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27 de octubre del 2007

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Diálogos

Continuidad de las rupturas (I)


Mario Roberto Morales
La Insignia. Guatemala, octubre del 2007.

 

1. Introducción

Este trabajo pretende esbozar los principales desarrollos literarios que ocurrieron a lo largo de las tres últimas décadas del siglo XX en Guatemala, vistos como un proceso que arranca del amplio movimiento cultural que tuvo lugar en los años 70, el cual constituyó a su vez un nexo ruptural de continuidad respecto del proceso de modernización literaria iniciada por las vanguardias y sus más conspicuos representantes locales, Luis Cardoza y Aragón y Miguel Ángel Asturias. No se menciona aquí a todos los involucrados porque este no es un estudio exhaustivo sino una introducción al posible ordenamiento crítico de la literatura contemporánea de Guatemala, y porque el libro al que este prólogo introduce sí pretende de hecho incluir a todos los autores que han publicado libros dentro de las fechas que abarca.

En vista de que me tocó formar parte del movimiento literario de los años 70, me detendré en ciertos aspectos que me parecen básicos para comprender históricamente ese fenómeno y lo que ocurrió después en materia literaria, aunque tal vez por hacer esto mi visión general de la literatura contemporánea de Guatemala pueda parecer sesgada para algunos. Corriendo ese riesgo, decidí aceptar escribir este prólogo al IV tomo de la Historia de la literatura guatemalteca, con el propósito de hablar, con la ecuanimidad que me sea posible pero poniendo algunas cosas (que creo que se hallan mal puestas) en su respectivo lugar histórico, del movimiento cultural y literario de los años 70 y de sus desarrollos posteriores, puesto que lo que se forjó entonces sigue siendo el referente local obligado para explicar lo que se ha seguido haciendo después (por adhesión o por contradicción), además de los referentes internacionales que siempre están presentes en la base de cualquier obra o movimiento literario. También, porque los artistas que protagonizaron ese movimiento, son los que ahora representan la madurez cultural de la Guatemala de principios del siglo XXI. Hago todo esto basándome en mi comprensión de aquélla producción y en mi experiencia vivida de la misma, así como en mi percepción de lo que se ha hecho después de ella; y propongo mis juicios como meros elementos para la discusión y el enriquecimiento críticos, y no como verdades irrebatibles.

Como se sabe, hoy menos que nunca el "éxito" literario tiene que ver con la calidad literaria, pues hoy más que nunca cualquier "éxito" tiene que ver con el mercado y está determinado por sus necesidades y sus leyes. Esto quiere decir que buena parte de la producción literaria se realiza disciplinadamente para el mercado editorial, para los consumidores de libros que el mercadeo y la publicidad de las transnacionales de la edición libresca han creado, los cuales suelen ser lectores que gustan de textos ligeros que puedan ser consumidos fácilmente, como la música de fondo o el programa de televisión cuyo rumor nos protege de estar con nosotros mismos. Este fenómeno ha llevado a una ecualización "light" de la literatura y la cultura en el mundo (por medio del conocido mecanismo de mercadeo según el cual hay que bajar al nivel del consumidor para poder ofrecerle un producto que pueda disfrutar sin esfuerzo), y es por eso que ahora se publican más libros que nunca en la historia. Este hecho es un índice que mide la intensidad de la agonía de la literatura y la lectura como ejercicios críticos y lúdicos de conocimiento radical ("ir a la raíz de los problemas"), así como la de la tradicional base letrada de las civilizaciones conocidas.

En América Latina, la tendencia de escribir para el mercado se consolidó a lo largo de los años 70, y al finalizar esta década se había expandido en los corazones y las mentes de muchos escritores, los cuales, debido a nuestro a menudo conveniente "atraso" (el cual suele funcionar como efectivo escudo frente a las desgracias del hiperdesarrollo consumista, manteniendo vivos ciertos valores humanos pulverizados por el temeroso individualismo del "mundo desarrollado"), se vieron fuertemente contradichos por la inercia de la idea ilustrada del escritor como voz y conciencia de su país y su pueblo, la cual siguió vigente al compás de las luchas revolucionarias, hasta llegar, junto con éstas, casi a su extinción en los años 90, cuando el "realismo mágico", despojado ya de su intencionalidad estética original y convertido en moda cultural que supuestamente expresa la "esencia" popular premoderna ("macondiana") del "ser" latinoamericano, se reveló como un mecanismo eficaz para edulcorar la miseria tercermundista, envolviéndola en coloridas visiones culturalistas acerca de "la mujer", "el indígena", "la subalternidad" y el subdesarrollo, las cuales dieron lugar a otras modas literarias, como la neohistórica, la "retro", la "étnica", la metaliteraria (libros acerca de libros), la "de mujeres" (tendencias que ya existían en la literatura pero no como modas conducidas por el mercadeo) y muchas más.

Por todas estas razones, los autores y obras consignadas en estas líneas no se nombran apelando al dudoso criterio de su "éxito" o de su "fracaso" literario; además, porque estamos hablando de obras que todavía no han sido sometidas a la prueba definitiva del paso del tiempo, el cual -más tarde o más temprano- va poniéndolo todo en su respectivo lugar.

Los cuatro tomos de la Historia de la literatura guatemalteca constituyen el basamento fundamental para desarrollar una periodización y una crítica literaria con criterios historicistas, que dé cuenta de la especificidad de nuestra literatura en el contexto latinoamericano. Mi prólogo pretende ofrecer algunos criterios que quizá puedan servir para la interpretación crítica de lo consignado en el libro, tratando de hacer claro que muchas de las rupturas que los escritores y los movimientos artísticos suelen vivir como realidades, a menudo no son sino continuaciones y desarrollos de lo hecho con anterioridad y que, por ello, deben ser vistas en la perspectiva de tradiciones que, como la de los rupturismos, sólo expresan la conocida naturaleza paranoica y esquizoide de las formas y de los contenidos culturales de la modernidad, un fenómeno que constituye la piedra de toque para explicarse los desarrollos artísticos del siglo XX, no sólo en los centros sino también en las periferias, que son las que hacen posible las hegemonías de la centralidad.


2. El movimiento cultural de los años 70

Después de la poesía del nacionalismo populista del Grupo Saker-ti, de la novela rural e indigenista del realismo social, de la estética muralista en la plástica (en los años 50) y de la "poesía revolucionaria" (en los años 60) -cuatro fenómenos artísticos producidos por la revolución democrática de 1944, los tres primeros como expresión orgánica de la misma y el cuarto como expresión rebelde ante su truncamiento y la consiguiente frustración ciudadana-, los escritores y artistas jóvenes de principios de los años 70 se vieron condicionados por un fenómeno que desde los 60 cambió las costumbres de la ciudad de Guatemala, hasta entonces antañona y provinciana, y que inauguró todas las modalidades conocidas de la cultura urbana como algo diferenciado de las culturas rurales: el proceso de modernización urbanística derivado del proyecto de industrialización regional llamado Mercado Común Centroamericano (MCC), que se tradujo en la instalación de plantas industriales en la periferia de la ciudad, dando lugar a una planificación urbanística que hasta entonces no se había juzgado necesaria.

Con la instauración del MCC (que luego se truncó y estancó en una simple zona de libre comercio que no estimuló los mercados internos), la cultura urbana se asentó en Guatemala, y los drive-ins y los parking-lots y la fast-food vinieron a ambientar la música rock que desde los años 60 tenía un importante espacio urbano de difusión juvenil: la Radio 9-80. Las capas medias urbanas tomaban conciencia de su importancia y se autodefinían según sus capacidades de consumo de espacios y productos típicos de la urbanidad, como los pasos a desnivel, los autocinemas, las discotecas, las boutiques, las galerías de arte y los moteles. A todo esto se unía el auge de un fenómeno de enorme impacto social: la guerrilla urbana, que competía con -y a menudo superaba en audacia y espectacularidad a- los Tupamaros de Uruguay.

Como parte de este proceso de industrialización y modernización urbanística y también como respuesta a su estímulo, a lo largo de esta década Guatemala vivió el nacimiento y desarrollo de un movimiento cultural que renovó localmente la plástica, la arquitectura, la música, el teatro, la poesía, la narrativa y el periodismo. No se trató sólo de un movimiento literario sino de algo mucho más amplio, ya que incluso las primeras expresiones artísticas indígenas empezaron a ocupar los espacios tradicionalmente ocupados por la criollez y la ladinidad, alcanzando la comercialización de sus cuadros en las escasas galerías de arte de las zonas más elegantes de la ciudad.


2.1 Las artes plásticas

En la plástica, no sólo el Grupo Vértebra, integrado por Roberto Cabrera, Marco Augusto Quiroa y Elmar Rojas, significó un saludable punto de inflexión respecto de la plástica anterior, mediante una pintura figurativa y de corte realista crítico, que a su vez implicó la apropiación creativa de influencias como las de Dubuffet (en el caso de Cabrera), de Guayasamín (en el caso de Quiroa) y de Tamayo (en el caso de Rojas), sino que artistas como Luis Díaz, Margot Fanjul (más influidos por las expresiones del abstraccionismo minimalista al estilo de Kandisnki y otros), Arnoldo Ramírez Amaya (deudor directo del dibujante inglés Aubrey Beardsley) y Efraín Recinos (tributario de Boccioni, Klimt y Gaudí), contribuyeron decisivamente al desarrollo de la expresión plástica, que se había venido desarrollando mediante prácticas derivadas de las estéticas del muralismo mexicano y, en general, del figurativismo expresionista, en artistas como Humberto Garavito, Alfredo Gálvez Suárez, Rodolfo Galeotti Torres, Juan Antonio Franco, Rafael Yela Günther y Rina Lazo, y también en las coordenadas de los vanguardismos latinoamericanos, en los casos de Carlos Mérida, Roberto González Goyri y Dagoberto Vásquez, entre otros.

La arquitectura se vio fuertemente sacudida por la obra maestra de Efraín Recinos: el Teatro Nacional, una estructura que ofreció un impresionante planteo ideológico de integración de las culturas populares y los vanguardismos arquitectónicos, inspirado en parte en los proyectos totalizantes de Gaudí y en las formas plásticas evocadoras de movimiento corporal, de Boccioni.

Esta fue la época en que el pintor indígena Rolando Ixquiac Xicará se dio a conocer en las galerías de arte que habían surgido en la ciudad, en las que también exponían pintores indígenas llamados primitivistas, como Juan Sisay.


2.2 La música

En cuanto a la música, estos fueron los años en que Jorge Sarmientos y Joaquín Orellana desplegaron sus composiciones ahora célebres, como, en el caso de Sarmientos, Muerte de un personaje (que rendía homenaje a la caída en combate del Ché Guevara) y otras de tinte popular latinoamericanista, en las que el compositor acusaba registros de autores como Ginastera, aclimatados a las inquietudes revolucionarias de entonces.

También, las composiciones electrónicas de Orellana y sus invenciones instrumentales basadas en sonoridades autóctonas, mezcladas con elementos verbales, como ocurre en Humanofonía y otras obras. La Orquesta Sinfónica Nacional, bajo la dirección de Sarmientos, ofreció interpretaciones de música serial y dodecafónica que no se había escuchado en el medio, y fue elemento clave en el auge del Ballet Moderno y Folklórico, integrado por profesores y estudiantes del afamado Ballet Guatemala, de corte clásico y de grandes éxitos en sus giras internacionales y en sus temporadas locales desde los tiempos de Arévalo y Arbenz.


2.3 Las artes escénicas

El teatro también acusó un dinámico movimiento innovador con obras como La calle del sexo verde, de Hugo Carrillo; Delito condena y ejecución de una gallina, de Manuel José Arce; y los montajes y festivales de Rubén Morales Monroy en el Teatro de la Universidad Popular.

Fue la época en que actores como Herbert Meneses, Luis Tuchán y Carlos Obregón, entre otros, protagonizaban obras extraordinarias en las salas capitalinas, así como puestas en escena espectaculares en los festivales de arte y cultura de Antigua, y en la que las enseñanzas de maestros como Seki Sano habían cuajado en una generación de actores y actrices, con los cuales algunos directores extranjeros montaron obras de gran intensidad dramática, como Recordando con ira, de John Osborne, por el argentino Carlos Catania, con Iris Álvarez en el rol protagónico; también, El cuidador, de Harold Pinter, Esperando a Godot, de Samuel Beckett, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, y otras.

El Galpón, de Uruguay, puso en escena obras memorables de técnica brechtiana, como I took Panama, y directores locales montaron obras básicas del teatro del absurdo. Primeras actrices como Samara de Córdova, Norma Padilla y Mildred Chávez brillaban en las tarimas del teatro Gadem, formando parte de un movimiento que dejaba atrás el teatro tradicional e incorporaba cada vez más las técnicas de Pirandello, Brecht, Barba, Artaud y otros, para hacerle eco, mediante recursos vanguardistas, al clima revolucionario que se desarrollaba en las montañas y las ciudades y que contagiaba de lleno -a veces por convicción, a veces por mera ósmosis ideológica- la producción artística.


2.4 La poesía

La producción poética de la década estuvo marcada por dos grupos literarios: La Moira, cuyos miembros fueron René Acuña, Manuel José Arce, Carlos Zipfel y García y Luz Méndez de la Vega (quien publicaba sus versos bajo el seudónimo de Lina Márquez, y a quien puede considerarse con toda justicia como la pionera del feminismo y de la poesía feminista en Guatemala, así como la referencia obligada de lo que se hizo después en materia de "poesía de mujeres"), y por el Grupo Nuevo Signo, de mayor organicidad y con una definida militancia política y estética, integrado por Luis Alfredo Arango, Antonio Brañas, Francisco Morales Santos, José Luis Villatoro, Julio Fausto Aguilera y Delia Quiñónez, al cual se incorporó, insuflándole nuevos bríos, Roberto Obregón cuando recién llegó a Guatemala luego de estudiar filosofía en Moscú y haber publicado allá algunos poemarios traducidos al ruso y otros idiomas soviéticos.

Junto a producciones poéticas individuales como las de Alaide Foppa y las de Isabel de los Ángeles Ruano, de intensos tonos líricos que exploran visiones femeninas del mundo, Nuevo Signo era a la vez un nexo de continuidad y ruptura respecto del "sakertismo" y sus búsquedas y exaltaciones nacionalistas, sólo que esta vez los poetas experimentaban intensamente con hablas populares para expresar las visiones de mundo que conformaban los imaginarios colectivos. Si, por su lado, Arango hacía versos que exponían con humor coloquial las mentalidades indígenas y ladinas rurales, Villatoro forjaba momentos poéticos con imágenes hechas a partir de giros secos y directos del habla popular, y Morales Santos buscaba su yo poético mediante audaces metáforas a menudo casi sensoriales. Por su parte, Aguilera evocaba lo popular mediante un verso sencillo y cuidadoso que perseguía ideas y sentimientos brotados del dolor y la frustración, y Brañas se esforzaba por lograr una poesía más interiorista mediante imágenes verbalmente válidas en sí mismas. Delia Quiñónez exploró perspectivas líricas sobre las problemáticas sociales desde una visión femenina, la cual se expresaba mediante un léxico forjador de imágenes poéticas que remitían a formas coloquiales propias de la cotidianidad popular. Roberto Obregón experimentó con registros poéticos antiguos, como los de la Biblia judeo-cristiana y el Popol Vuh, mezclándolos con hablas populares, para dar cuenta de mentalidades y costumbres que él percibía como componentes básicos de lo nacional-popular; un operativo muy parecido al de Asturias, sólo que en Obregón lo real era tratado sin ribetes mágicos sino mediante abordajes a menudo humorísticos de las lacerantes realidades derivadas de la dialéctica latiminifundista del atrasado capitalismo local.

De hecho, su libro El fuego perdido (1969), marca un punto de inflexión en la poesía local, en el que lo acompañan, sin pertenecer al Grupo Nuevo Signo, Manuel José Arce con sus Episodios del vagón de carga (1971), y Ana María Rodas con sus Poemas de la izquierda erótica (1973). Estos dos últimos poemarios acusan registros exterioristas que contrastaron un poco con las inquietudes experimentales y altamente simbólicas de Obregón. Pero puede decirse que estos tres libros constituyen el conjunto literario que instaura una nueva manera de escribir poesía localmente, gracias a la influencia de los poetas de la Generación Beat y del movimiento poético latinoamericano posterior a Neruda, en el que la obra de Nicanor Parra, Juan Gelman, Octavio Paz y Ernesto Cardenal, entre otros, fue tan decisiva en esta época como lo había sido antes la influencia de Miguel Hernández y Nazim Hikmet para que surgiera la llamada "poesía revolucionaria" (cuyos paradigmas fueron Otto René Castillo y el salvadoreño Roque Dalton), de registros muy ligados a los de la poesía de Bertolt Brecht.

Depuraron, entre otros, los desarrollos originales de esta renovación, Luis Eduardo Rivera, con una impecable poesía un poco ligada a la producción posvanguardista mexicana, y Enrique Noriega, con versos remitidos a la tradición modernista estadounidense, en especial a Ezra Pound, y, posteriormente, Luis de Lión, con versos deudores del universo conversacional de Nuevo Signo, al que él agregó su visión de indígena ladinizado respecto de una sociedad que a la vez se le ofrecía y se le negaba por su condición étnica.

 

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