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9 de marzo del 2007 |
Familia de soldados
Miguel Hernández
En todos nuestros frentes se encuentra una familia de soldados. Cada día doy en nuestras trincheras con hombres brotados de un mismo tronco paternal, y hasta el tronco mismo. No es caso raro ver juntos en la pelea varios hermanos y el padre de ellos, a veces enfrentándose unos contra otros. La guerra, esta guerra pone de manifiesto, deja en carne viva las aspiraciones nobles y villanas de cada corazón, y no soy yo sólo quien sabe que de este lado y del lado fascista han llegado a dispararse sañudamente, reconociéndose enemigos, hombres que han mamado una misma leche.
En el frente de Madrid tuve ocasión de conocer y tratar un campesino de sesenta años que luchaba como un muchacho junto a dos hijos suyos. El anciano vibraba en la línea de fuego, pleno de una juventud que le comunicaba un entusiasmo, una alegría y una pureza dignas de adolescente. El pelo blanco se le veía negro y la agilidad y la fortaleza de sus piernas producía envidia en muchos jóvenes combatientes. Siempre andaba con los dos hijos de un lado para otro, y los tres unidos aguardaban a pie firme las arremetidas feroces del fascismo por aquellos días famosos de noviembre. Disparaban juntos, comían juntos, hacían la guardia nocturna juntos, juntos leían las cartas de la esposa y madre... Reñían como chiquillos y cada uno de los tres velaba por la vida del otro, celoso y emocionado. Los peligros y adversidades de la guerra estrechaban con más fuerza aquellos lazos de sangre que los tenía vinculados. Juan el padre, Antonio y Francisco los hijos, se llamaban. Cayó Francisco para no volver a levantarse de la humedad de la tierra. Juan y Antonio sostuvieron el peso de su clara caída en la defensa del arado libre. Los dos campesinos lloraron corazón adentro, como sólo pueden llorar los hombres varoniles. El hoyo en que lo echaron con la maternidad insaciable de la tierra, cavado con sus uñas, fue sembrado de besos silenciosos. Sonaron sus fusiles a continuación, ante un crucifijo de dientes desesperados. Al otro día de la muerte de Francisco recibieron y leyeron con las cabezas unidas esta carta de la esposa y madre, campesina lejana: «Queridos hijos y esposo míos: hace siete días que no sé nada de vosotros y no puedo hacer más porque la congoja no me dejará vivir. Quiero que me digáis cuándo se acaba la guerra, que sea pronto cuando no haya fascismo cizañero, que me encuentro deseosa de vuestra paz y la mía, que temo no va a venir nunca. Por el periódico sé los héroes que habéis salido de mi casa, pero yo estaría más contenta con teneros en ella, aunque no dejo de estar orgullosa. Me aburro tan sola y tan vieja y tengo ganas de remendar vuestra ropa, que no sé en qué emplear mi vida, mis manos y mis agujas sin vosotros, corazones míos. Para no apenarme tanto me empleo en coseros ropa nueva y para Francisco ya tengo hecho un camisón con tirilla y para Antonio unos calzoncillos de lienzo fino. Para ti, Juan, llevo a medio hacer una blusa de mucho revuelo y mientras la coso pienso que no te la voy a ver puesta nunca. El azadón y el majuelo os esperan llenos de orín y grama. El olivar no hay quien lo cave y a mí no hay quien me consuele de nuestra falta. La vecina Felisa ya va de luto. Todos los días salimos juntas con otras madres a esperar carta y antiayer recibió la última y le decían que su hijo había muerto. Yo estoy en el continuo sobresalto del temor de que algún día llegue a mis ojos la misma noticia de uno de vosotros. Recuerdos de Quintín y demás vecinos. Sin más por hoy, muchos besos y abrazos de esta que os quiere, Isabel.» Juan y Antonio siguen en la lucha juntos, silenciosos, enardecidos, y la mujer y el campo aguardan con los brazos enlutados y abiertos. |
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