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La insignia
22 de enero del 2007


El periodismo


Oscar Wilde
De «El alma del hombre bajo el socialismo»


A decir verdad, mucho más podría aducirse en favor de la fuerza física del público que en favor de la opinión del público. La primera puede ser espléndida. La segunda es siempre mentecata. Se dice a menudo que la fuerza no es una razón por sí sola y que, por sí misma, no demuestra nada. Pero esto no depende en absoluto de lo que se pretende demostrar. Muchos de los problemas más trascendentales de estos últimos siglos, como la continuidad del gobierno personal en Inglaterra o del feudalismo en Francia, fueron resueltos exclusivamente por medio de la fuerza física. La misma violencia de una revolución puede hacer grande y magnífico al pueblo por un momento. ¡Día fatal aquel en que el público descubrió que la pluma es más poderosa que el adoquín y puede llegar a constituir un arma tan ofensiva como el ladrillo! Inmediatamente, buscaron al periodista, lo encontraron, lo fomentaron, y acabaron haciendo de él su fámulo laborioso y bien retribuido; algo realmente lamentable, sin embargo, tanto para uno como para otro. Detrás de una barricada puede haber mucho de noble y de heroico; pero, ¿qué otra cosa hay detrás del artículo de fondo que no sean prejuicios, estupidez, puritanismo y charlatanería? Cuatro elementos que, unidos, forman una fuerza incontrastable y constituyen una nueva tiranía.

En otros tiempos, los hombres contaban con la tortura. Hoy día, la prensa ha venido a reemplazarla. Es un progreso, sin duda; pero todavía sigue siendo un organismo insuficiente, equivocado y desmoralizador. No lo recuerdo bien, mas quizá haya sido Burke quien llamó al periodismo "el cuarto poder". Ello probablemente fue cierto en aquel entonces. Pero, hoy día, tras haber engullido a los otros tres, es el único poder. Los príncipes temporales no dicen ya nada, los príncipes espirituales no tienen ya nada que decir, y la Cámara de los Comunes no tiene nada que decir y lo dice. Nos encontramos bajo la férula y el cetro del periodismo. En los Estados Unidos, el presidente reina cuatro años, y el periodismo gobierna in saecula saeculorum. Por fortuna, en Estados Unidos el periodismo ha extremado su despotismo del modo más grosero y brutal. Como una consecuencia lógica, ha empezado a crear un espíritu de rebeldía. Divierte o repugna a la gente, según el temperamento de cada uno; pero ya no es la fuerza pública positiva que era. No se le toma en serio. En Inglaterra, no habiendo llegado (excepto en unos cuantos casos sobradamente conocidos) a tal excesos de violencia, el periodismo es aún un gran factor, una potencia considerabilísima. La tiranía que trata de ejercer sobre la vida privada de la colectividad se me antoja, realmente, algo extraordinario. El hecho es que el público siente un afán insaciable de saberlo todo, menos aquello que vale la pena saberse. El periodismo, consciente de ello, y con sus costumbres comerciales, atiende y provee a la demanda. Antaño, hace pocos siglos, el público clavaba a los periodistas por las orejas en la picota, cosa indudablemente abominable. Hoy día, son los periodistas los que clavan sus propias orejas al agujero de las cerraduras, cosa esta mucho más abominable todavía. Y lo peor es que los periodistas más dignos de censura son los periodistas festivos que escriben para eso que llamamos «prensa mundana» o «de sociedad». No; los más nocivos son los periodistas serios y reflexivos que, con toda solemnidad, como ocurre ahora mismo, ponen ante los ojos del público un incidente cualquiera de la vida privada de un gran estadista, de un hombre que es, a la par que un jefe del pensamiento político, un creador de fuerzas políticas; invitando al público a que discuta por cuenta propia el incidente y ejerza su autoridad sobre el particular; a que dé su opinión y hasta a que la ponga en acción, imponiendo su voluntad al hombre en cuestión, a su partido y a su país; en suma, poniéndose en ridículo y haciendo todo el daño de que se pueda ser capaz.

Pero la vida privada, lo mismo de los hombres que de las mujeres, es algo que no debe ser rebelado al público. Éste no tiene absolutamente nada que ver con ella. En Francia, por lo menos, se hallan en bastante mejor situación a este respecto. No permiten que los detalles de los procesos de divorcio se hagan públicos para recreo o indignación de la masa. Lo único que se pone en conocimiento del público es que ha tenido lugar el divorcio, concedido a petición de tal o cual parte, o de ambas, según el caso. Sí; en Francia ponen un límite al periodista, y dejan, en cambio, una libertad casi absoluta al artista. Aquí, por el contrario, concedemos una libertad completa al periodista y restringimos severamente el campo del artista. La opinión pública inglesa trata, como quien dice, de desanimar al hombre que se consagra a la creación de la belleza, levantando en su camino toda suerte de obstáculos; y obliga, en cambio, al periodista, a detallar minuciosamente todo lo que es feo o repulsivo; a tal extremo, que tenemos los periodistas más honestos y los periódicos más indecentes del mundo. Y no es exagerado hablar aquí de coacción, pues, aunque acaso haya algunos periodistas a quienes les complace en sus adentros la divulgación de las cosas feas y repulsivas, o que, a causa de su indigencia, consideran los escándalos y la difamación como una especie de fuente permanente de ingresos, estoy seguro de que hay también otros periodistas, educados y cultos, a quienes les repugna profundamente la publicación de semejantes horrores y saben de sobra que es una vileza, cometiéndola exclusivamente porque las condiciones de inmoralidad en que se desenvuelve su trabajo les obliga a dar al público lo que el público pide y a competir con los otros periodistas en la oferta, satisfaciendo lo mejor posible los apetitos bestiales del que paga. Situación, por otra parte, degradante para todo hombre de mediana sensibilidad y cultura; y así lo siente, sin duda, la mayoría de ellos.



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