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La insignia
4 de enero del 2007


Jaime Rázuri, secuestrado en Gaza


Rocío Silva Santisteban
La Insignia. Perú, enero del 2007.


Jaime Rázuri

No recuerdo cuándo fue la primera vez que vi a Momimo, ni quién me contó que le decían así, pero sí lo que me impresionó de su figura: era muy joven para tener canas, aunque las llevaba de una manera muy distinguida, en su pelo enrulado y su aire distante. Además, como tiene los ojos extrañamente hondos, en esa época de la dorada juventud, y aún ahora, luce un aspecto ligeramente árabe.

Lo conocí durante los años ochenta en la Universidad de Lima; sin duda, en esos pasillos del pabellón C, donde él trabajaba como jefe de práctica de algún curso de fotografía. Yo me deslizaba del pabellón de Derecho al otro, sólo con la intención de tener amigos menos formales, por eso nunca me enseñó. Luego, metidos ambos en este juego del periodismo, él desde las alturas de los fotógrafos de guerra, yo desde el desnivel de los inactuales, pudimos mantener muchas conversaciones ocasionales en más de una conferencia de prensa.

Hace más de un año, cuando regresé de una larga estadía fuera del país, lo encontré nuevamente en una de las innumerables actividades vinculadas con la fotografía y le comenté de mi interés por el tema de las mujeres víctimas de violencia en conflictos armados. Yo sabía perfectamente que muchas de sus mejores fotografías las había tomado en Ayacucho, en Lima, en las universidades públicas cuando fueron prácticamente tomadas por Sendero Luminoso, en las zonas duras, frente a los descubrimientos de los antropólogos forenses de las fosas comunes. Casi cualquier fotógrafo peruano o extranjero residente durante la década de 1980, que no se haya dedicado a modas o fotos de sociales, tiene en su haber un cadáver, una matanza, los vestigios de un coche bomba o las imágenes de los desesperados, de los marginales, de los desposeídos.

Jaime Rázuri estuvo en el frente, apertrechado de rollos y cámaras analógicas, pero también de tranquilidad y jamás de distancia, porque como él mismo señaló en una conferencia que dio durante el proceso de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación: "todo, absolutamente todo lo que fotografiamos, lejos de ser un hecho externo a nosotros, y de convertirse a la vez en una foto fuerte por ser el mero registro de un acontecimiento fuerte, se ubica también dentro de nosotros, entra por los poros. Nada nos sustrae del sentir, del identificarnos más o menos frente a lo que vemos. Es éste el ingrediente que genera precisamente que el acontecimiento se convierta en una imagen fotográfica poderosa".

Una de las fotos que más recuerdo de Momimo, o Momo, pues ya pocos se atreven al diminutivo, o Jaime Rázuri como lo llaman las noticias del New York Times, es de una ventana posterior de una destartalada combi en medio del tráfago y caos urbano, rota pero parchada, a través de la cual se puede ver, corriendo, a una madre que cruza la avenida con su hija. Una clara alegoría del sentir de muchos peruanos durante aquellos años. Una imagen que congela por su cotidianidad, su simpleza, su certero dolor en el centro de la pupila.

Esa tarde, hace más de muchos meses, cuando le comentaba a Jaime Rázuri de mis afanes por las mujeres que fueron violadas por los grupos en armas, se entusiasmó con el proyecto e incluso me habló de uno suyo, muy personal: fotografías de portadores de VIH y enfermos de SIDA en las zonas de los cordones de pobreza de Lima. Me contó que hacía poco que había muerto uno de los que había fotografiado continuamente, pero que a pesar de tal hecho, y de los que vendrían luego, sentía que no había terminado el trabajo; que necesitaba fotografiar más. Eso me llamó la atención y no sé por qué insistí, pensando quizás en lo difícil que sería para mí mantener un proyecto sobre esa cuestión durante varios años seguidos: "pero, ¿estás seguro?". Afirmó, sencillamente, que sí. Estaba convencido de que faltaba algo a pesar de las numerosas fotos que iba acumulando sobre el tema.

Buscando en Internet, encuentro un cita enana de un texto suyo; lo que me quiso decir con esa seguridad: sentía que faltaba la imagen que pudiera transmitir, a los otros, la esencia de ese mal que carcome a los cuerpos desde adentro. "Presenciar el alma del propio mal, su esencia, no nos puede conducir a otro lugar que a tratar de hacer algo con lo que está en nuestras manos" escribió. Y eso es lo único que pretendo hacer con esto, Momimo, escribir para suplir la impotencia, el no saber qué hacer además de asistir a las vigilias, de firmar cartas, de llenar el blog que tus amigos han abierto con saludos y esperanzas. Escribir es lo único que se me ocurre para atravesar el mal y esperar que se evapore en el aire. Y que regreses.



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