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La insignia
2 de mayo del 2007


El cuarto de la pesadilla


Arthur Conan Doyle
Transcripción para La Insignia: C.B.


La sala de estar de la familia Mason era un cuarto muy curioso. En uno de sus lados estaba amueblado con extraordinario lujo. Los mullidos sofás, los sillones bajos y cómodos, las estatuitas voluptuosas y los ricos cortinajes que colgaban de galerías anchas y decorativas de metal trabajado formaban un recuadro muy a propósito para la encantadora dueña de la casa. Mason, hombre de negocios joven, pero de gran fortuna, no había escatimado molestias ni dinero para satisfacer todas las necesidades y todos los caprichos de su bellísima esposa. Era natural que lo hiciese, porque también ella había renunciado a muchas cosas por amor suyo. Ella, la más célebre danzarina de Francia, la heroína de una docena de extraordinarias aventuras de amor, había renunciado a su vida de placeres deslumbrantes con objeto de compartir la suerte de un joven norteamericano cuyas austeras normas de vida tanto se diferenciaban de las suyas. El marido procuraba compensar lo que ella había perdido proporcionándole todo cuanto la riqueza era capaz de conseguir. Quizá algunas personas pensarán que habría dado pruebas de mejor gusto no proclamando ese hecho, no permitiendo que apareciese en letras de molde; pero, fuera de ciertos detalles pequeños como este, su conducta como marido no dejó de ser ni un solo momento la de un hombre enamorado. Ni siquiera en presencia de espectadores se recataba de exhibir públicamente el amor absorbente que lo dominaba.

Pero la sala en cuestión era extraordinaria. Al principio parecía una cosa que no se salía de lo vulgar; pero después de frecuentarla por algún tiempo se descubrían en la misma unas características siniestras. Era un cuarto silencioso, de una mudez absoluta. En sus ricas alfombras y tapicerías se ahogaban toda clase de pisadas. Ni siquiera un forcejeo, o la caída de un cuerpo, producían el más ligero ruido. Otra característica era lo apagado de sus colores y la luz, que parecía estar pasada siempre por un tamiz. Tampoco su amoblamiento resultaba de gusto uniforme. Se habría dicho que cuando el joven banquero llevaba derrochadas miles de libras en aquel salón íntimo, en aquel estuche para la joya de que era dueño, se dio súbitamente cuenta de que no había calculado el coste de aquello, y no había seguido adelante, por miedo a la bancarrota. Todo el lujo estaba concentrado en la parte del cuarto que daba a la calle concurrida que pasaba por debajo. En cambio, en el lado contrario, el cuarto estaba desnudo, espartano, y reflejaba más bien los gustos de un hombre sumamente ascético y no los de una mujer amante del placer. Quizá por esa razón ella no pasaba en ese cuarto sino algunas horas cada día, dos unas veces, cuatro en otras ocasiones; pero mientras estaba allí vivía intensamente, y Lucila Mason era dentro de aquel cuarto de pesadilla una mujer muy distinta de lo que era fuera de allí, y también mucho más peligrosa.

Peligrosa. Esa era la palabra. Nadie que hubiese visto su cuerpo delicado descansando encima de la enorme piel de oso con que estaba revestido el sofá habría dudado de su peligrosidad. Lucila descansaba sobre el codo del brazo derecho y apoyaba su barbilla fina, pero voluntariosa, en la palma de su mano, mientras sus ojos, rasgados y lánguidos, adorables, pero inexorables, miraban frente a ella con una firme intensidad que tenía algo de confusamente espantoso. Era el suyo un rostro encantador, el rostro de una niña; pero la Naturaleza había colocado en ese rostro alguna marca sutil, cierta expresión indefinibles, que delataban el demonio que se escondía en el interior. Se había observado que los perros retrocedían al aproximarse a ella y que los niños rompían a llorar y huían cuando pretendía acariciarlos. El instinto profundiza más que la razón.

La tarde a que nos referimos ocurrió algo que la había trastornado profundamente. Tenía en su mano una carta, y la leía y releía con una contracción de sus finas cejas y un adusto apretar de sus labios deliciosos. De pronto experimentó un sobresalto, y una sombra de miedo suavizó la felina amenaza de sus facciones. Se incorporó, apoyándose en su brazo, y clavó con ansiedad su mirada en la puerta. Escuchó atentamente; permaneció escuchando en espera de algo que le causaba espanto. Una sonrisa de alivio jugueteó por un momento en su rostro inexpresivo. De pronto metió la carta dentro de su escote, con una mirada de horror. Acababa de hacerlo cuando se abrió la puerta, y un hombre joven entró con paso vivo en el cuarto. Era Archie Mason, su esposo, el hombre al que ella había amado; el hombre por el que había sacrificado su celebridad europea; el hombre al que ahora miraba como único obstáculo para su nueva y maravillosa aventura.

El norteamericano era hombre de unos treinta años, completamente afeitado, de miembros atléticos, vestido elegantemente con un traje de corte ajustado que marcaba la línea perfecta de su cuerpo. Se quedó cerca de la puerta, cruzado de brazos, mirando fijamente a su mujer; su cara habría podido calificarse de máscara hermosa y curtida del sol de no haber sido por aquellos ojos de mirada cortante. Ella seguía recostada sobre el codo, pero no apartaba sus ojos de los de Mason. Algo espantoso ocultaba aquel silencioso intercambio de miradas. Ambos se interrogaban mutuamente, y ambos hacían pensar en que la respuesta a su interrogación era asunto de vida o muerte. La pregunta del marido podía interpretarse como «¿Qué es lo que has hecho?». Ella, por su parte, parecía estar preguntando: «¿Qué es lo que sabes?». Finalmente, Mason avanzó, se sentó encima de la piel de oso al lado de Lucila y, agarrando con toda delicadeza entre sus dedos el fino lóbulo de una oreja, volvió hacia él la cara de su mujer y preguntó:

-Lucila, ¿verdad que me estás envenenando?

Ella dio un respingo para evitar su contacto; en su rostro se pintó el horror y las protestas acudieron a sus labios. Demasiado emocionada para hablar, fueron sus manos, extendidas violentamente, y sus facciones convulsas las que exteriorizaron su sorpresa y su cólera. Trató de levantarse, pero los dedos del marido apretaron su presión sobre la muñeca de la mujer. Repitió la pregunta, pero esta vez le dio un significado terrible:

-Lucila, ¿por qué me estás envenenando?

-¡Estás loco, Archie, estás loco! -contestó ella jadeante.

La contestación de Mason heló la sangre de Lucila. No supo hacer otra cosa que mirarlo fijamente, con los labios pálidos entreabiertos y las mejillas lívidas, en su silencio de desamparo, mientras él extraía de su bolsillo una botellita y se la ponía delante de los ojos, gritando:

-¡Estaba en el estuche de tus joyas!

Por dos veces trató ella de hablar y no pudo. Por fin, las palabras acudieron lentamente, una a una, a sus labios contorsionados.

-Pero no llegué a usarlo nunca.

Otra vez buscó él algo en su bolsillo. Sacó un papel, lo desdobló y se lo puso delante de los ojos:

-Es el certificado del doctor Agnus. Afirma que contiene doce gramos de antimonio. Tengo también la declaración de Du Val, el farmacéutico que lo vendió.

Daba miedo ver la cara de Lucila. Esas palabras no admitían réplica. No acertaba sino a seguir allí, inmóvil y con la mirada fija y desesperada. Parecía una fierecilla caída en una trampa mortal. Él le preguntó:

-¿Qué contestas?

No obtuvo otra réplica que un movimiento de desesperación y súplica. Entonces él dijo:

-¿Por qué? Yo necesito saber el porqué.

Mientras Mason hablaba descubrió el borde de la carta que ella había metido apresuradamente dentro del pecho. Se la arrancó de un tirón. Ella lanzó un grito desesperado y se la quiso quitar, pero él la mantuvo apartada con un brazo mientras leía el escrito. De pronto jadeó:

-¡Campbell! ¡Es de Campbell!

Ella recobró su audacia. Ya no había nada que ocultar. La expresión de su rostro se hizo dura y firme, y sus miradas parecían puñaladas mortales.

-Sí; es de Campbell -gritó.

-¡Santo Dios! ¡Precisamente de Campbell!

Se puso en pie y caminó a rápidas zancadas por la sala. Campbell, el más noble entre todos los hombres que había tratado en su vida; Campbell, cuya historia no era otra cosa que una larga cadena de abnegaciones, de valor, de todas las cualidades que distinguen al hombre elegido. También él era una víctima más de esta sirena, y se había visto arrastrado hasta el punto de traicionar, si no de hecho, con la intención al menos, al hombre cuya mano estrechaba como la de un amigo. Aquello parecía increíble..., pero allí estaba, en sus manos, la carta apasionada, suplicante, en la que pedía a su esposa que huyese y compartiese el destino de un hombre pobre de necesidad. Pero, al menos, todas las frases de la carta daban a entender que Campbell no había pensado en la suerte de Mason, que lo habría desembarazado de toda clase de dificultades. Solución tan endemoniada era producto del cerebro astuto y malvado que maquinaba sus planes dentro de aquel cuarto maravilloso.

Mason era un hombre de los que sólo se encuentra uno en un millón: filósofo, pensador, poseído de una simpatía llena de comprensión y de ternura hacia los demás. Su alma quedó anegada en amargura durante un momento. En ese momento habría sido capaz de matar a su esposa y a Campbell, para después matarse con la serenidad de espíritu propia de quien ha cumplido con lo que era una obligación evidente. Pero un momento después, paseándose por la habitación, empezaron a prevalecer en su cerebro otros pensamientos más benignos. ¿Cómo podía censurar a Campbell? Esta mujer poseía un encanto irresistible, nacido no sólo de su belleza física maravillosa. Parecía dotada de una facultad exclusiva suya: la de interesarse por un hombre, meterse a fuerza de retorcimientos hasta lo más hondo de su conciencia, atravesar aquellos pliegues sagrados para exponerlos al mundo y aguijonearlo hacia la ambición, e incluso hacia la virtud. Ahí era precisamente donde se descubría la mortífera sabiduría de sus redes. Recordaba lo que a le había ocurrido a él. Lucila era entonces una mujer libre -o así al menos lo creyó él- y no había encontrado ningún obstáculo para hacerla su esposa. Pero supongamos que hubiese estado casada. ¿Habría sido eso un obstáculo insuperable para él? ¿Habría sido capaz de apartarse de ella sin haber llegado a saciar sus anhelos? Mason no tenía más remedio que confesar que, a pesar de toda su tenacidad de hombre de la Nueva Inglaterra, no habría podido resignarse. ¿Por qué, pues, sentía tal rencor contra este desdichado amigo suyo que se veía ahora en el mismo caso? Y al pensar en Campbell, su corazón rebosó de piedad y simpatía.

¿Y ella? Allí la tenía, tendida en el sofá, como una pobre mariposa destrozada, con sus ensueños aventados, su conjura descubierta, las perspectivas de su porvenir tétricas y llenas de peligros. Y el corazón de Mason se sintió invadido de compasión, incluso hacia ella, convicta de envenenadora. Conocía detalles de su vida pasada. La echaron a perder desde la cuna a fuerza de mimos, de falta de frenos, de no domar sus instintos, de dejarla que se saliese siempre con la suya, a fuerza de astucia, de belleza y de encantos. Jamás encontró un obstáculo en su camino. Ahora que surgía uno había querido apartarlo, en un acceso de locura y de perversidad. Pero si ella había querido apartar a toda costa el obstáculo, ¿no significaba eso mismo que él, Mason, había sido encontrado falto de peso, es decir, que él no era el hombre capaz de proporcionarle la paz del alma y la satisfacción interior? Él era demasiado severo y demasiado razonable para aquel temperamento de alas inquietas y alegre. Él era un hombre del Norte y ella una mujer del Sur, a los que había juntado fuertemente la ley de los contrastes, pero sólo de un modo pasajero. Él debió preverlo, sí; debió haberlo comprendido. Sintió que su corazón se compadecía de ella como se habría compadecido de una niña que se encuentra en una situación dolorosa e irremediable. Estuvo un rato paseándose por la sala sin decir palabra, con los labios apretados, con los puños apretados hasta clavarse las uñas de la carne. De pronto, en un arranque brusco, sentose junto a Lucila y oprimió entras las suyas las manos frías e inertes de la joven. Un pensamiento se abrió paso en su cerebro: «¿Es esto que hago un acto de caballerosidad o de cobardía?». Esa pregunta resonó en sus oído, tomó forma en letras ante sus ojos, y casi pareció que tomaba forma exterior y material de modo que todo el mundo podía leer esas letras.

La lucha interna había sido terrible, pero él se había dominado, y dijo:

-Querida, tú misma vas a elegir entre nosotros. Si estás verdaderamente segura, segura, ¿me comprendes?, de que Campbell es capaz de hacerte feliz como marido, yo no seré un obstáculo.

-¿Te divorciarías? -jadeó ella.

La mano de Mason apretó la botella del veneno y contestó:

-Llámalo divorcio, si así te parece.

Los ojos de aquella mujer, fijos en Mason, se fueron iluminando con un extraño resplandor. Ella no se había enterado de la existencia de ese hombre dentro de Mason. Desaparecía el norteamericano, rudo y materialista. En su lugar empezaba a vislumbrar a un héroe, a un santo, a un hombre capaz de elevarse hasta alturas inhumanas de abnegación. Apretó con sus manos la mano de Mason que oprimía la botella fatal y gritó:

-Archie, ¿serías capaz de perdonarme hasta eso?

Él la miró y se sonrió.

-Después de todo no eres sino una niñita voluntariosa.

Ella extendió sus manos para abrazarlo, pero en ese instante dieron unos golpes a la puerta y entró la doncella caminando de la manera muda con que todo se movía dentro del cuarto de pesadilla. Presentó una tarjeta en la bandeja. Lucila miró a Mason y dijo:

-Es el capitán Campbell. No quiero recibirlo.

Mason se puso en pie de un salto.

-Todo lo contrario; llega en buena hora. Hágalo pasar inmediatamente.

Pocos momentos después entraba en la sala un militar joven, de elevada estatura y rostro bronceado por el sol. Avanzó con una sonrisa en su rostro simpático; pero así se cerró la puerta y las dos caras que tenía delante recuperaron su expresión natural, se detuvo, indeciso, mirando primero al uno y luego a la otra.

-¿Qué pasa? -preguntó.

Mason se adelantó hacia él y le puso las manos en los hombros, diciendo:

-No te guardo rencor.

-¿Rencor?

-Estoy enterado de todo. Quizá si estuviese en tu lugar y tú en el mío habría hecho lo mismo que has hecho.

Campbell se echó atrás y dirigió una mirada interrogadora a la dama. Esta inclino la cabeza en señal de asentimiento y luego encogió sus hombros encantadores. Mason se sonrió.

-No temas que te quiera sacar por sorpresa una confesión. Ella y yo hemos hablado con franqueza acerca del asunto. Veamos, Jack. Siempre fuiste un buen sportsman. Mira esta botella. No te importe cómo ha llegado a mis manos. La situación quedará despejada con sólo que tú o yo bebamos su contenido -hablaba como fuera de sí, como si casi delirase-. Lucila, ¿cuál de nosotros va a ser?

En el cuarto de pesadilla venía actuando en todo ese tiempo una fuerza extraña. Había allí un tercer hombre, aunque ninguno de los tres que se encontraban en la crisis del drama de su vida había tenido ni tiempo ni pensamiento para darse por enterado de su presencia. Nadie habría podido decir el tiempo que allí llevaba, ni todo lo que había escuchado. Permanecía agazapado junto a la pared, en el rincón más lejano del pequeño grupo, lo mismo que un siniestro reptil, silencioso e inmóvil, salvo por un leve calambre nervioso de su mano derecha cerrada. Lo ocultaba a la vista una especie de caja cuadrada y un puño negro dispuesto astutamente encima, como para ocultar su cara. Había seguido con la mayor atención y ansiedad todas las fases del drama, y casi había llegado el momento de que interviniese. Pero ninguno de los otros tres personajes esperaba esa intervención. Absortos en el juego mutuo de sus propias emociones habían perdido de vista una fuerza superior a ellos; una fuerza que podía dominar la escena en cualquier momento.

-¿Eres hombre bien templado, Jack? -preguntó Mason.

El militar asintió con un movimiento de cabeza. Pero en ese instante gritó la mujer.

-¡No! ¡Eso no, por amor de Dios!

Mason había quitado el tapón de la botella, y volviéndose hacia una mesita lateral, sacó una baraja. Colocó juntas la botella y las cartas y dijo:

-No debemos cargar sobre ella la responsabilidad. ¡Ea, Jack, la suerte decidirá!

El militar se acercó a la mesa y barajó las cartas fatales. La mujer, apoyándose en una mano, echó la cabeza hacia delante y miró con ojos fascinados.

Entonces, y sólo entonces, descargó el rayo.

El tercer hombre se había erguido, pálido y muy serio.

Los otros tres restantes se dieron súbitamente cuenta de su presencia y se volvieron hacia él con expresión de ansiosa interrogación en sus miradas. Él los miró con frialdad, con desagrado, con algo en su porte del que es allí el amo.

-¿Qué tal? -preguntaron los tres al mismo tiempo.

-¡Un desastre! -les contestó- ¡Un desastre! Mañana volveremos a rodar toda la escena.



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