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La insignia
16 de marzo del 2007


Un maestro que visitaba talleres de imprenta


Francisco Fernández Buey
La Insignia. España, marzo del 2007.


Hay maestros en la escuela, maestros en el taller, maestros en la producción artística y maestros en la universidad. En la España de la II República hubo excelentes maestros de escuela, muchos de ellos asesinados o desterrados por la dictadura. Manolo Sacristán nos recordaba esto siempre que venía al caso para decirnos a continuación que para lograr una sociedad civilmente democrática había que volver a dignificar esta profesión. Eran tiempos en los que la mayúscula o las letras capitales se reservaban para los Maestros del Pensar, para los Maestros de la Universidad, a los que por lo general se consideraba maestros en un sentido superlativo.

Manolo Sacristán usaba mucho la palabra "maestro" en el amistoso sentido coloquial que en un tiempo tuvo para el castellano y que se ha ido perdiendo. La usaba sobre todo para dirigirse a personas próximas, a las que quería, en el momento del encuentro. Nadie se siente maestro cuando le llaman maestro en este sentido; simplemente se siente reconocido, próximo. Esta forma de abordar al otro o de iniciar una conversación amistosa ya no era habitual en la Barcelona de entonces. Luego he oído pronunciar la palabra en contextos así, todavía, en algunos ambientes andaluces. Sin duda, "maestro", en este sentido afectivo que digo, era una de las palabras preferidas de Manolo Sacristán, seguramente una herencia familiar.

Pero luego estaban los maestros "propiamente dichos", como se solía decir entonces. Manolo Sacristán solía alabar al maestro de escuela, a cuya dignificación dedicó muchísimas horas, sobre todo a mediados de la década de los setenta, poco antes de la muerte de Franco. Una de las varias cosas interesantes que él hizo en esos años, no siempre bien recordada, fue precisamente dar forma a la plataforma reivindicativa que las maestras (porque muchas, la mayoría, de los maestros "propiamente dichos" eran mujeres) rojas de la Barcelona de entonces estaban elaborando, con la vista puesta en lo que tenía que haber sido la Huelga General de la Enseñanza. De entre las llamadas fuerzas de la cultura o "cultifuerzas", como él solía decir con humor, Manolo Sacristán apreciaba sobre todo el papel de las maestras y maestros porque estaba convencido de que, desgraciadamente, el franquismo les estaba convirtiendo en los parias del trabajo intelectual. Pocas veces he visto desplegar a Manolo Sacristán tanta pasión como en esos años en que, fuera de la universidad, se entregó a construir lo que llamábamos "frente de la enseñanza".

Otros maestros por los que sentía especial predilección eran los maestros de los oficios, los maestros de taller, aquel tipo de trabajadores que habían deslumbrado a Marx en París y cuya manera de comunicarse y convivir le hicieron comunista, según dijo él mismo. Manolo Sacristán apreciaba mucho los saberes de este tipo de maestros del trabajo manual, sobre todo el de impresores y linotipistas, no sólo porque algunos de ellos hubieran estado en el origen del movimiento obrero organizado, que así fue, sino también por el vínculo entre buen hacer y bien pensar que veía en ellos. Cuando trabajaba en asuntos editoriales le gustaba ir a las imprentas y seguir y discutir personalmente con los impresores el proceso técnico de producción de los libros o revistas. Y esto, por lo que pude observar en varias ocasiones, no sólo por aquello de la supervisión de la obra bien hecha, sino por placer: por el estar con ellos, por el olor de las viejas imprentas, por la conversación con los obreros, por la convicción de que también el trabajo intelectual es trabajo en la producción, por aprender técnicas nuevas, por el vínculo que esto tiene con la producción artística.

De todos los maestros, los que menos gustaban a Manolo Sacristán eran los "Maestros Universitarios del Pensar y Sólo del Pensar", los maestros-mandarines para cuya actividad la ideología dominante reserva mayúsculas y capitales. Claro que se dirá: "Pero él mismo era un maestro universitario, un filósofo que hizo escuela". Y lo era, desde luego. ¿Acaso no lo reconocemos como introductor de la lógica formal, marxista insigne y profesor universitario apreciadísimo para varias generaciones de estudiantes? Sólo que Manolo Sacristán no se parecía en casi nada a los filósofos académicos contemporáneos y en nada a los mandarines del pensar de la época. Esto puede parecer raro, y hasta contradictorio, así que exige una explicación.

Manolo Sacristán no era un filósofo licenciado ni un intelectual tradicional. Era un maestro de la estirpe socrática, de los que enlazan con el machadiano Juan de Mairena. Hablaba muy bien, hasta el punto de fascinar a los auditorios con su método, su rigor, su precisión y su conocimiento de la lengua. Por no hablaba por hablar. Escribía estupendamente, en uno de los mejores castellanos que yo haya tenido ocasión de leer en aquellos años. Pero no escribía por escribir. Hablaba y escribía con rigor, claridad y precisión siempre para otros, siempre para servir, siempre para ser útil a aquellos que, como diría el conde Arnaldo, con él iban (o iban a él). Y como con él entonces iban muchos (o iban muchos a él para pedirle consejo o conocimiento), escribió y habló de muchas cosas. Estoy seguro de que, como los grandes maestros, por su compromiso social y político, escribió y, sobre todo habló, de más cosas de las que le hubiera gustado hablar o escribir.

Por eso mismo han podido considerar maestro a Manolo Sacristán gentes muy distintas y de muy variada procedencia: sindicalistas y obreros que estaban saliendo del analfabetismo, maestros de profesión y profesores de instituto, docentes aniversarios y filósofos académicos, científicos sociales y científicos naturales, activistas del comunismo y activistas del ecologismo y del movimiento por la paz. Para unos, que querían salir del analfabetismo para escribir una carta a la familia o leer un periódico, habrá sido un maestro en sentido estricto de la palabra. Para otros, que buscaban orientación en la lucha antifranquista o en la crisis del comunismo, habrá sido un abridor de ojos. Para quienes buscaban un método científico o un programa científico habrá sido, sobre todo, un profesor innovador y original.

Lo más notable, lo que hizo de Manolo Sacristán un maestro diferente para tantas personas con intereses y preocupaciones diferentes, es la capacidad que tenía para comunicar y explicar sus ideas (y las de los demás) en ambientes tan distintos. Sabía pasar de la verdad científica a la verdad de Pero Grillo con una facilidad pasmosa. He visto a maestros universitarios perder la color o irse por las etéreas nubes ante preguntas y solicitudes de maestros de escuela, y no digamos ante maestros de oficios o ante trabajadores que empiezan a leer y quieren saber qué es eso de la plusvalía o eso de la caída de la tasa de beneficio o eso de las externalidades. Y he visto a Manolo Sacristán en situaciones tan distintas como la de explicar un teorema de lógica, el principio de relatividad del movimiento local en Galileo, por qué los ateos no deben cargarse con la tarea de demostrar la existencia de Dios, por qué fallan los cálculos estadísticos sobre la probabilidad de la fusión del núcleo en una central nuclear o cómo leer un periódico y por qué un partido laico no debe impedir la entrada él de militantes cristianos.

En muchos de esos casos el oyente tenía que hacer un esfuerzo para entender o para desprenderse de prejuicios establecidos. En todos, fuera el oyente estudiante de lógica, activista político, maestro de escuela o afiliado al curso de alfabetización en Hospitalet, había entendido o había empezado a entender la explicación. Cosa que sólo consigue un maestro de verdad. Y en ese sentido digo que Manolo Sacristán era un maestro diferente.


Este escrito de Francisco Fernández Buey está incluido en "Del pensar, del vivir, del hacer" (Joan Benach, Xavier Juncosa y Salvador López Arnal, eds), libro que acompaña a los documentales de Xavier Juncosa, "Integral Sacristán". El Viejo Topo, Barcelona (España), 2006.



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