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La insignia
15 de marzo del 2007


Mirada atrás, después de la derrota (II)


Félix Ovejero Lucas
La Insignia. España, marzo del 2006.


Geoff Eley
«Un mundo que ganar. Historia de la izquierda en Europa, 1850-2000»
Traducción de Jordi Beltrán.
Ed Crítica. Barcelona (España)


El nacimiento de la izquierda

El primer período comienza en 1860 y se prolonga por unos cincuenta años, hasta las vísperas de la Primera Guerra Mundial. La unificación de Alemania e Italia y, más en general, los procesos constituyentes iniciados en aquella década, enmarcan un ámbito de intervención política, un ámbito de democracia parlamentaria. Los Estados nacionales se configuran como escenarios unificados de decisión política en los que los socialistas buscan realizar sus objetivos mediante partidos poderosos y fuertemente organizados, asociados a movimientos sindicales de ámbito nacional. Su lucha es no sólo contra las monarquías y las fuerzas reaccionarias, sino también contra unos liberales que "se resistieron encarnizadamente a la ciudadanía democrática […] [que] siempre despreciaron la capacidad cívica de las masas y alcanzaron un crescendo de miedo durante las revoluciones de 1848 y la primera oleada paneuropea de concesión al pueblo del derecho al voto en 1867-1871. En el discurso liberal, "la democracia" es sinónimo del imperio de la chusma".

En la descripción de Eley, los socialistas, al conformar su identidad, marcan con trazo grueso su frontera no sólo con los liberales sino también con otras tradiciones políticas, en su mismo lado de la barricada, que se nutren socialmente de diversos perdedores del naciente capitalismo. En primer lugar, con los que, desde la historia de las ideas, se podrían calificar como republicanos igualitarios, que "creían en una economía moral y en la comunidad de todos los productores", y cuyo programa, si alcanzaba perfil, tomaba la forma, en el plano económico, de "ideas radicales de intercambio y cooperación federados entre unidades autónomas de productores independientes" y, en el político, de una democracia directa ejercida en pequeñas comunidades en las que la condición de ciudadanía está vinculada a una pequeña propiedad que, por una parte, mitiga las disparidades sociales que amenazan con quebrar el espinazo de las comunidades políticas y, por otra, asegura una independencia de juicio que resulta improbable cuando la propia suerte depende de otros, como sucede ejemplarmente con los trabajadores asalariados, en contraste, por ejemplo, con artesanos y agricultores autónomos. Por otra parte, el naciente socialismo también establece una línea de demarcación con los que, en la calificación de Marx, se darán en llamar socialistas utópicos. En su mirada sobre éstos, los socialistas juzgan ingenua la aspiración de construir una suerte de contrasociedad, "de secesión dentro de la sociedad competitiva existente y egoístamente individual", aun sin dejar de contraer "una deuda general mucho más indefinida: los ideales de "asociación", "mutualismo" y "cooperación"; la crítica racionalista y humanística de la sociedad burguesa; y el convencimiento práctico de que los asuntos humanos podían ordenarse de manera diferente y mejor". De hecho, unos y otros compartían la misma disposición crítica con el liberalismo y con el armazón social en el que se vertebraba y al que, en su sentir, daba soporte ideológico, desde el convencimiento de que "era cada vez más fácil establecer las conexiones causales entre la propiedad privada, las filosofías individualistas y un sistema de dominación de clase fundamentado en la economía".

En realidad, la "cultura del socialismo", en esa su primera etapa, supone el ahondamiento de esas herencias, hasta alcanzar formas esplendorosas en la primera década del siglo XX, sobre todo en Europa Central y Escandinavia, en lo que era "una forma distintiva de vida socialdemócrata: asociaciones de lectura y de bibliotecas, clubes proletarios de teatro y conciertos, organizaciones especializadas en la preparación de festivales y celebraciones, coros". Sin desatender la existencia de una prensa diaria que llegaba a toda la clase obrera: en Alemania, en 1913, había 94 periódicos de partido, con una circulación total de millón y medio de ejemplares. En tales ecosistemas, verdaderas escuelas de ciudadanía, "ciertos valores se repetían una y otra vez, como por ejemplo la autosuperación y la sobriedad, el compromiso con la educación y el respeto al propio cuerpo, las relaciones igualitarias entre hombres y mujeres, la herencia progresista de la cultura humanística, la dignidad del trabajo y una vida familiar ordenada". En fin, lo más parecido a gran escala a la contrasociedad de los socialistas utópicos.

Pero también se daban innegables discontinuidades que dotaban de personalidad propia al naciente socialismo. Primero, el protagonismo de la clase obrera que constituía vocacionalmente el núcleo de vertebración del proyecto socialista. Segundo, la invención del moderno partido político, de un "nuevo modelo de organización permanente que hace campañas, [tiene] por objeto presentarse a las elecciones estableciendo una presencia continua en las vidas de sus seguidores, unidos entre sí por medio de complejas maquinarias de identificación". Tercero, una disposición "por encima de todo internacionalista ", que se deja ver organizadamente en la Internacional y, privadamente, en la vida de los militantes -al menos de los destacados, de los Kautsky, Luxemburg, Rakovski o Pannekoek- que, parafraseando el poema de Brecht, cambiaban de país como de zapatos. Esos eran los cambios y la novedad. Intentaré argumentar más abajo que no todas esas músicas eran fáciles de armonizar y que buena parte de los problemas que Eley atribuye a tibieza y a la falta de voluntad radical de los líderes socialistas quizá se entienden mejor desde esa circunstancia.


La consolidación

El segundo período se inicia en 1918 y está tratado con particular esmero por Eley, sobre todo en el ámbito centroeuropeo, el que mejor se ajusta a su guión y en el que es un reconocido especialista. Estaría marcado por el acceso de la izquierda a posiciones de poder, con el consiguiente avance en la materialización del ideal democrático, cristalizado sobre todo en el derecho a voto. Originariamente, la socialdemocracia aparecía dividida entre quienes, como Karl Kautsky, estaban comprometidos, al menos en sus declaraciones, con "la destrucción del capitalismo" y se resistían a "cualquier cooperación con los partidos burgueses", confiados en la ineluctable crisis del capitalismo, en una suerte de leyes de la historia en la dirección del socialismo, y otros más realistas, como Bernstein, que no ignoran que "los campesinos no se hunden, la clase media no desaparece, las crisis no se hacen cada vez mayores, y la miseria y la servidumbre no aumentan" y, por consiguiente, concluyen que, puesto que no cabe sentarse y esperar, los socialistas deben "reclutar partidarios no proletarios y cooperar con los liberales y otros progresistas no socialistas". Con todo, la división no superará la prueba de la vecindad del poder y, si bien durante bastante tiempo parece que la pirotecnia verbal de los primeros se impone, al final las líneas de acción de los socialdemócratas se acabaron por regir por la pauta de quienes no ignoraban los datos, por los más moderados.

Según Eley, la verdadera diferencia se da entre la socialdemocracia que llega a ocupar parcelas de gobierno -en particular, el partido socialdemócrata alemán (SPD)- y una nueva familia socialista que alentará formas de participación democráticas extraparlamentarias -consejistas, como se las dará en llamar- y que no creía que la transición al socialismo se pudiera hacer sin una ruptura violenta con el capitalismo. La convivencia entre las dos izquierdas resultó más que incómoda y, de hecho, el SPD, defendiendo los marcos constitucionales de la democracia, que era un modo de defender lo que consideraban una importante conquista suya, no dudará en reprimir a una izquierda que expresaba un justificado escepticismo tanto sobre el compromiso del SPD con la realización del socialismo como sobre si, llegada la hora, el nacionalismo, que en aquellos días respiraba vientos de guerra, no acabaría por barrer toda la retórica internacionalista.

Como otras veces, Eley no nos priva de su punto de vista: "Las cuestiones más complejas que se planteaban a la política de la izquierda durante el período se hallaban en algún lugar dentro de la polaridad de los partidarios de la insurrección frente a los parlamentarios. Por un lado, los socialistas moderados resultaron tan prudentes en su conciliación de los viejos órdenes que la importancia de sus logros democráticos duró poco; por otro lado, los partidarios de la insurrección preocuparon tanto a los círculos gubernamentales que la represión resultante impidió toda concesión a largo plazo por medio de la reforma". En su opinión, en noviembre de 1918, al abdicar Guillermo II y proclamarse la república con un gobierno socialdemócrata presidido por Friedrich Ebert, el SPD era ya un partido de visión estratégica entumecida y enviciado de hábitos institucionales: "La verdadera tragedia de 1918-1919 no fue que no se hiciera una revolución socialista. Los méritos abstractos de seguir tal rumbo pueden debatirse hasta la saciedad, pero sólo habría podido triunfar por medio de una larga y sangrienta guerra civil, y para muchos socialistas esto representaba un precio demasiado alto. La verdadera tragedia fue el concepto excesivamente legalista, carente de imaginación y totalmente conservador que el SPD tenía de lo que podía ser un gobierno ordenado democráticamente. En 1918, el SPD tuvo una oportunidad sin precedentes de ampliar las fronteras de la democracia, tanto por medio del desmantelamiento de las bases del autoritarismo en el desacreditado antiguo régimen, como del aprovechamiento de las nuevas energías populares que liberó el movimiento de los consejos. Las oportunidades de un reformismo de mayor alcance se malgastaron. Debido a su propia forma de entender la democracia, el SPD no superó la prueba". Después volveré sobre estos juicios, sobre estas estrategias explicativas que tienen algo de reproche moral.

El suceso fundamental del período, sin el que nada se entiende, es la Primera Guerra Mundial. El conflicto emplazó a una socialdemocracia que llevaba ya mucho tiempo mareando la perdiz internacionalista: "Los argumentos a favor de renunciar al internacionalismo revolucionario por una reforma democrática limitada a Alemania no eran nuevos, pero la guerra permitió que florecieran". Por una parte, la guerra supuso cambios importantes en los escenarios de intervención de los socialistas: "Las relaciones entre el Estado y la economía, y el Estado y la sociedad, en un país tras otro, experimentaron una reestructuración profunda a causa de las necesidades de la guerra que empujó a los intereses organizados hasta una colusión corporativista con el Estado y ocasionó una expansión enorme de las exigencias de éste hacia sus ciudadanos. Los dirigentes sindicales y los socialistas moderados se beneficiaron mucho de su labor de intermediarios de la aquiescencia popular en este proceso, que los puso por primera vez en la órbita del gobierno". Eso del lado bueno, de la historia que avanzaba con viento favorable. Del otro, los retos no escamoteables y las decisiones a tomar. La guerra proporcionó una suerte de baremo con el que aquilatar la calidad de las convicciones socialistas y, en especial, su internacionalismo. En buena ley internacionalista, el pacifismo de la izquierda parecía obligado. La implicación práctica resultaba difícil de evitar y, además, a diferencia de otros asuntos, aquí no había lugar para ambigüedades o terceras vías. Se estaba a favor o en contra. Y la zanja se abrió. La guerra decantó la ruptura familiar más importante de la historia del socialismo, la que arranca con una revolución rusa.

El éxito de Lenin se debió más a su talento táctico para capitalizar el malestar popular en contra de la prolongación de la guerra que a la existencia de un ideario perfilado. Incluso cuando se constituye la Tercera Internacional "seguía sin estar claro […] qué era lo que definía al 'comunismo'". Los bolcheviques, consecuentes con el ideal internacionalista, encabezaron la revuelta contra la guerra y en el camino, apostando por formas de democracia directa, forzaron una polarización social que la misma guerra había acentuado, con la esperanza cumplida de que cayera del lado de la revolución social. Aunque andando el tiempo el germen democrático, con los fervores revolucionarios apagados y sin cristalización institucional, se abortará y el modelo soviético devendrá en "el arma más grande que la derecha podía esperar en contra de la izquierda", en toda Europa la revolución rusa fue recibida como el inicio de un tiempo nuevo y, también, como un modelo ideal con el que pensar las propias posibilidades, sobre todo entre aquellos que, bien por ausencia de marcos constitucionales democráticos, bien por desconfianza hacia ellos, no esperaban que el modelo alemán, muy maltratado por la guerra, llevará al puerto de la revolución. Durante bastante tiempo, el patrón de los bolcheviques "dominó las percepciones de estos años revolucionarios en Europa". Las diversas revueltas (las ocupaciones de fábricas en Italia en 1920, las revoluciones alemanas y austríacas en 1918-1919, los "soviets" húngaros de 1919), se juzgarán "comparándolas con el modelo bolchevique, que significaba insurrección armada, liderazgo de un partido revolucionario disciplinado, extrema polarización social, derrumbamiento del centro liberal y un violento enfrentamiento entre la izquierda y las fuerzas recalcitrantes del antiguo régimen". Después, pues ya se sabe, vino lo que vino.


Imagen: "Braceros", década de 1930. Fotografía de Károly Escher.



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