Mapa del sitio Portada Redacción Colabora Enlaces Buscador Correo
La insignia
25 de julio del 2007


Pero mañana llega M., de visita


Jesús Gómez Gutiérrez
La Insignia. España, julio del 2007.


En mi álbum de conciertos inolvidables están los personales, conmigo de flautista a los seis años o de acompañamiento de grandes guitarristas callejeros; los familiares, con esa horda de talentos ácidos, y naturalmente, los ajenos. Entre los últimos, la mayoría pasaron con pena o con gloria pero no dejaron huella salvo en factores ajenos a la música, léase V. con terrible borrachera, V. rodando calle abajo, V. cuando decidió tirarse en plancha desde el tejado de un coche. Y quien dice V. podría decir muchos más, porque llevo varias décadas sin dormir.

Sin embargo (preciosa locución adverbial de carácter adversativo), también están los mitos. No los que lo son por estar asociados a locales, copas, hechos y personas excepcionales o a tiempos pasados que nos parecen mejor, sino los mitos de verdad. Y todos son un aquel día aunque fueran noches. Madness, Blondie, los Clash, B-52, Siouxie and the Banshees, The Cure. Incluso los Smiths, que al cabo de las décadas y de todas las mediocridades que han llovido, parecen tan grandes -pero no lo eran- como los Stranglers de entonces.

Paradójicamente, si tuviera que elegir, elegiría un caso aparte. Alguien que en ese momento, verano, estadio Vicente Calderón, finales de la década de 1980, me parecía demasiado blando para acercarse a mis gustos; alguien a quien ni siquiera me apetecía ver y que no habría visto sin el empeño de A. y de G.: un tipo de Mineápolis, todo estilo y cara entre andrógina y chuloputas, nacido en 1958 con el nombre de Prince Roger Nelson y al que se conoce, a pesar de sus genialidades antinominales, como Prince.

Pero vamos al grano. Estamos a mediados de los noventa y son las tres o cuatro de la tarde de alguna estación de temperaturas bajas; lo sé porque abro la puerta del dormitorio y llevo ropa, lo mínimo para no morir de frío en casa sin calefacción. Allí, en mitad del corredor, aparece una criatura del sexo opuesto, jovencísima, que ni conozco ni forma parte del mobiliario. Pelo castaño, piel clara, ojos azules. Era M., invitada de N., y se quedó. Unos días. Y luego, más. Aparecía de vez en cuando, dormía en el sofá, devoraba bichos de mi especie con elegancia digna de su anfitriona y se ganó mi amistad, que merece.

Uno de los vicios más respetables de su primera fase entre nosotros consistía en acercarse a los discos, cintas y CD y grabarlo todo. En determinado momento pensé que el tiempo musical se había detenido. M. grabó, creció y eligió el mismo patrón que N. y todas las siglas acumuladas más unas cuantas que faltan, incluida J., la mía. Y yo seguía con la estupidez del tiempo, error generacional, de arrogancia, empeorado por la objetividad de los hechos. Madness, Blondie, los Clash, B-52, Siouxie and the Banshees, The Cure, Smiths, Stranglers, Prince, una y otra vez, sonando con sus propias voces o en ecos y plagios tan evidentes que a veces, al entrar en un club, me entra la risa.

Ya lo decía V., a quien conocí cuando él tenía treinta y pocos y yo veintimenos: ahora toca la mezcla. Entiéndase en su sentido exacto, porque la mezcla real o más bien la ausencia de prejuicios se inició precisamente con ellos y con otros, desde Sex Pistols hasta los Jam, que no vi en concierto. Pero mañana llega M., de visita, y me ha recordado que Francis Fukuyama acertó en la idea y equivocó el orden. No es que la historia haya terminado. Es que no había empezado y le dimos cuerda.


Madrid, 25 de julio.


Fotografía: Paul Weller (The Jam, Style Council). Música: Baggy Trousers (Madness).



Portada | Iberoamérica | Internacional | Derechos Humanos | Cultura | Ecología | Economía | Sociedad Ciencia y tecnología | Diálogos | Especiales | Álbum | Cartas | Directorio | Redacción | Proyecto