Monterroso decía que él era tan chiquito que no le cabía ni la menor duda. Bromeaba confundiendo su baja estatura con el enanismo intelectual de los que no dudan jamás, de los idiotas notables. Es por estas bromas que la exigua estatura de Monterroso se les agiganta a quienes hurgan demasiado en su risueña pequeñez.
La duda, cuando es metódica, posee un alto valor de avance cognoscitivo. Cuando es resultado de la inseguridad y la ignorancia, debe ser resuelta mediante el conocimiento. Pero cuando no existe porque es sustituida por el dogma por parte de quienes se proponen como intelectuales, académicos, maestros y guías espirituales, entonces es fuente perpetua de estupidez notable, de alta mediocridad sin límites, de gran mala literatura, de profunda superficialidad académica y de sólida sofística intelectual.
El mundo de hoy, regido por la lógica de ampliar sin tregua los márgenes de lucro, está infestado de seres repletos de certezas. A ellos recomiendo, con todo respeto, su pena de muerte disuasiva.