7 de septiembre del 2007
Félix Ovejero Lucas
La Insignia*. España, septiembre del 2007.
Parece que se acaban los años de desvarío posmoderno. En todas partes. Hasta París tiene un límite para acoger charlatanes. En la mudanza, no pocos "humanistas" en período de desintoxicación, con el mismo arrobo con que se encandilaron con deconstrucciones y otros delirios, vuelven su mirada hacia las ciencias naturales. Bienvenida sea la marea si deposita algún sedimento de claridad y de cordura.
El reflujo está llegando a casi todos. Los últimos, los juristas. Por supuesto, andan entusiasmados. Toda una vida buscando un sustituto para Dios en donde afincar los derechos y resulta, quién se lo iba a decir, que está en el neocórtex. El primer derecho en acudir a la cita es el previsible, el que mayores problemas ha encontrado a la hora de asegurarse cimientos firmes. "Los principios fundamentales de la propiedad están codificados en el cerebro humano", podemos leer en un texto incluido en una reciente recopilación de trabajos -algunos, excelentes, todo hay que decirlo- publicados como libro bajo el título Law and Brain.
Cuando las cosas se miran de cerca, aturde la rotundidad de las conclusiones a la vista de la endeblez de los avales. Nadie sensato niega la importancia de los programas naturalistas de investigación. Pero por ahora disponemos más de promesas de resultados que de resultados contables. En tales casos, lo prudente, para quienes no estamos en el ajo, es callarnos y esperar que se pongan de acuerdo quienes sí lo están. Por el momento, los del ajo están discutiendo en banderías enconadas.
Es normal que sea así. Porque en este género no resulta sencillo el control de las ideas. Y no por deshonestidad, como pudo suceder con bastantes cantamañanas posmodernos, sino porque la naturaleza del asunto impone estrategias argumentativas con limitado vigor demostrativo. Un par de ellas son bastante comunes. Unas veces se "explica" un comportamiento apelando a sus supuestas ventajas adaptativas en el Pleistoceno, en los contextos en los que ha transcurrido la mayor parte de la biografía de la especie humana. Somos unos cotillas, porque preguntar cómo le iba a fulanito era el mejor modo de mantener la cohesión en grupos numerosos una vez abandonamos los árboles y ya no nos cundía el día para andar manoseando a tanta gente. Una historia bonita, pero seguro que al lector se le puede ocurrir otra no menos persuasiva. Otras veces se procede mediante analogías. Se aduce, por ejemplo, que puesto que hay una estructura de nuestro cerebro especializada en el lenguaje o en el reconocimiento de los rostros, también debe existir otra que se ocupa en exclusiva de lo que queremos explicar, ayudar a los parientes, reconocer las emociones, evitar el incesto y mil cosas mal. Tales estrategias intelectuales son lícitas, pero, a qué negarlo, no tienen la rotundidad del experimento que relaciona una secuencia del ADN con una enfermedad.
Cierto es que hay resultados que, aunque tampoco conjuran la interpretación, son bastante más asibles que las alegres especulaciones acerca de las ventajas adaptativas de -y los consiguientes cableados neuronales especializados en- lo que sea. Sobre todo, en neurología. Algunos resultan realmente sorprendentes, y no faltos de implicaciones para el mundo del derecho. Pertrechados con resonancias magnéticas, que vienen a ser el braile con el que leer la actividad cerebral, científicos del Instituto Max Planck han sido capaces de "conocer las intenciones" de los participantes en un experimento... antes de que llevaran a cabo sus acciones. Un resultado que debería dar mucho que pensar a los penalistas con fibra filosófica, sobre todo si se combina con otras investigaciones que, con técnicas parecidas, muestran que cabe predecir el comportamiento de una persona antes de que ella misma sepa lo que va a hacer.
En todo caso, con la brida puesta, no hay nada inconveniente en las interpretaciones evolutivas. Como digo, es un territorio en donde las conjeturas son peaje inevitable. Lo malo es arrancar de tales provisionalidades para acabar sentenciando acerca de lo que pasa o, todavía peor, acerca de lo que debe pasar. De lo primero sobran ejemplos. Sin tiempo para la meditación, se ha transitado de la imprecisa "la culpa es de la sociedad" a la vacua "la culpa es de los genes". El truco sirve para explicar el terrorismo o, como ha intentado Semir Zeki, por qué nos gusta Vermeer y no tanto el cubismo. Tales empeños vienen a ser como dar cuenta del cambio técnico a partir de nuestra querencia por satisfacer necesidades. Intentos de montar un rompecabezas con una grúa. En el mejor de los casos, trivialidades campanudas. Las disposiciones generales, si es que existen, sirven de poco para lo que queremos explicar.
Con todo, el error más grave es otro: extraer conclusiones morales de lo que somos. Por supuesto, es importante conocer de qué barro estamos amasados. Aunque las razones para defender la igualdad son independientes de si somos o no iguales, pues no se distribuyen los derechos según seamos más o menos imbéciles, hermosos o rubios, para diseñar las instituciones que hagan posible la igualdad es de sumo interés saber si priman en nosotros disposiciones egoístas, que no parece, altruistas, que tampoco, o un modesto y prudencial sentimiento de reciprocidad, que parece que sí. No se organiza del mismo modo el reparto de un pastel si cada uno piensa en los demás que si va a la suya. En el primer caso, basta la regla "escoja libremente"; en el segundo funciona mejor la regla "escoge el último el que corta los trozos". Pero la decisión acerca de si lo repartimos en trozos iguales sí que es independiente de si somos lobos o corderos.
Pero nunca hay que olvidar lo fundamental, lo de siempre: lo que somos nada nos dice acerca de lo que está bien que sea. Que los humanos nazcamos, todos, con un "instinto" no hace bueno al "instinto". La violencia doméstica no está justificada por más que ser agresivos o celosos resultara adaptativamente ventajoso. Que existan razones biológicas para que algunos colores o formas nos atraigan o para que ciertos cuerpos nos embelesen no resuelve "el problema de la belleza". Siempre nos quedarán por responder las preguntas "eso que queremos, ¿está bien?"; "eso que nos gusta, ¿es hermoso?". Al cabo, somos capaces de reconocer que cosas que hacemos o queremos no nos parecen bien. Sucede hasta con nuestras disposiciones gastronómicas. Nuestro gusto por los alimentos dulces, explicable porque, en las condiciones de escasez en las que transcurrió la mayor parte de nuestra existencia, los golosos se proveían con mayor eficacia de calorías, hoy, en la abundancia, es una inconveniencia y, porque nos parece mal, lo combatimos. Por cierto, que algo parecido podría pasar con la anorexia, que también en su día resultase la mar de conveniente.
De todos modos, no hay que entrar en tantas honduras y sutilezas para reparar en que las "explicaciones" biologicistas que nos arrojan cada día, aquí y allá, son naderías desinformadas. Al leerlas, más de una vez he pensado que tienen un trato con los genes y los módulos cerebrales como el que tenía Amado Nervo con los nenúfares. ¿Recuerdan? El poeta se paseaba con Unamuno cerca de un estanque, cuando, arrobado como corresponde a la profesión, le preguntó al filósofo: "Maestro, ¿sabe usted cómo se llama esa flor que flota sobre las aguas?". A lo que don Miguel respondió: "Nenúfares, amigo, nenúfares, eso que sale tanto en sus poemas".