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La insignia
28 de julio del 2007


Un liviano ejercicio de indiferencia


Mario Roberto Morales
La Insignia. México, julio del 2007.


Acabo de volver a leer algunos de los cuentos de Juan José Arreola, reunidos en un volumen que lleva el título de uno de ellos: Tres días y un cenicero. Releer a Arreola conlleva cimentar la convicción de que la transparencia de la prosa surge de su ejercicio racional mediante una ejecución de orfebrería. Aunque no está incluido en este volumen, recordé un breve texto suyo que dice así: "La mujer que yo amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones". Y también vino a mi mente un viejo texto que escribí emulándolo y que dice: "Una mujer me comparó una vez con una cuerda musical. 'A cada viento que te toca', me dijo, 'tú respondes con un sonido diferente. Yo, por eso, no me atrevo a respirar cerca de ti'".

El reproche terrible que aquella mujer me hizo no lo he olvidado nunca porque expresó en su momento una tremenda verdad que me obsesionó por años, hasta llegar a constituirse en eje de los angustiados análisis que realizaba entonces de mí mismo. En esa época estudiaba historia del arte en la Universidad de Florencia, y la bohemia universitaria me quitaba demasiado tiempo como para que pudiera ocuparme de mucho más que no fuera la pintura paleocristiana, la miniatura florentina o los claroscuros del Caravaggio.

Al terminar de leer la compilación de Arreola me di cuenta de que aquella racha de sufrimiento había quedado definitivamente en el pasado y que lo único mío de ella era su recuerdo indiferente. Me sentí triste. Despojarse de un sufrimiento es lo más difícil de este mundo. No hay nada más cómodo y sabroso que aferrarse a las propias desgracias. Por eso recordé otro textito mío -escrito en otra circunstancia- que dice: "En mi soledad sigue habitando tu ausencia. Pero es muy grande y no cabe. Tendrás que venir tú a acomodarla". Y de nuevo me asaltó la leve tristeza del recuerdo indiferente, difuminado, inexistente casi.

Finalizando estas líneas me percato de que las escribí para dejar constancia de la melancolía ligera que me provoca el recuerdo de uno de mis yoes sufrientes, que ahora descansa en paz. La relectura de Arreola, por tanto, ya sólo me sirve para no olvidar que la transparencia de la prosa surge de su denso ejercicio racional y de una ejecución lo suficientemente delicada como para poder convertirla en una liviana artesanía. Y eso, es mucho más de lo que yo en este momento podría necesitar.


Querétaro (México), 24 de julio del 2007.



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