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19 de diciembre del 2007

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Cultura

Utopía y neoliberalismo


Mario Roberto Morales
La Insignia. Puerto Rico, diciembre del 2007.

 

Mientras esperábamos la cena en el restaurante de la librería Books & Books, en Miami, me levanté de la mesa para revisar los títulos en los estantes y me encontré con una curiosa edición en inglés de la Utopía de Tomás Moro, al increíble precio de dos dólares. Mi hermana, mi cuñado, mi nieta mayor y yo habíamos llegado de Tampa ese mismo día a visitar a mi sobrino Paolo en Coral Gables, y a las seis de la tarde el hambre apretó tanto que decidimos comer una cena gringa y tempranera.

Al día siguiente, en el avión hacia San Juan, Puerto Rico, releí las primeras quince páginas de ese lúcido ensayo, hecho por quien prefirió morir decapitado en lugar de acceder a los caprichos de Enrique VIII, y cuyas últimas palabras fueron: "Muero siendo un buen siervo del rey pero, primero, de Dios". Su amigo, Erasmo de Rotterdam, autor de ese otro agudo ensayo satírico del Renacimiento, Elogio de la locura, impulsó la publicación de la Utopía en Bélgica, en 1516, convencido de que aquel libro irónico exponía a cabalidad el origen verdadero de todos los males políticos.

Ambos pensadores reflexionaron sobre la opresión que las instituciones de poder ejercían sobre los individuos, distorsionando su percepción del mundo. Y lo hicieron como individuos, a pesar de sus filiaciones y lealtades religiosas.

Esto me hizo pensar en el argumento neoliberal de que el Estado siempre ha sido el factor coartador de la libertad individual y que, por ello, deben ser los individuos quienes decidan el curso de la economía, impidiendo que el Estado regule los movimientos del mercado. Suena bien, sobre todo si para apuntalar el argumento se invoca a John Locke, Montesquieu, David Hume, Adam Smith y John Stuart Mill, entre otros creadores del ideario liberal. El problema surge cuando las libertades individuales y la responsabilidad individual se ofrecen como sustitutas (y no como complementarias) del bien público o bien común, y este último se identifica con el Estado que oprime a las dos primeras. Y surge porque la doctrina liberal se reduce de esta manera a un antiestatalismo empresarialista que opone la primacía del capital privado a las necesidades sociales, y condena a las masas a esperar el "goteo" de la riqueza que se apropian las elites de poder económico.

Lejos, pues, de solucionar el problema de la opresión del Estado sobre el individuo, esta readecuación del ideario liberal a las necesidades empresariales de las oligarquías transnacionales, sólo sustituye una opresión por otra: la del Estado por la del empresariado oligárquico. A esto se le llama neoliberalismo, capitalismo salvaje y capitalismo corporativo transnacional. Y es el que hasta ahora ha regido la globalización.

Esta ideología empresarialista no admite la noción de utopía en su léxico, pues su lógica económica se limita a postular que la utopía ha sido ya alcanzada por los países que han reducido el Estado a una oficina gerencial que hace cumplir la majestad de una ley que ampara a la gran empresa privada por encima de la mediana y pequeña empresas, y a concluir en que, fuera de esto, no existe alternativa para el desarrollo y el bienestar social.

Al oponerse a la pena de muerte para los ladrones, Tomás Moro decía -mientras yo aterrizaba en el Puerto Rico de la Negra- que ante un pueblo en la miseria "es vano alardear sobre la severidad para castigar el robo, porque (…) ¿qué más se puede concluir sino que creáis ladrones para luego castigarlos?"


Mayagüez, 17 de diciembre del 2007.

 

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