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5 de septiembre del 2007

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Cultura

De lenguas y museos


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, septiembre del 2007.

 

Un terror mortal nos sobrecoge: el miedo a la pérdida y al cambio. Freud ya analizó los instintos de vida y de muerte que latían en el hombre. Arraigados en lo más íntimo de la naturaleza humana, no podemos librarnos de ellos: pero podemos dominarlos, siquiera parcialmente. La preeminencia del uno sobre el otro teñirá cada época de una coloración especial y marcará la derrota de las sociedades.

La nuestra es una época en la que domina el espíritu museístico. Nos empeñamos en conservar todo sin preguntarnos si realmente merece la pena. En el siglo XIX el historicismo trajo el ansia por el progreso y el cambio continuo. Ahora, en los inicios del siglo XXI, hemos cambiado el progreso por el museo. La preservación frente al cambio, o en cierto sentido quizás no tan metafórico Thanatos frente a Eros.

Regresan los fantasmas del pasado. Las corrientes románticas que se preocupaban por el espíritu del pueblo, y lo exaltaban, las investigaciones que se centraban en las averiguaciones de sus orígenes, las elucubraciones que se arremolinaban en torno a su ser, y que creímos acabadas, regresan con el espíritu museístico.

Hay que conservar todo porque todo es interesante. Hemos perdido el criterio de selección. Vivimos en una sociedad en la que constantemente nos bombardean con productos que somos incapaces de rechazar. No elegimos, porque eso significaría rechazar alguno; simplemente los cogemos todos. Ocurre lo mismo con la llamada cultura (con la cada vez más erróneamente llamada cultura.) Tenemos a nuestra disposición casi todo lo que los siglos vieron, pero somos incapaces de seleccionar, de hacer una escala y discriminar entre lo bueno, lo regular y lo malo. Hay cosas que merecen conservarse, otras es ley de vida que desaparezcan. Las que deberían servir de ejemplo y estímulo pasan desapercibidas entre el cúmulo de inanidades.

Entre las supersticiones que más arraigo tienen, figura la de la conservación de las lenguas. No comparto el punto de vista de quienes dicen que la lengua es exclusivamente un vehículo de comunicación. Guste o no, la utilizamos para algo más que comunicarnos. La expresión de los sentimientos, la creación literaria, el juego de palabras, la expresión de pensamientos complejos (más allá de la mera comunicación) son también funciones de la lengua. Es compleja porque los hombres lo somos, y la complejidad lingüística es simplemente un reflejo de la psicológica. Desde un punto de vista economicista, viviríamos mejor con menos lenguas, porque el número que podemos aprender es limitado, y tiene poco sentido que haya algunos idiomas que cuenten con algunas docenas de hablantes nada más. Desde un punto de vista menos centrado en la economía y más centrado en lo psicológico, vemos que las lenguas son necesarias porque proporcionan seguridad y estabilidad a sus hablantes.

El problema de las lenguas es que algunos se empeñan en hacerlas reservorios del espíritu nacional, y proclaman a los cuatro vientos, sin avergonzarse por tamaña tontería, que su lengua es necesaria para expresar sus experiencias humanas, que por lo visto quedarían seriamente dañadas si alguien las intentara expresar en otra distinta (y extranjera, habría que añadir). La experiencia nos viene a confirmar lo contrario. Lo que Esquilo, Shakespeare o Quevedo escribieron transciende cualquier frontera, y la primera, la lingüística. Las experiencias que estos tres, al igual que otros como Goethe y Molière, nos han legado son las mismas; lo que cambia, más que la lengua, es el tiempo y el lugar en que fueron escritas. No podemos hablar de elementos que se sustraen al tiempo sino de anclaje en una realidad histórica, lo cual tira por tierra toda especulación acerca del carácter transcendente de las lenguas.

Las lenguas, como cualquier otra creación humana, están unidas al tiempo en que viven. Al igual las sociedades, sufren la influencia de factores externos: ideología predominante, ejemplo que imitar, tabúes, fuerza creadora de las sociedades más dinámicas, etc. Como consecuencia, las lenguas evolucionan, y dentro de sistema evolutivo a veces desaparecen por motivos tan variados como pérdida de prestigio, desaparición de la comunidad de hablantes, evolución de la lengua, etc. Nada hay de malo en esto. Si estudiamos la historia, observamos que han sido más las que han desaparecido o cambiado de tal modo que son irreconocibles y nada ha ocurrido.

Así ha sido siempre. La gente hablaba y se preocupaba bien poco por el futuro de su lengua, pues si algo tenían claro es que siempre tendrían alguna. En parte se debía a que no se preocupaban de los títulos de propiedad. La lengua era suya porque la hablaban. Carecían de sentido de propiedad sobre ella. No había derechos ni obligaciones más allá de la de hablar con corrección para que los demás pudieran entenderlos.

Hoy en día el espíritu museístico, aliado con los vapores del romanticismo más conservador, han logrado que el punto de vista varíe. Ahora los ciudadanos tienen la obligación de hablar su lengua cultural, no la que elijan sino la de su cultura, so pena de ser traidores que renieguen de su ser y de la auténtica expresión de sus experiencias (que, guste o disguste, son muy parecidas a los del resto de las personas); ahora consideramos que la desaparición de una lengua es una pérdida irreparable, porque no entendemos que ese es el proceso natural: las lenguas, como cualquier otro producto humano, aparecen, evolucionan, desaparecen y su lugar lo ocupan otras que desempeñan mejor las funciones propias.

El espíritu museístico es señal de una grave querencia conservadora. No tanto por lo de querer conservar todo sino por el miedo al cambio que deja traslucir. En el fondo, a los conservadores de museo que pululan por casi todos los órdenes sociales lo que les mueve es el deseo de que todo siga igual, de que sus pequeños mundos no desaparezcan y ellos no pierdan pie porque sus referencias se han volatilizado. Vivimos en una sociedad extraordinariamente cambiante, y el espíritu museístico cumple una función. La preservación de todo nos permite que creamos que nuestro mundo no ha cambiado. Nos consuela el espejismo de que la vida sigue igual. Gracias al sostenimiento, aunque sea artificial, de la lengua, podemos soñar que nuestra aldea sigue ahí, resistiendo a los bárbaros.

 

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