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La insignia
8 de marzo del 2007


Argentina

¡Quitame de allá esas papeleras!


Vicente Palermo
Gramsci e o Brasil / La Insignia. Argentina, febrero del 2007.


No sé si las papeleras que se construyen en Fray Bentos son o no contaminantes. Pero tampoco consigo entender cómo, lo que estamos haciendo en la cuestión, sea una defensa del "interés nacional". Se puede comprender la preocupación de vecinos, empresarios y trabajadores del área hipotéticamente afectada. Algo menos, que recurran a medidas de fuerza, como dando por descontado tener razón. ¿Están seguros? Hasta ahora no hay una conclusión fehaciente y definitiva. No obstante, puede argumentarse que es lógico que los vecinos no se queden de brazos cruzados ante la duda, porque es tal vez su futuro y el de sus familias el que esté en peligro. ¿Acaso no tienen hasta a Greenpeace a su favor? Son además vecinos que, como la gran mayoría de los argentinos hoy (ver por caso flamante el Informe sobre el Desarrollo Humano, PNUD 2005), desconfían de las instituciones y de sus representantes. En medio de incertidumbres tan crueles, procuran mediante acciones directas siquiera asegurarse que las autoridades "se pongan las pilas" con el tema. De hecho, comenzaron primero con movilizaciones y protestas públicas, y al menos eso lo consigieron: una cuestión que hasta entonces estaba prácticamente encapsulada en las burocracias y una morosa negociación bilateral, de índole técnica, se convirtió en un problema político en una escena pública, y en un conflicto de índole internacional. Pero luego, y ya en ese nuevo marco, las organizaciones vecinales pasaron a las medidas de fuerza (como los neopiquetes que bloquean las rutas que unen Argentina y Uruguay). No estoy en contra de toda forma de desobediencia civil pero eso sí: quienes incurren en ella deben ser plenamente responsables por sus actos. En la cultura política argentina las tradiciones del gobierno de la ley y del respeto a las reglas y a los acuerdos entre partes no son sólidas. Tratándose de un conflicto que afecta a ciudadanos de otro país - y justo Uruguay, con el que nos unen tantas afinidades (tan iguales y tan distintos, decía Borges) e intereses comunes (integración, intercambio, medio ambiente, etc.)- cabría esperar más moderación aun de vecinos que temen estar en peligro. Pero esto no es lo más grave.

Mucho más grave es la colusión que tuvo lugar entre los ciudadanos comunes y sus representantes. Que las autoridades, locales, provinciales o nacionales, se dejaran llevar, en sus pronunciamientos, por la santa indignación vecinal, expresa un seguidismo deplorable. Que, además, convaliden las medidas de fuerza de los vecinos y colaboren con ellas, es para agarrarse la cabeza. Sin embargo lo hicieron más rápido que ligero: recordemos a Busti sugiriendo que "a lo mejor había algún incentivo para que el gobierno uruguayo autorizase la instalación", al entonces canciller Bielsa sosteniendo que los vecinos le habían dado una "lección de organización civil" (Clarín, 29 de julio) y luego, mientras estaba tomada la ruta internacional 136, declarando que "el modo de protesta de Gualeguaychú, no contemplativo y no condescendiente de ejercer sus derechos de una manera edificante y comprometida, le parecía ejemplar" (La Nación, 7 de octubre). Y no se quedaron en palabras: hubo presiones del gobierno provincial para que la Secretaría de Energía abortara exportaciones de gas u obras de infraestructura gasífera que abastecieran las papeleras uruguayas, y para que las empresas argentinas que colaboren en la construcción fueran eliminadas del registro de contratistas del estado. Por no hablar de la tesitura militante del embajador en Montevideo, Hernán Patiño, que llevó a la prensa oriental a decir que se comportaba como el de un imperio "en una republiqueta bananera". O de las trabas que comenzó a poner la aduana a la exportación a Uruguay de partes clave para la construcción de las plantas (Clarín, 12 de noviembre).

Contra un lugar común argentino de hoy, parte de la crisis de representación que nos afecta consiste en que las autoridades electas son, o se sienten, tan débiles que por temor acaban siendo hiper-representativas. ¿No tienen el coraje suficiente como para tomar distancia de la indignación popular, ni aun cuando se defiende mejor el interés del país mostrando que los argentinos podemos sujetarnos a la ley? Y resulta trístemente irónico que, en tanto, autoridades de otras provincias argentinas ribereñas declaren que recibirían encantadas las papeleras. Resumiendo, hay una minoría (vecinos de Gualeguaychú y zonas aledañas) de preferencias intensas porque se considera fuertemente afectada; personalmente, no vería mal ciertas medidas de desobediencia civil de no ser porque en este caso son tomadas en el marco de un conflicto internacional. Pero que esa minoría defina no solamente la política doméstica en materia ambiental, sino también la política exterior argentina, me parece un pelín inaceptable. Sobre todo cuando esto último es consecuencia de nuestras propias debilidades: primero (como ya fue señalado semanas atrás en Clarín por Carlos Reboratti), nos quejamos demasiado tarde si no hemos mantenido una política pública ambiental que encuadre con solvencia el problema. Y segundo, la falta de liderazgo de gobernantes que parecen creer que en cualquier circunstancia la buena política es "hacer lo que el pueblo quiere". Representantes, burocracias públicas y ciudadanos comunes tomando, todos a una Fuenteovejuna, medidas de fuerza contra ciudadanos de otro país, no es una forma adecuada de luchar por la justicia y la prosperidad.

Parte del ombliguismo de la dirigencia política argentina consiste en creer que se pueden explotar impunemente los conflictos externos, con un propósito enteramente doméstico de corto plazo. Quizás las autoridades de todos los niveles perciban agudamente la desconfianza de los ciudadanos y actúen movidos por los daños políticos eventuales que estos, de no sentirse adecuadamente representados, les puedan propinar (especialmente cuando se trata de la competencia partidaria, sea interna sea entre partidos). Pero deberían ser también concientes del auténtico embrollo de la política argentina contemporánea, que si ha perdido un capital de confianza doméstica, al mismo tiempo carece desde hace mucho de un indispensable capital de confianza internacional. La percepción de ese doble problema puede poner nervioso a cualquiera, pero es querer apagar el fuego con nafta mezclar un comportamiento doméstico cortoplacista y en estricta sintonía con los actores sociales, con arrogancia y exigencias de que el mundo nos haga caso, y rapidito.

Esta forma de politizar el conflicto tiende a que la oposición de intereses y valores se establezca en un juego de suma cero nacionalista: el interés nacional argentino vs el interés nacional uruguayo. Si hay algo que no precisamos los argentinos es cargar con la cruz de una nueva causa nacional, para eso ya tenemos algunas, y bien pesadas. Ese peligro puede además conducir a un retroceso en relación a logros de la política democrática de períodos anteriores; como se sabe, durante los gobiernos de Alfonsín y Menem se habían desmontado hipótesis de conflicto con los países limítrofes; pero varios problemas, entre ellos el del gas con Chile y ahora el de las papeleras con Uruguay pueden marcar un retroceso, aunque se trate de conflictos de una naturaleza diferente a los anteriores (en la medida en que afortunadamente afectan mucho menos una agenda de "defensa" en el sentido convencional del término). Ante un riesgo de juego de suma cero nacionalista (curiosamente, este nacionalismo se impondría a pesar de afinidades ideológicas; y además en el marco de un proceso de integración), hay también posibilidades de entendimientos transnacionales que lo eviten - estos entendimientos pueden ser productos de iniciativas tanto sociales como de los poderes públicos, pero realizarlos requiere liderazgo político, no seguidismo.

Por otra parte, hay que admitir que el conflicto se desenvuelve en un marco político complicado por factores más "estructurales", en dimensiones institucionales y estatales. Se ha sostenido que en general en las iniciativas de integración de carácter estrictamente intergubernamental existe un mayor déficit democrático que en las experiencias que combinan lo intergubernamental con una dimensión supranacional; esto condiciona el cuadro en que hay una intensa activación por parte de actores sociales y subnacionales, como, en este caso, los poderes políticos provinciales y locales. La activación de mecanismos de exigencia de rendición de cuentas articulados entre organizaciones de la sociedad civil y el poder público provincial y local, con actores múltiples, le da complejidad e incertidumbre al proceso. Las unidades subnacionales muestran capacidad de tomar iniciativas y de acción política, en el plano internacional, y de crear así problemas prácticamente irresolubles a los niveles federales, que no tienen cómo procesar eficazmente estos casos (hay, pues, una dimensión aquí de crisis de estatalidad): los estados a nivel federal están contestados por las unidades subnacionales pero carecen de instrumentos para canalizar eficazmente o articular respuestas. Este resurgimiento de temas nacionalistas en un eje de tensión federativa es por demás llamativo.

Se corre el riesgo evidente de llegar a una situación de no retorno ("el pueblo está de pié y no va a ceder" dicen vecinalistas; "se está jugando con el futuro de nuestros hijos: no queremos que vivan contaminados", sostiene el gobernador Busti) (y por el lado uruguayo, el gobierno perdería cara si retrocediera en su determinación); este riesgo da una perspectiva complicada a la aceptación de un ganador y un perdedor neto y la única forma de evitarlo es una negociación que saque el conflicto del juego de suma cero. Aunque formalmente el pedido argentino es que se estudie en profundidad el impacto ambiental antes de una decisión definitiva, la retórica política que ha acompañado las objeciones es "no a las papeleras". Por otra parte, es bien posible que la factibilidad de las instalaciones, para las empresas involucradas, se reduzca en la medida en que las exigencias ambientales sean demasiado severas. La llegada a este terreno resbaladizo parece ser consecuencia, del lado uruguayo, de una opción, la de aceptar la instalación de las papeleras con un cuadro de sostenibilidad ambiental dudoso, y del lado argentino, de la toma de posiciones públicas que no estuvieron acompañadas de una apoyatura técnica apropiada. Ahora existe el riesgo de que si finalmente hay posibilidades no contaminantes, sea difícil y políticamente costoso retroceder para cualquiera de las partes; el problema es que a más participación y toma de posiciones públicas y movilizadoras, menos fácil es que posturas flexibles destraben el conflicto. Así las cosas, uno de los riesgos es el "efecto Itaipú" para la Argentina: que Uruguay persista en llevar a cabo las papeleras a pesar de una frenética ofensiva argentina en organismos internacionales.

En la segunda quincena de enero, sin embargo, las autoridades argentinas, tanto provinciales como nacionales, adoptaron un talante más moderado. Más allá de las ambigüedades retóricas que acompañaron este giro, lo que cabe desear es que dure. Nuestra política externa está llena de buenos propósitos de enmienda que se ven frustrados por recaídas una vez que se hacen oir las sirenas (reales o imaginarias) de la política doméstica. Es más fácil hacer la de siempre que alterar de modo sostenible patrones de conducta de larga data, como cortoplacismo, viveza, y exitismo doméstico.


Vicente Palermo é cientista político e pesquisador do Instituto Torcuato di Tella - Conicet, de Buenos Aires.



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