18 de abril del 2008
Entre la docena de mujeres (hay alguna más) que lleva la Brigada en sus filas, sobresalen Rosario y Felisa. Las dos son muchachas de dieciocho años; aquélla morena de ojos negros y ésta morena de ojos transparentes. Rosario tiene un temperamento fogoso que ha desahogado en el Guadarrama haciendo bombas y arrojándolas al enemigo. Le avergüenza que muchas mujeres vayan a presumir y a mujerear a las trincheras. La dinamita le ha comido la mano derecha, y ella dice que aún tiene la izquierda para seguir haciendo bombas, tarea que aprendió de un minero asturiano, ya muerto por el pueblo en los barrancos de la sierra. No puede estar quieta, inactiva. Es más útil con la sola mano que le queda que muchos hombres con dos y con fusil. Se pelea con el Campesino porque no la deja acercarse a las trincheras, donde ella quisiera estar metida a todas horas.
-¡Me da una rabia no ser hombre! -me ha dicho con la sinceridad de campesina pura. Y la he visto más mujer que nunca.
Felisa habla poco. Trabaja mucho y siempre parece andar envuelta en el resplandor del agua mediterránea de sus largos ojos. Va a todas partes con su máquina de escribir en la mano y no interrumpe su escritura, ni las bombas que la rodean de continuo ni los obuses que entran de cuando en cuando hasta la habitación en que imprime las palabras del Campesino, que le dicta entredormido, después de duros y prolongados combates. Cuando Felisa acaba su trabajo, son las dos y las tres de la madrugada. Entonces se duerme sobre su silla y se la oye menos que despierta. Lo único ruidoso en ella es su máquina. Pero, a pesar de todo, parece andar descalza y hablar con una lengua de lana dulce.