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La insignia
2 de febrero del 2007


Contra el charlatanismo académico


Mario Bunge
Transcripción para La Insignia: C.B.


A comienzos de la Edad Moderna, Rabelais, Bacon, Quevedo y otros se burlaron eficazmente de supersticiones tales como la astrología, la cartomancia y la necromancia. ¡Cómo se sorprenderían si vieran que hoy hay cátedras universitarias ocupadas por charlatanes similares, así como revistas y editoriales universitarias que publican sus disparates!

Esos viejos autores se escandalizarían si viesen que hoy uno puede doctorarse con una tesis escrita en la jerigonza incomprensible de una escuela esotérica, tal como el existencialismo o el descontruccionismo, o con una diatriba «postmoderna» contra la razón, la ciencia, la técnica o la posibilidad de hallar la verdad, o una disertación en favor del «pensamiento débil», o sea, carente de rigor.

También les escandalizaría a los fundadores de la modernidad comprobar que hoy hay profesores que simulan hacer ciencia, cuando de hecho sólo imitan el aspecto exterior de la misma, al par que otros simulan hacer filosofía cuando de hecho practican ideología o incluso mera prestidigitación verbal.

Otrora los impostores intelectuales tenían que ganarse su modesto pasar en la calle, donde sólo embaucaban a los que no podían pagarse una educación universitaria. Hoy pueden cobrar sueldos decorosos y embaucar a jóvenes incautos que asisten a centros universitarios creyendo que van a aprender conocimientos sólidos.

En otras palabras, en nuestras universidades no sólo hay científicos, técnicos y humanistas, sino también adversarios y malos imitadores de los mismos. A continuación exhibiré una muestra al azar de estos enemigos de ambas clases, y al final diré que medidas creo que hay que tomar para detener esas estafas culturales.

Ejemplo 1: La sociología fenomenológica, inspirada en la filosofía fenomenológica de Husserl. Según esta escuela, iniciada por Alfred Schuetz y continuada por los enometodólogos, no puede haber ciencia social propiamente dicha. No puede haberla porque la realidad social no existe de por sí, sino que es construida por el sujeto. De modo que, si por mi fuera, no habría guerras ni desocupación. Las consecuencias metodológicas son obvias: (a) el científico social no necesita hacer trabajo de campo, y (b) no puede haber verdades objetivas acerca del mundo social ni, por lo tanto, debates racionales sobre lo que sucede y sobre lo que habría que hacer. ¡Qué cómodo!

Ejemplo 2: La escuela de Francfort o teoría crítica, síntesis de hegelianismo, paleomarxismo y psicoanálisis. Esta escuela, a la que pertenecieron Adorno, Marcuse y Habermas, afirma que la ciencia y la técnica no son sino armas de dominación del capitalismo. Consecuencia práctica: quien desee combatir al capitalismo debe empezar por rechazar la ciencia y la técnica. ¡Qué felices serían los capitalistas si todos sus críticos fuesen tan obtusos como para prescindir de los hallazgos de las ciencias sociales!

Ejemplo 3: La teoría feminista radical. El feminismo político es el admirable movimiento que persigue la emancipación de la mujer. El feminismo académico es la industria que rechaza todo el conocimiento científico obtenido hasta ahora, por considerarlo una herramienta de dominación masculina: la verdad tendría sexo. Algunas empresarias de esta industria sostienen que la ciencia masculina deberá ser sustituida por una ciencia femenina (pero aún no se han puesto a la tarea, seguramente porque la guerra contra la «ciencia androcéntrica» les absorbe toda la energía). Otras, más radicales, o acaso más perezosas, afirman que toda ciencia, empezando por la lógica, es «falocéntrica» y por lo tanto enemiga de la mitad de la especie humana. ¡Desdichadas las militantes que se dejan engañar por esta industria que desacredita la noble causa feminista!

Hasta aquí tres ejemplos, entre muchos, de anticiencia académica. Hay muchos más. Y numerosas universidades prestigiosas, como Harvard y la Sorbona, ofrecen cursos sobre tales cuentos irracionalistas.

Pasemos ahora a la seudociencia académica, o sea, la que se enseña en universidades. Omitiré esta vez el psicoanálisis, la más divertida y lucrativa de las seudociencias, para no repetirme. No mencionaré sino tres ejemplos extraídos de los estudios sociales recientes.

Ejemplo 1: Probabilidades en derecho. Una nueva escuela jurídica norteamericana, nacida hace tres décadas, dice emplear el concepto de probabilidad para medir la credibilidad de litigantes y testigos, así como la posibilidad de que un jurado tome una decisión acertada. Pero la probabilidad propiamente dicha, o sea, la matemática, es totalmente ajena a los pleitos, porque la probabilidad mide el azar, y los pleitos, por accidentados que sean, no son aleatorios sino que, por el contrario, están dirigidos (bien o mal). En el mejor de los casos, la jurisprudencia probabilista da una apariencia científica a un argumento jurídico ordinario. En el peor de los casos, conduce al error judicial porque las «probabilidades» en cuestión son subjetivas y, por lo tanto, arbitrarias. ¡Ojo a la probabilidad jurídica, porque pone en peligro a la familia, la propiedad y aun la vida!

Ejemplo 2: Teoría del caos en politología. La teoría del mal llamado caos está de moda. Tanto que se considera de buen tono hablar de ella aun cuando no se entienda su meollo matemático (ciertas ecuaciones diferenciales no lineales). Por ejemplo, el conocido politólogo norteamericano James R. Rosenau sostiene que la inestabilidad y turbulencia política son similares a las inestabilidades y torbellinos de los fluidos, y que satisfacen la teoría del caos. Pero no se toman la molestia de escribir ecuaciones ni, menos aún, de resolverlas y contrastarlas con datos empíricos. ¡Desconfíese de toda mención de teorías matemáticas que no sea avalada por investigaciones matemáticas!

Ejemplo 3: Sociología constructivista-relativista de la ciencia. Esta escuela sostiene que todos los objetos que estudia la ciencia, sean moléculas, planetas o enfermedades, son hechos culturales y, más precisamente, construcciones de las comunidades científicas. Por añadidura, estás construcciones serían convencionales. O sea, no habría hechos en sí mismos ni, por consiguiente, verdades objetivas. Más aun, todo enunciado científico, aunque pertenezca a la matemática abstracta, tendría un contenido social. ¿Pruebas? No hacen falta, ya que la verdad es convencional. Basta que dos o más investigadores (o seudoinvestigadores) negocien un acuerdo para que nazca un hecho científico. Y basta que venga un grupo rival, más poderosos que el primero, para que dicho hecho deje de serlo. ¿Disparate obscurantista que aleja a los jóvenes incautos del estudio de la ciencia y de la técnica? Desde ya, pero ahora promulgado desde numerosas cátedras universitarias.

¿Qué hacer ante la embestida de los bárbaros contra la razón y la ciencia? Esta es la pregunta que nos formulamos los asistentes a un simposio internacional que se reunió recientemente en la Academia de Ciencias de Nueva York. Este simposio, titulado «La huida de la ciencia y de la razón», fue convocado por el matemático Normal Levitt y el biólogo Paul R. Gross, inquietos ante la creciente popularidad de la anticiencia y de la seudociencia en las universidades norteamericanas.

Hubo consenso en que es preciso intensificar la crítica racional de todas las modas antiintelectuales y seudointelectuales. Yo fui un poco más lejos y propuse que, además, se adopte la «Carta de los Derechos y Deberes del Profesor» que expongo a continuación:

1. Todo profesor tiene el derecho de buscar la verdad y el deber de enseñarla.

2. Todo profesor tiene tanto el derecho como el deber de cuestionar cuanto le interese, siempre que lo haga de manera racional.

3. Todo profesor tiene el derecho de cometer errores y el deber de corregirlos si los advierte.

4. Todo profesor tiene el deber de denunciar la charlatanería, se popular o académica.

5. Todo profesor tiene el derecho de discutir cualesquiera opiniones heterodoxas le interesen, siempre que esas opiniones sean discutibles racionalmente.

6. Ningún profesor tiene el derecho de exponer como verdaderas opiniones que no puede justificar, ya por la razón, ya por la experiencia.

7. Nadie tiene el derecho de ejercer a sabiendas una industria académica.

8. Nadie tiene el derecho de ejercer a sabiendas una industria académica. Todo cuerpo académico tiene el deber de adoptar y poner en práctica los estándares más rigurosos que se conocen.

9. Todo cuerpo académico tiene el deber de adoptar y poner en práctica los estándares más rigurosos que se conocen.

10. Todo cuerpo académico tiene el deber de ser intolerante tanto a la anticultura como a la cultura falsificada.

En resumen: tolerancia al error, pero intolerancia a la impostura, sobre todo cuando esta es costeada por el contribuyente. Es urgente adoptar semejante intolerancia, porque los enemigos de la ciencia y de la razón no sólo las están atacando desde fuera, sino también desde dentro de los establecimientos de investigación y enseñanza. Lo hacen amparándose en una libertad académica mal entendida. Digo «mal entendida» porque originariamente dicha libertad se ganó para proteger la búsqueda de la verdad, no para impedirla con la consigna «Todo vale».


Artículo publicado originalmente en el diario ABC, de España (1998).



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