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La insignia
20 de enero del 2007


A fuego lento

Sólo al diablo le conviene
que no se hable del diablo


Mario Roberto Morales
La Insignia. Guatemala, enero del 2007.


Leyendo algunos pasajes del libro "Aspectos elementales de la insurrección campesina en la India colonial", de Ranajit Guha (Oxford University Press, Delhi, 1983), compruebo una vez más que, al realizar una "lectura al revés" de los discursos autoritarios, con la intención de sacar conclusiones respecto de la conciencia de los dominados mediante el operativo de darle la vuelta del calcetín a los enunciados de los dominadores, se corre un riesgo terrible: el de dar por sentada la "validez" de "lo" subalterno, la "bondad natural" de su conciencia y sus reivindicaciones, sin considerar que, así como la conciencia subalterna puede deducirse, mediante una lectura al revés, de la conciencia dominante porque aquélla es, en buena medida, resultado contradictorio de ésta, precisamente por eso la conciencia subalterna puede acusar muchos de los rasgos "negativos" de la conciencia dominante y, por tanto, su análisis debe estar sujeto también a la crítica deconstructiva y no sólo a la exaltación constructivista, de suyo pater(mater)nalista y, claro, dominante, toda vez que por lo general es hecha por elites intelectuales "solidarias" con la subalternidad o por intelectuales orgánicos de los subalternos, quienes lo son por haber salido de la subalternidad y accedido a la cultura del dominador.

En su libro, Guha estudia los movimientos insurreccionales campesinos anteriores a las formas de rebelión o insurgencia "organizadas", "conscientes", deliberadamente políticas e inscritas en proyectos construidos como el nacionalismo o el socialismo. Trata de probar que la supuesta "espontaneidad" de tales movimientos, entendiendo el término espontaneidad como sinónimo de acción inconciente y prepolítica, no es tal y que existe una "lógica insurgente", la cual (por no estar escrita en ninguna parte) puede deducirse de la lógica contrainsurgente, que sí está registrada como discurso dominante en todos los medios imaginables. Y es en esta encrucijada metodológica en donde surge el problema que esbocé arriba: no podemos caer en una reproducción del binarismo maniqueo racionalista que adjudica el bien o el mal a los sujetos en pugna a la hora de teorizar sobre la subalternidad, eximiéndola de todo error, de toda desviación, al colocarla en un espacio al margen no ya de la centralidad de la dominación, sino de la humanidad de los seres humanos (valga la redundancia). Pero claro, el pater(mater)nalismo es también una ideología dominante muy difícil de remontar, y por eso nos resulta tan fácil y catártico cuanto expiatorio, adjudicarle al subalterno todas las bondades humanas al grado de postularlo como paradigmático frente al maligno y decadente "hombre occidental". Vaya suerte de culposidad dominante.

Pero a lo que quería llegar es a que, leyendo a Guha, me acordé de que Severo Martínez, en su libro "La patria del criollo", estableció que en algo así como en 770 pueblos de indios (si la memoria no me falla) se registró un motín al mes durante dos siglos en la Guatemala colonial, hecho que llevó a Severo a postular que el motín de indios fue allí la más alta expresión de la lucha de clases durante la Colonia. Y luego reflexioné sobre que, después del siglo XIX, el motín, la rebelión, la insurgencia espontánea del campesinado indígena vuelve a cobrar forma -esta vez organizada alrededor de un proyecto mestizo de revolución- hasta la segunda mitad del siglo XX, con la incorporación masiva de indígenas a la guerra de guerrillas de la URNG, por la vía de Acción Católica. El desenlace de estos hechos es conocido, así como lo es la lógica contrainsurgente que los desencadenó y que llevó a la masacre de más de 150.000 de esos indígenas. Las consecuencias de ese desenlace marcan la vida política del país en muchos aspectos todavía, porque las problemáticas de refugiados, retornados y repatriados ilustra la convulsión poblacional, ideológica, que es el caldo de cultivo de los señalados problemas de hoy día, a saber: la violencia y la delincuencia común, las economías informales, las hibridaciones culturales, etc.

Ahora bien, sería interesante preguntarse qué resultados obtendríamos si -retomando a Guha- nosotros leyéramos al revés la lógica contrainsurgente guatemalteca con el fin de poder leer la lógica insurgente.

Lo primero que salta a la vista es que, en este caso reciente, la insurgencia sí tuvo discurso propio, por lo que se puede acudir a él para establecer su lógica. Los motines de indios sí podrían leerse leyendo al revés el discurso colonial, y de nuevo Severo Martínez resulta imprescindible en esta tarea con su libro "Motines de indios". Pero para leer la lógica insurgente y la contrainsurgente de la segunda mitad del siglo XX en Guatemala, es necesario algo más que una lectura al revés del discurso dominante: es necesaria también una lectura al revés del discurso autoritario subalterno, sea este revolucionario, indianista, indigenista, cristiano, etc.

¿Que no puede existir un discurso autoritario subalterno? ¿Que no puede existir autoritarismo en conglomerados dominados, sólo por el hecho de que no ocupan una posición de poder en la estructura política y social y que, por esta razón, no están en posición de ejercer sexismo, racismo e, incluso, explotación? Permítanme dudarlo.

Guha establece que la insurgencia como acto mismo de rebelión, por inconsciente y espontáneo que éste pueda ser, siempre lleva implícita cierta conciencia del insurgente respecto de su situación y de los cambios que quiere introducir en la misma mediante su acto insurgente. Por ello, Guha adjudica al término insurgencia una connotación cognitiva, política e ideológica propia de la subalternidad y opuesta a la dominación, con lo que busca dotar al sujeto subalterno de una autonomía de conciencia respecto de su dominador. Esta autonomía, si es plena, es humana y, por tanto, sujeta a errores.

El libro de Guha es de 1983, y en los años 90, el desconstruccionismo se viene aplicando también al discurso de los intelectuales orgánicos de los subalternos, pues -como estableció otra intelectual india, Gayatri Spivak- el subalterno no puede hablar, ya que cuando lo hace deja de ser subalterno y se convierte en intelectual orgánico de los subalternos: un intelectual que se vale de la cultura dominante para luchar por la autonomía y los derechos de los dominados con la finalidad de que -como él o ella- dejen de serlo. Pienso en Rigoberta Menchú.

Pero, a pesar de que Guha escribe esto en los años 80, su lucidez no lo deja pasar por alto que los proyectos políticos de la intelectualidad orgánica están sujetos a la descomposición. Su fe en los subalternos, sin embargo, es casi total y todavía no parece vislumbrar la posibilidad -y necesidad- de desconstruir también el discurso subalterno para poder ir construyendo una alternativa utópica libre --en lo posible-- de demagogias. Por todo esto, dice:

"...incluso cuando el sectarismo corrupto ha suplantado a la conciencia de clase como contenido de la violencia de las masas, éstas siguen acusando algunos de los rasgos distintivos de la insurgencia en su forma: en los medios y las maneras de movilización…" (Traducción mía).

El entusiasmo de Guha lo hace condenar a las vanguardias de intelectuales orgánicos y salvar frente ellas a los subalternos, a quienes sólo puede "leer" leyendo al revés el discurso de sus enemigos. Para aclarar: si el subalterno -como tal- no puede hablar sino sólo lo puede hacer su intelectual orgánico, y eso a costa de dejar de ser subalterno, entonces cuando hablamos de discurso subalterno y de la necesidad de desconstruirlo para ir creando una alternativa utópica libre de demagogias, estamos hablando del discurso de los intelectuales orgánicos de los subalternos. La crítica, la deconstrucción de este discurso es un paso imprescindible para superar justamente el peligro no sólo de idealizar a la subalternidad pater(mater)nalistamente, sino para evitar que, como dice Guha, el sectarismo corrupto suplante la conciencia de clase (y/o étnica) como contenido (ya no de la violencia sino) de la acción política de masas.

¿Es muy difícil ver que estoy tratando de fundamentar la necesidad de la crítica de la izquierda, así como, en general, de la crítica de la discursividad subalterna o de la subalternidad, como por ejemplo la crítica de los discursos indianistas, indigenistas, feministas y demás? No lo creo. ¿Es este planteamiento un planteamiento de derecha? No lo creo. La derecha sólo se ocupa del subalterno como peligro para justificar su acción contrainsurgente. En cuanto a la izquierda tradicional, que suplantó la conciencia de clase con el sectarismo corrupto, le puede ser adjudicado el viejo precepto esotérico según el cual, al referirse a las religiones tradicionales como unilaterales porque sólo plantean el bien como practicable y al mal lo intentan ignorar, afirma que: "sólo al Diablo le conviene que nunca se hable del Diablo" porque eso le resulta imprescindible para seguir existiendo como Diablo.

Mientras tanto, la búsqueda desprejuiciada de una reformulación de la utopía dentro de las posibilidades de un realismo político que rescate a la izquierda de su vocación de marginalidad sectaria tradicional, sigue avanzando. Guha y los académicos del Grupo de Estudios Subalternos de Asia han sido punta de lanza en esta tarea.

En otras palabras, lo que procede no es ni Dios ni el Diablo, sino el hombre como espacio de lucha entre Dios y el Diablo. O entre dioses y diablos. El sectarismo corrupto sólo podría integrarse a estos esfuerzos desintegrándose como lo que ha sido e incorporándose, como conjunto de individualidades, a un esfuerzo colectivo que ya rebasó con mucho sus capacidades políticas y de entendimiento, tal y como claramente lo ha dejado demostrado la historia reciente a partir de los desenlaces contrainsurgentes, tan amargos en consecuencias para la otrora espontánea insurgencia.


Pittsburgh, invierno de 1995.



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