3 de abril del 2008
Mucho he escrito en La Insignia acerca del primer caso que enfrentó a los Estados Unidos de norteamérica con los menos conocidos y poderosos Estados Unidos mexicanos en la Corte Internacional de Justicia de la ciudad holandesa de la Haya, la misma que Ecuador ha utilizado recientemente para pedir responsabilidades al gobierno de Colombia por sus fumigaciones contra plantaciones de coca en zonas fronterizas (aunque parece que el gobierno de Uribe ha dejado de realizarlas y se ha ofrecido a indemnizar).
El caso Avena se resume fácilmente. La extensísima red de consulados mexicanos en territorio estadounidense empezó a detectar casos de delincuentes mexicanos detenidos y condenados a pena de muerte en los EEUU a los que no se les había ofrecido su derecho, reconocido internacionalmente en tratados suscritos por ambos países, a contactar con el su consulado más próximo, lo que habría significado una ayuda sustancial para su defensa.
El tribunal internacional tiró por la calle de en medio y otorgó una victoria pírrica y envenenada a México, ordenando o solicitando la revisión de los juicios y las condenas, pero por los medios que las autoridades judiciales de EEUU consideraran adecuados.
Bush redactó un memorando en el que pedía que los estados cumplieran la sentencia Avena, ya que en las naciones federales siempre está la excusa, el escudo o el parapeto de que los estados no se comprometieron ni firmaron ni ratificaron los tratados internacionales, por ser ésa una función exclusiva del presidente o las cámaras federales. La presidencia de EEUU quedaba así como cumplidora de la legalidad internacional y de las resoluciones del tribunal de Naciones Unidas y pasaba la papa caliente a los Estados y a los jueces. Al mismo tiempo, en una maniobra doble y diabólica, se desvinculó del tratado internacional para evitar más condenas en el futuro.
El estado de Texas, el más extremo cuando dicta y ejecuta sentencias de muerte, del que Bush fue gobernador y ratificó más de ciento cincuenta ejecuciones, se negó en el caso del mexicano Medellín tanto a cumplir con la resolución internacional como con la orden presidencial. El asunto acabó en manos de los ocho hombres y una mujer que componen el Tribunal Supremo de los EEUU, que actuaron desde su personal visión de lucha de poder. Argumentando que el tratado violado no gozaba de efectos ejecutivos inmediatos y que es necesario que el presidente y el Congreso construyan juntos un mecanismo que otorgue al tratado aplicabilidad frente a los estados, rechazaron de un solo golpe la sentencia internacional y la orden presidencial.
Los integrantes del TS son conscientes de que probablemente forman el tribunal más poderoso del mundo. Ellos fueron quienes nombraron presidente a Bush -indirectamente pero con efecto constituyente e inmediato- frente Al Gore, tras el famoso recuento de votos de la Florida del año 2000. Y al menos seis de los nueve no quieren que ningún tribunal extranjero, ni siquiera uno con la historia y la trayectoria del de La Haya, les dicte a los estadounidenses y a sus autoridades lo que tienen que hacer con sus procedimientos penales.
Ahora, México o la misma corte mundial podrían promover la ejecución forzada de la sentencia Avena por parte del Consejo de Seguridad, tal y como está contemplado en los textos que rigen el tribunal, lo que abriría un nuevo capítulo de tensión entre los poderes del ejecutivo, el judicial y los estados. Yo creo que, en el fondo, Bush está encantado con la resolución de su Corte Suprema y que su puesta en escena ha dado el resultado apetecido y buscado.
Con frases para la galería -como que el presidente puede ejecutar leyes pero no crearlas- seis magistrados rechazaron la apelación de México y abrieron camino al cumplimiento de la pena de muerte. Sólo queda la duda del método a utilizar, que se despejará cuando ese mismo tribunal admita, o rechace por inhumano y degradante, el uso de la inyección letal.