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La insignia
4 de junio del 2007


Vacío


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, junio del 2007.


Hay una mesa negra y un plato con patatas fritas. No sé qué hace un plato con patatas fritas en esa mesa; tal vez estuviera -ella, por supuesto- en una de sus rachas de alimentarse de la nada, puro picoteo, o puede que las sacara para mí. No me gustan, pero no lo sabe todavía, me acaba de conocer. A ti te encantan y lo sabe. De modo que su primera orden es que deje de dártelas por debajo de la mesa y mi primera reacción, cuando no está mirando, es dártelas por debajo, por encima, por delante y por detrás de la mesa. Pero no muchas. Las justas para el juego suyo y mío, de amores que empiezan, y para el tuyo y mío, de complicidad entre especies.

Eso fue en febrero o marzo de mil novecientos noventa y dos. Sólo tenías unos meses y ya eras enorme, negrísimo. Luego me contaron que te habías lanzado contra el coche de Maria Luisa en una dehesa de Talavera, porque sabemos que lo hiciste a propósito, esperaste en el arcén y simulaste accidente con carantoñas posteriores. La jugada te salió bien. Como siempre, si exceptuamos el robo de un pollo asado a Natalia y el extraordinario caso de la galleta desaparecida. Tenías estrella. También el agradecimiento de un perro abandonado que encuentra techo, comida, cosas que se pueden lamer, objetos que no conviene morder, normas que se deben cumplir en cualquier caso y todas las estrategias para burlar casi todas las normas.

Tus años: el tiempo transcurrido entre entonces y anteayer, sábado dos de junio.

Ahora empieza otro mundo y no me gusta.

Contaré una historia que suelo guardarme. Mucho antes de que tú nacieras y no mucho después de que yo llegara a lo que llaman «uso de razón», había otro perro. No de tu color, pero también mestizo, un perro de caza como tú, astuto, muy inteligente, no menos baboso ni menos peludo que tú. Era una noche de verano y estábamos en el patio de la casa, bajo la parra que se extendía desde la enredadera de la caseta hasta más o menos la mitad de la tapia. Los mayores charlaban y los niños jugábamos. Una noche normal y corriente. Que se interrumpió con un grito. Nuestro perro avanzó hacia prácticamente el centro del círculo que formaban las sillas, se tumbó, nos miró a todos, uno a uno, y murió. Por las manchas de sangre que había en la acera, supimos que lo habían atropellado a unos trescientos metros. Se arrastró hasta la casa para morir con nosotros. Roto por dentro, reventado. Para no morir solo.

No es una historia agradable, lo sé. La cuento por esto: parte del vacío de hoy es la imposibilidad de separarte de las personas y de las cosas de estos años; es decir, parte del vacío de hoy no eres exactamente tú sino el contexto de varias vidas. Pero sólo parte, y sin confusión posible. El resto eres tú, sin más. Si descontamos un par de detalles evidentes, lo único que diferencia a tu especie de la mía es el truco que no me enseñaste: cómo estar todo el día al borde de la felicidad completa. Y no creo que justifique menos lealtad en nuestro dolor.



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