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La insignia
20 de junio del 2007


A vueltas con la cultura y la política


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, junio del 2007.


Ahora que ya han pasado las felicitaciones, y que la entrega y celebración quedan aún lejos, creo que no estaría mal volver sobre la concesión del premio Príncipe de Asturias a Bob Dylan.

Comenzaré poniendo las cartas sobre la mesa. Les confieso que mi candidata (por toda una trayectoria modélica) era Maria Joao Pires, excelente pianista clásica de quien no dejo de escuchar una de las interpretaciones más extraordinarias y misteriosas de la sonata Claro de luna de Beethoven. En sus manos, la sonata alcanza una dimensión desconocida y trágica superior a otras.

No tengo nada en contra de Bob Dylan, aunque tampoco se cuente entre mis preferidos. Le reconozco unas cuantas canciones buenas, un álbum excepcional, y poco más. Puede que sea tacaño, pero no tengo ninguna animadversión contra él ni inquina de ningún tipo. Simplemente no es de los que más me gustan. Su figura es otro cantar, y ahí sí que reconozco que me cae mal por diversos motivos, pero separo bien el personaje que ha creado y sus canciones.

De todas formas tampoco me interesa hablar de Dylan, sino de la cultura en estos días. Resulta curioso, o quizás no tanto, la fuerza que tiene la llamada cultura popular: la música, la televisión, el cine, entre otras manifestaciones. Lo primero que llama la atención es el nombre. La llamamos cultura popular y en puridad deberíamos decir de masas. La diferencia puede parecer ínfima y, sin embargo, es enorme. Entre lo popular, creado por el pueblo, y lo masificado, pensado para la masa, existe una diferencia cualitativa bien importante y que tiene que ver con ser dueño de su propio destino o aceptar unánimemente lo que nos dan, que a veces es imposición.

Hoy en día la cultura de masas, escondida bajo la etiqueta de popular, goza de un prestigio enorme, y no creo que por sus hechos recientes. No se trata de que en el pasado fuera diferente. Tanto hoy como ayer ha habido cultura popular; otra cosa es que no siempre se haya sabido ver ni se la haya valorado como es debido. De todas formas, lo que me interesa es el prestigio de la de masas, tan grande que es capaz de que se le conceda a Dylan o a Woody Allen unos premios pensados en principio para una cultura elitista.

Pero la monarquía ha de evolucionar con los tiempos, sin perder su esencia -eso sí- y ha de formar parte de la sociedad porque ya no puede guiarla (recordemos que no sólo se trataba de promulgar leyes y edictos; el mecenazgo artístico tenía la función de imponer unos valores y de guiar al pueblo por dicha senda). Hoy en día, con unos reyes y consejeros huérfanos de gusto artístico y sin influencia apenas en la sociedad, han de estar atentos a lo que mueve a la gente para reconocerlo y sancionarlo y disimular dicha pérdida de influencia. Quizás esa sea una de las razones por las que se fijan en la cultura de masas.



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