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12 de enero del 2007 |
Jesús Gómez Gutiérrez
«No hay que multiplicar los entes más de lo necesario» (1); o si lo prefieren, la explicación más sencilla suele ser la correcta. Es el principio de economía de Guillermo de Occam, la famosa navaja o cuchilla de Occam. Y puestos a aplicar su filo con intención desmitificadora, ni la frase ni la expresión son del «venerable principiante»: la primera se debe a Johannes Clauberg, a quien también debemos la latinización del término «ontología»; la segunda, se atribuye a Bertrand Russell.
Todas las patrañas intelectuales, desde la astrología hasta la quiromancia, pasando por el psicoanálisis, violan el principio de Occam y unos cuantos más de la biblioteca de la cultura que llamamos ciencia. Son «pseudociencia», basurilla a cuento del irracionalismo, la confusión y bastantes estafadores, que se pretende científica. Las religiones encajan en la definición cuando se salen de su principio común, el acto de fe, y suplantan el espacio del conocimiento. Pero si exceptuamos este último caso, de peligros evidentes, y la fiebre que les ha entrado a algunos por encontrar una teoría general libertadora en las cosmovisiones andinas (el Tibet se ha pasado de moda), no hay sociedad que no pueda condenarlas a la marginalidad con información y voluntad política. Para desgracia de la especie, la ciencia no es ajena a las supercherías. Económicamente interesadas, por supuesto; y a veces mortalmente interesadas. Todos pensarán de inmediato en la medicina; no sólo por el camino de la investigación y producción de fármacos, sino en el propio proceso de la investigación en general, limitada con frecuencia -en lo que se investiga y en lo que no se investiga- a los objetivos del capital que la financia. Fraude, mala praxis, destrucción de los principios deontológicos más elementales y finalmente, si fallan los mecanismos públicos de control, destrucción de la propia metodología científica y creación de «islas» de pseudociencia. Sin embargo, los casos de perversión de la medicina no se llevarían el primer premio en la lista de obstáculos al conocimiento. Tampoco debemos buscar en otras disciplinas como la física y las matemáticas, cuyos peores desaguisados no suelen causar víctimas fuera de las revistas académicas. El primer premio le corresponde, inevitablemente, por la materia principal de su estudio y por el hecho derivado de que todavía hoy se encuentran en pañales, a determinadas ciencias sociales. En concreto, sociología y antropología. Porque los fraudes de la economía, madre de todos, hermana mayor de las ciencias y organizadora del certamen donde compiten el resto, no guardan relación alguna con su grado de desarrollo. «No se debe introducir innecesariamente pluralidad», insiste Occam sin intermediarios (2). Desde la antropología y la sociología, cualquier día es bueno para los pies del gato. Sobra decir que ambas son razonablemente inocentes de los disparates que se extienden en su nombre; que varias ramas ni siquiera hayan conseguido un corpus tan atractivo como el de la ornitomancia, arte adivinatoria de los antiguos griegos consistente en contemplar las aves para predecir el futuro, no quiere decir, en modo alguno, que ésa sea toda la realidad ni que dichas ramas no puedan refinar el engaño con más años y más presupuesto. Vivimos en un mundo disociado, de velocidades y tiempos históricos múltiples. Unos están en el siglo XXI y otros en puntos anteriores al absolutismo, aunque nada impide que los primeros vivan en el XIX en materia de derechos y los segundos utilicen reproductores de mp3 en pleno Amazonas o bajo el látigo de un jeque árabe. Naturalmente, esta afirmación es indecorosa para los que creen que no son tiempos, o tramos evolutivos de una misma escalera universal, sino «identidades culturales». Pero no voy a entrar en la mentalidad infantil, cuando no abiertamente cínica, de tales individuos. Con el recordatorio de la disociación sólo pretendo recordar a los optimistas que el mundo camina más despacio que ellos. Los que pensaban que intervenciones como la de Alan Sokal y su brillante «Imposturas intelectuales» habían dañado ese edificio, se equivocan. Como mucho, se ha producido una ocultación de las tonterías más obvias, una reformulación estética del vacío del relativismo cultural, del postestructuralismo, de la reciente aventura con los fundamentalismos, etc. Y no vale con salirse por la tangente con la improcedencia, indiscutible, de comparar ciencias naturales y ciencias sociales; que las segundas no puedan tener ni siquiera los sistemas de control del fraude que tienen las primeras no justifica que demos por buena la situación. Queda un último punto, que también estaba entre las preocupaciones de Sokal y que comparto. Por el desprecio de la ciencia se llega a derechas tan sólidas como por cualquier otro camino; pero no hay, es imposible que haya, izquierda sin ciencia. Cuando la izquierda se atraganta con expresiones como «etnocentrismo» y «conflicto de culturas», cuando se abona al irracionalismo por considerarlo aprovechable, es lo que la explicación más sencilla dice que es: grupo de interés en defensa de una poltrona. Es decir, derecha. Madrid, 10 de enero.
(1) Entia non sunt multiplicanda praeter necessitatem. Recogida por Clauberg |
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