30 de abril del 2008
Afirmaba Nicolás Sartorius, en una conferencia recientemente pronunciada en la Fundación Sindical de Estudios, que para el conjunto de la izquierda social y política el reto a superar debería ser el de globalizar el bienestar, conjugando para ello democracia, comercio y cohesión social, para lo que resulta imprescindible la articulación de actores políticos globales de carácter democrático que aseguren lo que se ha dado en llamar una buena gobernanza de la globalización.
Paradójicamente, el heredero del primer movimiento social que proclamó su vocación internacionalista y "como su patria, la humanidad", encuentra dificultades a la hora de hacer frente a la continua y acelerada dinámica de expansión del capital, en la medida en que no dispone, o disponiendo de instrumentos muy insuficientes, que le permitan alcanzar un equilibrio socialmente más favorable en la relación entre capital y trabajo, tanto en su vertiente expresa, esto es en todo lo vinculado con los derechos laborales, como en su vertiente derivada, esto es, en todo lo relacionado con la cohesión social y, por lo tanto, con la provisión de bienes y servicios esenciales que la articulan.
La inercia provinente de otros modos de producir, tanto a nivel tecnológico como organizativo, así como la persistencia en la referencia normativa a los Estados Nación, han hecho al sindicalismo asumir un cierto resistencialismo en cuanto a la definición de su marco de actuación y, consecuentemente, en la definición de la propia estrategia sindical, sin reparar, o, al menos, sin hacerlo con la necesaria contundencia, en que la globalización no es un "fuera" que se deba afrontar de manera aislada o independiente de la propia acción sindical.
Por el contrario, la globalización, articulada ahora sobre nuevas tecnologías, presta a las empresas la posibilidad de nuevas estrategias productivas, a la vez que se establecen nuevas y más difusas relaciones entre lo laboral, lo social, lo económico y lo político; induce también una mayor complejidad y diversidad a los mecanismos y las reglas contractuales, por lo que resulta más difícil identificar a sus agentes, al tiempo que se fragmenta la propia clase trabajadora. Los impactos de la globalización, entonces, se están verificando aquí y ahora. La fragmentación y diferenciación del colectivo trabajador, tanto en su vinculación con el empleo como en las condiciones en que se desempeña el trabajo supone que las referencias en salario, jornada de trabajo, exigencias en el empleo y condiciones del mismo, tradicionalmente compartidas por amplios colectivos laborales, han perdido gran parte de su fuerza aglutinante; y la han perdido en todas partes.
Esas condiciones de empleo y de trabajo fragmentadas inciden en la acción colectiva de los trabajadores y, por tanto, suponen el primero de los retos que el sindicalismo debe afrontar para no adquirir, si no ahora, sí en poco tiempo, un papel residualista en la defensa de intereses y derechos del conjunto de la clase trabajadora. Efectivamente, la extensión y consolidación de la descentralización productiva, y sus consecuencias en la externalización de actividades, subcontratación de obras y servicios, deslocalización, emergencia de empresas multiservicios, que en su versión más extrema (que probablemente desde la lógica empresarial sea su auténtico objetivo), lleva a la mercantilización de una parte de las relaciones laborales, a lo que hay que añadir los usos y abusos de las distintas modalidades contractuales; ambos procesos han determinado la individualización creciente de las relaciones laborales; una individualización que, además, lejos de obedecer a la voluntad de los trabajadores, o a dinámicas micro-corporativas, no es sino un efecto de la imposición de las empresas, del fortalecimiento experimentado por las empresas para el establecimiento de dichas relaciones laborales, bajo la premisa ultraliberal de que la competitividad se asienta únicamente en los bajos costes y, de manera especial, en los bajos costes salariales.
Es bajo esta lógica que millones de trabajadores y trabajadoras, muchos de ellos niños y niñas, en distintas regiones del mundo, carecen de los más elementales derechos laborales y sindicales, que en no pocas ocasiones alcanzan situaciones de semiesclavitud, y en los que el mero ejercicio de la libertad sindical conlleva riesgos para la integridad física de las personas. Así, no es de extrañar que los movimientos migratorios hagan aparecer en la escena laboral a mujeres y hombres de amplias áreas del planeta en busca del trabajo, el bienestar y la supervivencia que les son negadas en sus países de origen.
Se trata, a su vez, de otro gran fenómeno social que pone en cuestión, en primer lugar, las propias bases de las políticas de cooperación económica internacional en el escenario de la globalización, que conmueven los fundamentos del Estado- Nación, que requiere de la acción coordinada de los Estados, de iniciativas políticas y medidas económicas de carácter supranacional y que evidencian las dificultades del sindicalismo en muchos de los países de origen y, más allá, del propio sindicalismo internacional, porque la mejora de la competitividad y del comercio internacional en ningún caso puede estar soportada en estos regímenes de privación de derechos.
El sindicalismo tiene que dar respuesta a esta realidad, influyendo más decisivamente para que la incorporación a los mercados laborales de estos trabajadores permita compatibilizar un alto nivel de competitividad de esas economías, con la plena igualdad de los derechos sociolaborales, cerrando las puertas a las políticas neoliberales que sustentan la mejora de la competitividad sobre la base de la presión a la baja de los costes laborales. Dicho de otro modo: el sindicalismo tiene que impulsar su propia capacidad de negociación más allá de las fronteras nacionales; también su propia capacidad de movilización Y para afrontar esta perentoria necesidad en las mejores condiciones, se requiere de un movimiento sindical fuerte a nivel global, y que tiene que ser capaz de articular, igualmente, propuestas y respuestas locales.
La apuesta en el ámbito de la Unión Europea no puede ser otra que la de una Confederación Europea de Sindicatos realmente consolidada y titular de los derechos de representación de los trabajadores, que articule una relación bien estructurada entre el sindicalismo de sector, la acción sindical en las empresas transnacionales y la suma de Confederaciones nacionales, configurándose como un verdadero sindicato supranacional. Intervenir sindicalmente en la reestructuración de las empresas, regular a escala europea los procesos de s u b c o n t r a t a c i ó n , ampliar las competencias en materia de negociación colectiva de los Comités de Empresa Europeos, sobre igualdad de trato, o legislar sobre los trabajadores inmigrantes, supone ir poniendo las bases para un necesario espacio europeo de relaciones laborales.
Idénticamente, la Confederación Europea de Sindicatos debe ser, a su vez, un instrumento dinamizador del trabajo sindical, que tiene que abordar a escala planetaria la Confederación Sindical Internacional, porque la CSI es la apuesta básica e irrenunciable para avanzar en la defensa de los derechos humanos, sociales y sindicales en unos lugares, y de defensa y ampliación de conquistas en otros.
El sindicalismo, por tanto, tiene ante sí el desafío de articular su auténtica dimensión transnacional, lo que influye de manera determinante en cómo debemos concebir las organizaciones sindicales de carácter nacional. Una concepción que debe bascular sobre el principio de confederalidad; confederalidad que es, ante todo, representación general de los derechos e intereses de los trabajadores, partiendo de su diversidad, reclamando su participación, defendidos reivindicados y promovidos desde un programa compartido e inspirado en los valores que identifican al sindicato y lo diferencian de otras organizaciones sociales o políticas.