29 de octubre del 2007
Pero fue en el género de la novela en donde la ruptura con el pasado y la continuidad de las manifestaciones modernas se hizo más evidente, debido a que se realizó a contrapelo del prestigioso peso muerto que Asturias ejercía ya en los narradores de entonces, junto con la influencia de Juan Rulfo. Estas referencias estéticas estaban presentes en novelas como La sangre del maíz, de José María López Valdizón, Lo que no tiene nombre, de Raúl Carrillo Meza, y en su cuento El vuelo de la Jacinta, así como también en los relatos de Edgardo Carrillo Fernández y Marco Augusto Quiroa. En lo local, estos narradores estaban todavía en deuda con novelistas locales del realismo social como Flavio Herrera, Virgilio Rodríguez Macal y Mario Monteforte Toledo, quienes remitían sus estéticas a la novelística regionalista e indigenista hispanoamericana de la primera mitad del siglo XX. La gran excepción de la época fue Augusto Monterroso, quien en 1969 publica La oveja negra y demás fábulas, libro con el que logra llamar la atención hacia su libro anterior, Obras completas y otros cuentos (1959) y hacia su estética de la brevedad epigramática.
En el mismo registro rulfiano y asturianista, pero ya bajo la influencia del "boom", entre 1970 y 1971 se escribieron dos novelas que permanecieron inéditas por la autocensura de sus autores. Me refiero a Obraje (escrita por mí en 1970 y todavía inédita) y El tiempo principia en Xibalbá, de Luis de Lión (escrita en 1971 y cuyo primer borrador sin corregir fue publicado en 1985; unos años después se publicó una versión corregida que Luis había dejado entre sus manuscritos). Estas dos novelas constituyen la bisagra de transición entre la novela rural, y a la vez experimental, previa a las estéticas del "boom" y a la llamada "nueva novela" o "novela del lenguaje".
Digo esto porque, a finales de los años 60, cuando aún no conocíamos a Marco Antonio Flores (con quien nos pusimos en contacto por vez primera en 1970), Luis y yo decidimos escribir una novela cada uno, en la que no ocurriera nada, en la que la anécdota no fuera el eje de la narración, sino en la que el contenido o "mensaje" (como todavía lo concebíamos) se expresara por medio de la estructura formal; una novela que no tuviera principio ni fin y que se pudiera leer de adelante hacia atrás y del centro hacia los lados; una novela en la que el lector pudiera llegar a su centro desde cualquiera de sus puntos de partida; una novela parchada como pelota de fútbol, en la que los nexos de continuidad debía inventarlos el lector, y que a la vez diera cuenta de aspectos básicos de lo que nosotros imaginábamos como "lo esencial-popular" guatemalteco (tanto del mundo indígena -a cargo de Luis- como del mundo ladino -a mi cargo) en el momento histórico que vivíamos.
Esto nos llevó a una concepción no circular sino esférica de la novela, y más cercana -como más tarde nos enteraríamos que había dicho Jorge Enrique Adoum respecto de su novela (emblemática del "posboom") Entre Marx y una mujer desnuda (1976)- a la escultura que a la pintura. Nuestra inquietud venía sobre todo de la lectura entusiasta de novelas como El señor presidente (1946) y Hombres de maíz (1949), de Miguel Ángel Asturias; ¡Ecue-Yamba-O! (1934), de Alejo Carpentier; Pedro Páramo (1953), de Juan Rulfo; Rayuela (1963) y 62 Modelo para armar (1968), de Julio Cortázar; La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes; La casa verde (1965), de Mario Vargas Llosa; Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez; (El astillero (1961), de Juan Carlos Onetti; Yawar Fiesta (1941), de José María Arguedas; Al filo del agua (1947), de Agustín Yánez; La traición de Rita Hayworth (1965) y Boquitas Pintadas (1969), de Manuel Puig; Paradiso (1966), de José Lezama Lima; y muchas otras novelas; y el resultado fue, por un lado, Obraje, cuyos originales se perdieron junto con otros manuscritos míos durante los años de mi militancia en la guerrilla, y desaparecieron también de la municipalidad de Quetzaltenango, en donde el libro obtuvo, en 1971, el premio de novela de los Juegos Florales Centroamericanos; y por otro lado, El tiempo principia en Xibalbá, que obtuvo el mismo premio al año siguiente. A pesar de los premios, ambas obras fueron engavetadas por nosotros, pues decidimos no publicarlas por considerarlas inacabadas, luego de interminables tertulias de crítica y autocrítica, ya con Flores y José Mejía, en las que éstos nos convencieron de que ambas novelas eran muy malas. Los dos libros de cuentos que Luis y yo habíamos ya publicado, Los zopilotes (1966) y La debacle (1969), respectivamente, también fueron repudiados por aquéllos y por nosotros, al extremo de que tratamos de que el público los olvidara. Yo llegué aun más lejos y formé una hoguera frente a mi casa con casi toda la primera edición de La debacle, el 7 de diciembre de 1971, día de la popular "quema del diablo".
De estas tertulias (y ya con el grupo ampliado con Luis Eduardo Rivera y Enrique Noriega) surgió mi ensayo juvenil (que funcionó como una especie de manifiesto del grupo), "Matemos a Miguel Ángel Asturias" (1972), el cual ha provocado tremendos equívocos en el medio, pues se ha interpretado de múltiples maneras erróneas que van desde la afirmación según la cual se trataba de una descalificación nuestra de Asturias y de un regateo de su premio Nóbel, hasta la acusación de que en efecto queríamos eliminarlo físicamente, pasando por otras versiones menos truculentas pero no menos alucinantes, como la que ubica la envidia literaria como base del ensayo. Lo que en realidad ocurrió fue que, como entonces ya se nos invitaba a ser jurados en certámenes de provincia, nos dimos cuenta de que era demasiada la gente que trataba de escribir como Asturias, quedándose en la epidermis de sus malabarismos verbales, y también nos percatamos de que Luis y yo habíamos estado escribiendo muy influidos por él. Fue Luis quien entonces dijo algo así como: "Tenemos que matar a Asturias dentro de nosotros mismos para poder avanzar hacia una expresión nuestra, pero para eso debemos leerlo más y comprenderlo a cabalidad, porque sólo haciéndolo nos lo vamos a quitar de encima y a dejar de imitarlo". Y alguien más dijo: "El mejor homenaje que se le puede hacer a Asturias no es imitarlo sino encontrar una expresión propia, como lo hizo él". Y fue así como el "matar a Asturias" fue concebido como el único homenaje que le podíamos hacer al maestro, el cual consistía en encontrar nuestro camino a partir de su aporte, sin imitarlo y sin negarlo. Pero "matar a Asturias" implicaba también una crítica literaria e ideológica a él, y no una actitud complaciente ni seguidista. Era la única manera de hallar una expresión nuestra. Y, como dice Luis Cardoza y Aragón cuando comenta el "Matemos…" en su libro Miguel Ángel Asturias casi novela (1991): "los mejores lo han logrado".
Fue después de esto que ocurrió la fractura novelística que nos tocó protagonizar a mediados de los años 70 a Marco Antonio Flores y a mí, concretizada en una respuesta narrativa radical a los procesos de modernización periférica que, junto a los regímenes militares contrainsurgentes, cundían en América Latina y habían alcanzado al istmo centroamericano y a Guatemala, pues (ateniéndonos a su orden de aparición) la llamada "nueva novela" guatemalteca se inaugura con la publicación de Los compañeros (1976), de Flores, y con la de Los demonios salvajes (1978), ambas escritas al mismo tiempo y bajo supuestos estéticos similares, con la diferencia de que, debido a las diferencias generacionales, la primera resultó ser una obra de madurez y culminación literaria para su autor, y la segunda una expresión juvenil y juvenilista de un escritor primerizo. Estas dos obras -que además expresan las convergencias intergeneracionales que caracterizaron al arte y a la literatura de la época- constituyen el conjunto inaugural de la "nueva novela" guatemalteca, tanto por su aparición en el tiempo como por su inmediato impacto local en por lo menos dos generaciones de lectores.
Para explicar la estética de la "nueva novela" guatemalteca, hace falta referirse antes a algunas cuestiones relativas a la novela estadounidense de la primera mitad del siglo XX, al "boom" latinoamericano y a la escritura de "la onda" en México, sobre todo porque es "la nueva novela" guatemalteca el referente local de lo que se siguió haciendo localmente en materia narrativa después de su inauguración en los años 70, y también porque este clima internacional explica en parte la pujanza del movimiento cultural guatemalteco de la época y también sus desarrollos ulteriores.
En Estados Unidos, casi a principios del siglo XX, Mark Twain, había sentado las bases de una narrativa que luego habrían de desarrollar autores como John Dos Passos, William Faulkner, John Steinbeck, Henry Miller, Jack Kerouac, J.D. Salinger y William Bourroughs, entre otros. Hay una conexión directa entre esta novelística y lo que luego se llamó la "nueva novela" hispanoamericana, cuyos exponentes clásicos fueron los integrantes originales del llamado "boom" literario de los años sesenta: Carlos Fuentes, Mario Vargas-Llosa, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Por otra parte, la cercanía de México con Estados Unidos y el proceso acelerado de industrialización y urbanización mexicanos después de su revolución, condicionaron allí el desarrollo vertiginoso de una cultura urbana que dio lugar a una llamada "época de oro" del cine mexicano, directamente ligada a Hollywood en su estética y en sus argumentos, y también, ya en los años sesenta, a una novelística que participó activamente en el "boom", sobre todo por medio de Carlos Fuentes, con obras como La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, que de plano nos remiten a la novela estadounidense de los años cincuenta hacia atrás: concretamente, a Manhattan Transfer, de John Dos Passos, en el primer caso, y a Mientras agonizo, de William Faulkner, en el segundo. Las otras novelas emblemáticas del "boom" fueron: La casa verde, de Vargas-Llosa, Rayuela, de Cortázar, y Cien años de soledad, de García Márquez (que es la que menos se ajusta a las estéticas de la "nueva novela" porque su tono y su "tempo" están más remitidos a las narraciones lineales de la gran novela europea del siglo XIX, aunque sí participa del "boom" editorial que le dio nombre al grupo y a su conjunto de obras).
Por su parte, los escritores de "la onda" mexicana, como Parménides García Saldaña, José Agustín y Gustavo Sáinz nos remiten al juvenilismo de Jack Keoruac en The Dharma Bums, al desenfado de Salinger en Catcher in the Rye, y a los excesos y desbordamientos de William Bourroughs en The naked lunch. De todo lo cual, el referente cinematográfico notable fue la película Rebelde sin causa (1955), que hizo de James Dean el prototipo del joven inadaptado y rebelde respecto de un sistema que se le ofrecía a la vez perfecto y opresivo, como resultado del auge económico y de la consiguiente expansión de capas medias que Estados Unidos había alcanzado gracias al negocio millonario de la reconstrucción de la derrotada Alemania nazi, todo lo cual requería de las juventudes su alineamiento en un proyecto económico que necesitaba afirmar a sus ciudadanos como disciplinados consumidores de mercancías, y a la vez como patriotas anticomunistas y puritanos de capilla dominical. Rebelde sin causa fue, al mismo tiempo, la expresión de la rebeldía juvenilista de la época, y la afirmación de la creciente capacidad del mercado de bienes simbólicos de domesticar estas y otras formas culturales de contrahegemonía.
La "nueva novela" hispanoamericana se caracterizaba, en primer lugar, por la maximización de la función estructurante del lenguaje, el cual venía a definir situaciones, personajes y acción por medio de su ejercicio dramático, mimético, "háblico". Es decir, que el texto se estructuraba desde las dinámicas de las hablas populares, haciendo de la novela más que una novela "del idioma", una novela "del habla" (o, mejor dicho, "de las hablas") de sus personajes, uno de los cuales era siempre el autor. A partir de este recurso, se modificó el concepto estructural del edificio novelístico, haciendo de los mecanismos estructurales (de forma) verdaderos universos de significación que le valieron a esta expresión el calificativo de "novela del lenguaje", por parte del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, cuyas posiciones criticó Françoise Perús posteriormente, en un intento por reivindicar la validez y originalidad de la llamada "novela de la tierra" o "del realismo social" (de la primera mitad del siglo XX), a la que tanto Monegal como Fuentes relegaban al cajón de los recuerdos en su promoción entusiasta del "boom". Quizá la exponente más pura (aunque no reconocida) de la propuesta estética "del lenguaje" fue, en su tiempo, Tres tristes tigres (1968), del cubano Guillermo Cabrera Infante, en cuyo inicio el autor alude a Mark Twain en el sentido del condicionamiento que la oralidad ejerce sobre la escrituralidad, tanto en Twain como en él, y advierte que su novela, más que leerse, se escucha.
Otra de las características de la "nueva novela" es la expresión de visiones de mundo diversas por medio de la indagación en las hablas populares y de capas medias, cuestión que obedece a la convicción de que los hablantes expresan su visión de mundo por medio de su personal manera de ejercer la lengua, y los escritores por medio de su práctica escritural, creando lenguas literarias a partir de las hablas como factores estructurantes del texto. Se trataba, pues, de inventar lenguas literarias, estilos literarios, partiendo de las formas particulares de hablar de grupos sociales e incluso de individuos, localizados geográfica y epocalmente, en lugares y tiempos a veces perfectamente circunscritos, diferenciados y focalizados. Todo esto implicaba una inmersión del punto de vista narrativo en los universos individuales desde los cuales se narraba, haciendo a un lado la omnisciencia patente de un narrador que sabe todo y que, como deus-ex-machina, simplifica y complica el mundo por medio de la descripción y la explicación, respetando siempre los componentes gramaticales más estáticos del idioma.
Todos estos rasgos se hallaban ya presentes en la novela tradicional latinoamericana, pero no maximizados en su ejercicio creativo como parte de una combinación de recursos estructurantes que pretendió plasmar la historia de nuestros países y fijar, por esa vía, rasgos de identidades nacionales y regionales en extensos murales narrativos. Tal, el empeño del "boom".
En cuanto a "la onda" mexicana, aunque acusa estos rasgos "háblicos" de expresión de visiones de mundo y también los de la función estructurante del lenguaje, se diferencia del "boom" en que su intencionalidad se circunscribe a expresar las tribulaciones y las alegrías, íntimas y compartidas, de la adolescencia urbana clasemediera, de barrio, del Distrito Federal, influida por la cultura urbana pop de Estados Unidos y su culto al rock y a la brecha generacional, que culminó en el hipismo. De aquí, las imitaciones mexicanas del "rebelde sin causa" en películas como Los Caifanes y 5 de chocolate y 1 de fresa, entre muchas otras de la época.
Por todo, la enérgica irreverencia verbal rupturista de "la onda" mexicana, encontró eco en la percepción que de su realidad urbana vivían algunos jóvenes acomodados de la pequeña burguesía guatemalteca, quienes ya se agrupaban en pandillas de amigos que manejaban motos y autos de carrera, escuchaban el rock estadounidense y sus versiones mexicanas, tocaban guitarras eléctricas, fundaban grupos musicales con nombres en inglés, practicaban artes marciales y, a la vez -y esto constituye un rasgo específicamente local- algunos de ellos se enrolaban en las filas guerrilleras y a veces morían en ellas, alimentando así la mitología guerrillera del héroe y el mártir revolucionario como parte del juvenilismo aventurerista y rocanrrolero de los adolescentes, todo lo cual amplió aquí la cultura de "la onda", haciéndola desbordar sus iniciales linderos hedonistas y "New Age", de pasatiempo consumista a la moda.
Los escritores guatemaltecos que de verdad ingresaron a las filas guerrilleras, fueron absorbidos de con tal intensidad por su militancia que consideraron la literatura como una actividad secundaria, a la vez que hondamente vocacional, ya que las vocaciones y cualesquiera inclinaciones personales debían subordinarse a lo que se percibía como el deber revolucionario para con el pueblo, de modo que a estos escritores primerizos no se les ocurría, al menos como objetivo principal de la vida, labrarse una "carrera literaria" ni perseguir el reconocimiento local o internacional como finalidad de su práctica escritural. Por ello, sólo unos pocos (contados con los dedos de una mano) se preocuparon por promover su obra en México, que era entonces la potencia editorial más cercana a la barbarie militar guatemalteca; misma que, entre otras muchas cosas, acabó con la extraordinaria producción oficial de libros que había existido en el país desde la revolución de 1944. Pero la mayoría de escritores revolucionarios, aun teniendo una obra respetable en prosa y poesía, nunca lo hicieron, y mucho menos sistemáticamente. Lo cual, visto en perspectiva histórica, fue probablemente un error, de los muchos que provocó la militancia idealista, ya que varios de ellos se perdieron para la literatura nacional a causa de que dejaron de escribir prematuramente, o porque se los tragó la militancia y la muerte.
Estos son los ingredientes que le dieron a la "nueva novela" de nuestra geografía su peculiaridad frente a otras formas de cultivarla en otros países de América Latina. No se trató de una intención novelística temática en el sentido de escribir "novelas de la revolución guatemalteca" al estilo de las "novelas de la revolución mexicana". Lo que ocurrió fue que, como la lucha armada se había perfilado como un fenómeno político de corte juvenil, protagonizado tanto por jóvenes oficiales del ejército como por estudiantes de secundaria y primeros años universitarios que se tornaban guerrilleros, eso la constituyó a su vez en un vigoroso y atractivo fenómeno cultural para muchas juventudes que vieron en ella una muy idealista oportunidad de encarnar altos valores humanos, y por eso mismo generó apasionadas expresiones artísticas y literarias. Por ejemplo, la llamada "poesía revolucionaria" y, para el caso que nos ocupa, la "nueva novela" guatemalteca.
Las narrativas del "boom", renovadas, frescas, ágiles, culturalmente híbridas e inmersas en las cotidianidades urbanas, cayeron después en la retorización de sus términos de ruptura y acabaron produciendo literatura para el mercado del consumismo editorial transnacionalizado. Pero, al mismo tiempo, abrieron las puertas de la posmodernidad literaria en países a los que la modernidad económica y política no acababa (ni acaba) aún de llegar. Esas puertas fueron transitadas por escritores latinoamericanos que, sin trabajar todavía para el mercado editorial, continuaron experimentando con las estéticas del "boom", tratando de dar cuenta de su entorno histórico cambiante y particular, y es a este amplio conjunto literario dentro del que se cuenta a "la onda" mexicana, al que le ha caído encima el sambenito de "posboom", una caracterización tan incierta como todas las que vienen precedidas por los prefijos "pre" y "pos", pero que puede resumirse como el conjunto de desarrollos que, a partir del "boom", los escritores hispanoamericanos realizaron, a lo largo de los años 70 y 80, tratando de dar cuenta, por medio de los recursos "háblicos" del "boom" y de sus experimentalismos neovanguardistas, de los conflictos de la modernidad urbana en sus respectivos países. Y es en este marco que surgen autores que entonces logran, por distintas razones, una gran difusión editorial. Por ejemplo: el argentino Manuel Puig y el cubano Severo Sarduy, entre otros.
En Centroamérica no hubo escritores del "boom" sino continuadores de su estética (o "posboomers"), como los autores de la "nueva novela". Es por eso que, al tiempo que publicaban bajo estéticas similares Antonio Skármeta, en Chile, Marco Tulio Aguilera Garramuño, en Colombia, y José Agustín y Gustavo Sáinz, en México, los guatemaltecos Flores y Morales, y el salvadoreño Manlio Argueta, con su Caperucita en la zona roja (1978), lo hacían en Centroamérica, por lo que constituyen el conjunto centroamericano inaugural de la "nueva novela", sobre todo por la similitud en de sus direcciones experimentales, por sus temáticas urbanas y por el punto de vista de los narradores, siempre viviendo las culturas de la urbanidad desde marginalidades políticas y culturales. Después, el movimiento se desarrolló con la publicación de libros que exploraron las estéticas arriba explicadas desde perspectivas diversas y no siempre ligadas a las coordenadas de la modernidad urbana, como ocurrió con novelas escritas por Arturo Arias, Marcos Carías (de Honduras), Carlos René García Escobar y Edwin Cifuentes (publicadas entre 1979 y 1987), así como con los desarrollos ulteriores que de lo mismo hicimos Flores y yo al retornar al tema de la lucha armada y a las estéticas del "boom", en novelas como El esplendor de la pirámide (1986), En el filo (1993), de Flores, y El ángel de la retaguardia (1997).
Por todo lo dicho, resulta demasiado parcial y limitante (por decir lo menos) considerar al conjunto inaugural de la "nueva novela" guatemalteca y a sus continuaciones, como "novelas de la guerrilla", pues aunque el referente histórico sea ese, las temáticas que articulan las tramas y los desarrollos tienen que ver más con los sentimientos y emociones que el conflicto armado produjo en algunos de sus protagonistas, y con los dilemas morales que el ejercicio de la violencia provocó en adolescentes de la clase media urbana. La teorización crítica de eso y de las formas literarias de la "nueva novela", no se agota ni mucho menos en el devaluado encasillamiento de la llamada "literatura comprometida", que es a lo que se alude cuando se la clasifica como "novela de la guerrilla". Su estudio crítico necesita de un radical replanteamiento teórico y de una ineludible perspectiva historicista para su explicación exhaustiva, pues de esto depende también la evaluación crítica responsable de la producción literaria posterior.
Como parte del movimiento cultural de los años 70, el ejercicio periodístico ligado a ideologías antiburguesas, desmitificadoras e irreverentes, también tuvo expresiones fecundas para el futuro de la prosa en los diarios locales. Sin duda, la columna de opinión de mayor impacto en la época fue "Lo que otros callan", de Irma Flaquer, caracterizada por denunciar la corrupción política al uso con una valentía del todo inusual en el medio. Estos fueron los tiempos en que, gracias al dinamismo de Marco Antonio Flores, surgió la llamada Sección Polémica en la Revista La Semana, en la que Flores, Luis de Lión, Luis Eduardo Rivera y yo escribíamos sobre un mismo tema todos los viernes. En este espacio, y también en el del Suplemento La Cultura del Diario Impacto, solían acompañarnos a veces José Mejía y Lionel Méndez Dávila, y fue en la Sección Polémica que Marco Augusto Quiroa inició su página de caricatura política, que luego cuajaría en otros medios escritos. Por ese tiempo surgieron varias publicaciones literarias, entre las que destaca la Revista Alero, de la Universidad de San Carlos, de gran prestigio en toda la América Latina, y en la que el grupo nuestro, llamado por Noriega, Los Irreverentes, publicó cuentos, ensayos y poemas.
A principios de los 70, el mismo grupo realizó lo que llamamos "la muralización de la USAC", un proyecto para el que Flores, Rivera, De Lión y yo, acompañados de otros amigos, inventamos frases que fueron pintadas en los muros universitarios, junto a diseños de Ramírez Amaya. Recuerdo que Luis escribió una que decía: "Auditor es sinónimo de 'oreja'", y que fue pintada en la Facultad de Economía. También una mía que decía: "Todo aquello por conseguir nos pertenece". Y muchas otras, entre las que se cuenta aquella que decía: "Yo hago la revolución con Marx Factor", la cual fue una broma mía a mi buen amigo, el entonces asesor jurídico de la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU), Factor Méndez, y a la que, en uno de sus típicos arranques de humor negro, Ramírez Amaya agregó, con pintura roja, las siglas PGT, provocando un iracundo comunicado del Partido Guatemalteco del Trabajo (comunista) en contra de nosotros, al que se sumaron acciones de hecho por parte del secretariado general de la universidad, controlado por el PGT, que solicitó el ingreso de la fuerza pública al campus universitario autónomo para capturar a Ramírez Amaya. Éste logró escapar gracias a la distracción que Flores, Rivera y yo logramos hacerle a la patrulla, metidos en el Mini Cooper que manejaba Flores. La muralización de la universidad fue un acto contracultural de estética pop y contenidos irreverentes que, en un país con un auge guerrillero en marcha, resultaba subversivo no sólo para el Estado militar sino incluso para el conservador partido comunista, por lo que emblematizó el filón más radical y rebelde del movimiento cultural de los años 70, muy ligado a la plástica y a la literatura, aunque apelando al efectismo del happening y la performance, entonces muy de moda en las culturas urbanas del primer mundo. Quizá sea necesario decir que la muralización fue financiado por la AEU, la cual estaba controlada por las guerrillas, y que esto explica en parte la pugna entre los estudiantes y las autoridades universitarias comunistas.
A principios de los años 80, el grupo irreverente formado espontáneamente por De Lión, Rivera, Noriega, Flores, Ramírez Amaya, José Mejía y yo, se dispersa debido a la intensificación de la represión gubernamental y la militancia de izquierda de algunos de nosotros. Luis de Lión es capturado y desaparecido en 1984. A mí se me asignan tareas internacionales en México, Costa Rica y Nicaragua desde 1982, y no vuelvo a saber de mis amigos sino hasta los años 90.
Comparada con la década anterior, durante los años 80 la literatura perdió brío y esplendor, quizá debido al clima de persecución y terror que la contrainsurgencia instauró en el país. Los escritores que permanecieron en el territorio y que no entraron en la clandestinidad fueron aquellos que no tenían participación política en la izquierda y, si la tenían, se vieron obligados a autocensurar cualquier expresión que acusara simpatías hacia las luchas populares. La literatura local pasó entonces a ser representada por escritores como William Lemus, Max Araujo, Carlos René García Escobar, Juan Fernando Cifuentes y otros, quienes publicaron a lo largo de la década controlando la organización gremial, la actividad editorial y el estamento mediático paraliterario.
En el ámbito internacional de la izquierda, los años 80 fueron la época del auge de los movimientos de masas y las guerrillas, del testimonio y de la novela testimonial, con libros como el del guerrillero nicaragüense Omar Cabezas, grabado por él y vuelto escritura de tono conversacional por Sergio Ramírez y Claribel Alegría, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982); los testimonios novelados de Mario Payeras, Los días de la selva (1981) y El trueno en la ciudad (1987) y del libro de la venezolana Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú (1984). También fue la época de la novela testimonial Un día en la vida (1980), del salvadoreño Manlio Argueta, y de El esplendor de la pirámide (1986). Lo que llamé "testinovela" no cobró forma sino hasta 1993, con Señores bajo los árboles (1994), y lo que llamé "folletimonio" se concretó con Los que se fueron por la libre (1998). En mi caso personal, a partir de entonces dejó de interesarme hacer novelas y me dediqué al ensayo sobre la problemática intercultural, y también al periodismo de debate sobre la izquierda, el movimiento culturalista "maya" y el neoliberalismo, por juzgar que eso era lo que tenía que hacer en aquel momento de la historia local. Toda la mencionada producción de los 80 y 90 estuvo ligada, tanto en sus contenidos como en sus propuestas estéticas, al accidentado proyecto revolucionario, y contrasta en general con las temáticas de los escritores de los 80 mencionados arriba, y con su visión de la experiencia guerrillera.
A lo largo de estas dos décadas sobresalen, con una poesía exteriorista de intenso sentido del humor y la ironía, autores como Otoniel Martínez, Rafael Gutiérrez y Francisco Nájera. También, con poemas y prosas de sensibilidad femenina y, a veces, feminista, Norma García Mainieri, Carmen Matute, María del Rosario Molina, Dina Posada, Mildred Hernández, Gloria Antonieta Sagastume y Aída Toledo. En la narrativa destacan Fernando González Davison, Dante Liano, Adolfo Méndez Vides, Carlos Navarrete, Rodrigo Rey Rosa y Raúl de la Horra, quienes acusan temáticas más existenciales y formas menos experimentales y más lineales que las que preocupaban a los autores de la "nueva novela". Se trata de narraciones más explícitas, que no buscan expresar realidades complejas mediante obsesivas manipulaciones lingüísticas experimentales, sino que aspiran a una narración directa y centrada en la anécdota. En estos años se dedicaron al ensayo de crítica literaria académica, Lucrecia Méndez de Penedo, María del Carmen Meléndez de Alonso, Helen Umaña y Dante Liano, entre otros, gracias al magisterio de Francisco Albizúres Palma.
En los 90 sobresalen los cuentos de Luis Aceituno, contenidos en su libro Los años sucios (1993), una interesante continuación creativa y actualizada de las estéticas del "posboom" y los juvenilismos. En la vena coloquialista y experimental, también las novelas de Franz Galich, Huracán corazón del cielo (1995) y Managua salsa city (2000), así como la prolífica e intensa producción narrativa de Francisco Alejandro Méndez. Y con registros que evitan el experimentalismo a menudo exagerado del "posboom", la cuentística evocativa de Ivonne Recinos. También, la poesía de Humberto Akabal, que constituye un nexo de continuidad respecto de algunas de las estéticas coloquialistas del Grupo Nuevo Signo, en primerísimo lugar, de la poesía de su mentor Luis Alfredo Arango, con la diferencia de que el seguidor la ofrecía al público no como el esfuerzo del mentor por recrear y reivindicar lo popular rural mediante versos conversacionales de humor ladino, sino como una supuesta continuación contemporánea de la tradición literaria "maya" (sea eso lo que fuere), que él recitaba con colorida teatralidad en performances que incluían danza y simulacros de ceremonialidad religiosa indígena, con todo lo cual inauguró, localmente, la concepción y práctica del escritor como entertainer.
Continuando con esta preocupación por la resonancia mediática, a lo largo del entresiglo y en lo que va de los años 2000, las tendencias literarias internacionales que cundieron localmente en los 70, fueron vueltas a visitar por escritores primerizos que protagonizaron, en sus primeras épocas, una juvenil ilusión rupturista que en realidad no fue sino una fiel continuidad de los experimentalismos neovanguardistas anteriores (tanto en la prosa como en la poesía). Es el caso de jóvenes como Estuardo Prado, Maurice Echeverría, Ronald Flores, Javier Payeras, Alan Mills y Regina José Galindo, entre otros, quienes (unos más, otros menos) desplegaron lúdicos y a menudo estridentes simulacros mediáticos de rebeldía, imbuidos de ese entusiasmo contracultural de mercado que, según las pautas de "lo alternativo" estadounidense y signados por una religiosa exégesis de las drogas y las modas contraculturales de la transgresión consumista controlada, adhiere a las conocidas propuestas de la publicidad y el mercadeo de productos para jóvenes que en el primer mundo aspiran a ser reconocidos como "diferentes". Su expresión, a ratos intensa, oscilaba entre el efectismo de la performance contestataria y el simulacro de marginalidad juvenilista de clase media, expresado en las mencionadas claves neovanguardistas de explícito efectismo mediático. Como parte obligada de su imagen de rebeldes posmodernos, sus declaraciones públicas (pues se ocuparon aplicadamente de aparecer en las secciones impresas de cultura y farándula) incluían invariablemente una disciplinada descalificación agresiva del pasado guerrillero (por obsoleto, inútil, dañino y como una herencia indeseable), de las literaturas ligadas a él y de las estéticas del "posboom" que las conformaron, de las cuales ellos mismos constituyeron un inequívoco nexo de continuidad, matizado por influencias internacionales vueltas a descubrir por ellos, como les ocurrió con William Burroughs y la Generación Beat.
En este mismo filón y como parte de las modas editoriales globalizadas, algunos escritores menos jóvenes que los anteriores, como Eduardo Halfon (y el salvadoreño Horacio Castellanos Moya), entre otros, decidieron escribir para el mercado editorial internacional y practicaron modas como la de la novela "metaliteraria", escrita a partir de la recreación libre de temas de otros libros, y también (como parte de la moda "retro") la de la novela neohistórica y neodetectivesca, que forman parte del menú literario que incluye otra modas como la de la "literatura de mujeres", la de la "literatura gay" y la de las "literaturas étnicas", casi todas ellas imbuidas de los lugares comunes de la "estética" ligera de la "corrección política" (travestida de discurso contrahegemónico), al uso en universidades estadounidenses y en los ámbitos de la cooperación internacional; la que, junto a las editoriales transnacionales, controlan, por medio de la promoción de un discurso literario ecualizado para amplios segmentos de consumidores escasamente letrados, los criterios de "consagración" local y la publicación de obras literarias. Señalo estas direcciones no como tendencias creativas (que es como han existido siempre de manera espontánea), sino como parte de las modas posmodernas que magnifican la condición sexual o étnica de los autores por encima de la especificidad estética de sus obras, gracias a una estrategia de mercadeo editorial segmentado que al "diferenciar" la literatura la ecualiza, reduciéndola a unas cuantas normas obligadas de expresión multiculturalista "políticamente correcta", y asegurándose con ello una gran cantidad de consumidores de libros que -como todos los buenos consumidores- buscan satisfacer una ingente necesidad de llenar el vacío existencial que provoca la sociedad consumista, con toda suerte de autoindulgencias hedonistas.
Algunos de estos jóvenes (y no tan jóvenes) ejercieron también un pertinaz opinionismo culturalista cuyo eje crítico fue la descalificación aplicada del pasado literario inmediatamente anterior a ellos. Es decir, el ejercicio obsesivo del rupturismo o de lo que Octavio Paz llamó "la tradición de la ruptura", oxímoron que tipifica la naturaleza esquizoide del arte, la literatura y la cultura de la modernidad. Sin embargo, al parecer, su proceso de maduración llevó a estos jóvenes a asumir poco a poco actitudes más cognitivas y menos impresionistas y efectistas respecto de la literatura anterior y de la que hacen ellos mismos, por lo que algunos han empezado a producir obras más ligadas a la sinceridad y a la honestidad emocional y reflexiva, que a la ilusión efímera de la exhibición mediática.
Como contrapartida de la adhesión entusiasta y acrítica a las modas literarias y culturales de la alternatividad para el consumo, estas generaciones de jóvenes también produjeron escritores que ejercieron un discurso literario de subversión paródica, desconstructiva y carnavalesca del pensamiento y las conductas "light", al tiempo que participaban de ellas. Es el caso de algunos textos de Estuardo Prado y de Julio Calvo, y de muchos de los breves artículos ensayísticos de Andrés Zepeda (a quien acompañan en el cultivo efectivo de este género irónico y punzante, Luis Aceituno y Raúl de la Horra, con registros más ligados al conocido desencanto existencial de la cultura francesa). Aquí cabe mencionar también la narrativa de Eugenia Gallardo y Carol Zardetto, quienes, aunque no pertenecen a la generación de jóvenes de la época, publican en estos años sus primeros libros, los cuales constituyen también, cada cual a su manera, contrapartidas narrativas de la adhesión acrítica a las modas literarias al uso. Lo mismo puede decirse de algunos autores destacados en estos años como Edy Alfaro Barillas, Johanna Godoy, Enán Moreno, Juan Carlos Lemus, Jessica Masaya, Claudia Navas Dangel, Oswaldo y Rogelio Salazar de León y Kingston González, entre otros.
Excepcional es sin duda un conjunto de ensayistas que surge ejerciendo la reflexión sobre la cultura con una responsabilidad intelectual y una calidad literaria inusual en el medio. Es el caso de Ramón Urzúa Navas y Alexander Sequén-Mónchez (en el ensayo literario) y el de Mario Castañeda (en el ensayo de análisis histórico-cultural). Asimismo, el caso de Andrés Zepeda, en el cultivo efectivo de la sátira y la desconstrucción irónica de ideologías y mentalidades localistas. Y el de Mario Palomo, quien ha desplegado una abundante producción ensayística de aguda y lúcida reflexión y replanteo marxista de los problemas culturales y políticos que brotan de los desarrollos recientes de la lógica del capital, como ocurre con el neoliberalismo y la globalización de los consumos y las mentalidades consumistas, y quien ha promovido el debate intelectual con los jóvenes de su generación que abrazan las ideologías neoliberales. Igualmente, y como parte de este grupo espontáneo, destaca la producción de Marcela Gereda, quien ha cultivado con agudeza y lucidez el ensayo etnográfico sobre situaciones interculturales, urbanas y rurales, tratando de dar cuenta de la dinámica de las hibridaciones y los mestizajes culturales que articulan las mentalidades de conglomerados en situación de marginalidad, como ocurre con las mujeres saharauis que han vivido en España y Cuba y que han tenido que volver a los campamentos de refugiados, y con las maras y los mareros de Centroamérica, tanto dentro como fuera de sus territorios.
Por supuesto que ignoro los derroteros que tomarán estos jóvenes y la manera como serán caracterizadas estas generaciones de escritores en el futuro. Sobre todo porque esta es la hora en que todavía no existe una crítica responsable que fije y caracterice con ecuanimidad historicista la producción literaria de los años 70. En todo caso, tanto en su filón lúdico-mediático como en su vertiente lúcida-reflexiva, los escritores de los 90 y lo que va de los 2000, están registrando, de la manera como mejor pueden hacerlo, lo que ocurre en el mundo que les toca vivir. Y si admitimos que de eso se trata ser escritor, podemos concluir en que, como ha ocurrido siempre en nuestro medio, la literatura y la elite letrada avanzan a pasos mucho más apresurados que los que son capaces de dar la economía, la política, la educación y la cultura de nuestra totalidad ciudadana.
Finalizo estas líneas reiterando mi convicción de que los cuatro tomos de la Historia de la literatura guatemalteca constituyen el único basamento sobre el que hasta la fecha es posible realizar una evaluación crítica y una periodización didáctica responsables de nuestra producción literaria. Esta es una tarea urgente desde hace muchísimo tiempo. Los estudiosos de nuestras literaturas se la deben a sus escritores y a sus lectores. Por ello, no me queda sino esperar que este corto prólogo haya echado alguna luz sobre posibles caminos a transitar en la ineludible misión intelectual de clasificar, interpretar y explicar lo que quizá sea el producto más sofisticado que haya producido y sigue produciendo nuestro país hasta la fecha: su literatura.
Guatemala, 18-29 de noviembre del 2006; 6 de enero del 2007.