2 de enero del 2008
La primera vez que vi una foto de Benazir Bhutto fue en la revista Vanidades. Era fines de los años 80 y ella, por una serie de extraños movimientos políticos, había devenido en primera ministra de Pakistán, a los 35 años de edad, en unas elecciones que sorprendieron a oriente y occidente. Por ser joven, muy bella, distinguida y elegante, y sobre todo, por ser la primera presidenta de un país de mayoría musulmana, y ella misma muy occidentalizada, las revistas femeninas periféricas, como la mencionada, la tenían entre sus mujeres líderes mundiales preferidas. Por supuesto, los gobiernos que ahora y siempre se han pretendido paladines de la democracia en tierra lejanas, también la preferían, y eso que su principal peldaño político fue la de ser heredera de un hombre que, a pesar de todo, no podría habérsele calificado como muy demócrata: su propio padre, Zulfikar Alí Bhutto.
En esos mismos años, y en esa misma revista, también se alababa la belleza y distinción de Dewi Sukarno, y se criticaba veladamente la huachafería de Imelda Marcos aunque un poco después no se dijera nada del ascetismo en el vestir de Corazón Aquino. Todas ellas, mujeres líderes de países complicados; algunas claramente del lado de "los buenos" y otras, más bien ahogadas por sus necesidades suntuosas y débiles ante lo que bushianamente podríamos llamar "el eje del mal". Para las modernas editoras de Vanidades los detalles políticos bien podían permanecer en el limbo de lo inexplicable, a ellas les interesaba resaltar que estas mujeres eran exóticas, políticas y elegantes. El resto eran matices que a las lectoras-de-la-peluquería, se supone, no les tendría por qué interesar.
Por eso mismo me entró la curiosidad, a pesar de los ruleros y la permanente. Y sobre todo porque de un tiempo a esa parte, un grupo de elite de intelectuales y escritores, tanto de la India como de países cercanos, tal es el caso de Pakistán, habían tomado por asalto universidades como Oxford y Cambridge, y además, los mejores premios literarios ingleses, como era el caso de Salman Rushdie y su novela Los hijos de la medianoche; Arundharti Roy y El dios de las pequeñas cosas, y sobre todo, el cuasi paisano de Bhutto, Hanif Kureishi, y su alucinante El buda de los suburbios, un fresco de las tensiones de la primera generación de "pakis" en Londres.
Bhutto formaba parte de esta generación y, a su vez, también era la representante máxima de estas tensiones. En su caso, las de una mujer criada en las mejores universidades occidentales, como Harvard y Oxford, con pretensiones políticas claras, sobre todo desde la muerte de su padre, y con la intención de mantener las tradiciones para poder limar asperezas y ser la presidenta de una nación islámica. Esta situación la llevo a tomar decisiones drásticas. De hecho, su propio matrimonio con el terrateniente Azif Alí Zardari, dentro de las más tradicionales costumbres islámicas, fue totalmente convenido para poder ser una mujer en el poder y, a su vez, dejar de ser sospechosa por núbil y para evitar que le achaquen "perversas costumbres occidentales" como enamorarse o algo parecido.
Estas tensiones fueron llevadas a su más sorprendente juego político cuando pactó con Pervez Musharraf para poder regresar a Pakistán en octubre de este año. Musharraf la indultó por los juicios de corrupción y el regreso, además de las pompas de ocasión, implicó la muerte de 140 personas. Bhutto estaba tentando a su suerte en exceso y, sin embargo, a pesar de todo lo que no conocemos de ella o de lo que se pueda sospechar, se ha convertido en una mártir. Su persistencia en la lucha contra el terrorismo integrista la convirtió en el primer blanco de muchos enemigos. Y del principal de todos: la estupidez política de pretender oprimir a través del miedo.