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19 de diciembre del 2007

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Cultura

El negro ruido de la furia


Paul Medrano
La Insignia. México, diciembre del 2007.

 

En El ruido y la furia, publicada en 1929, William Faulkner muestra un lenguaje narrativo comparable con los registros de una cámara: en la primera sección de esta singular novela, Benjy nos proporciona un punto de vista de todas las acciones pero sin presentar una reacción a las mismas. Sólo registra acontecimientos. Como un lente. Si pudieran musicalizarse las tomas de Benjy, el candidato idóneo para tal fin sería sin duda Black Dice, tal vez la entidad musical más compleja y fascinante de la actualidad.

Compañeros de grupos como Animal Collective, Sightings, Double Leopards o Wolf Eyes, representantes de un rock experimental que goza de inmejorable salud, Aaron Warren, Bjor y Eric Copeland hacen música de sonidos, atmósferas y ruidos que a vuelo de pájaro, puede hacernos pensar que nuestro aparato reproductor ha sido interferido por la frecuencia de algún satélite.

Formada durante la primavera de 1997 en la Escuela de Diseño de Rhode Island, una de las instituciones artísticas más importantes de Estados Unidos, este trío ahora avecinado en Brooklyn (Nueva York), empezó como empiezan todos: jóvenes armados con instrumentos y con muchas ganas de que alguien los oiga.

En sus inicios fueron una más de las miles de bandas de rockcito gringo. Dedicaron cuatro años al machacante punk y hardcore californiano. Pero hubo algo o alguien que cambió el rumbo de su energía (metamorfosis en la que también sustituyeron algunos miembros). Fue un cambio gradual, dijo Aaron Warren, y encontraron su camino en esa música huidiza, de definición difícil pero inmensamente recompensante que hacen hoy en día.

Tras una sesión de Black Dice, el escucha novato seguramente se sentirá capaz de hacer música con un refrigerador y un horno de micro ondas conectados a su computadora. Para el melómano, la sorpresa se disipa al conocer un poco más a fondo su propuesta. Porque lo que hace Black Dice, es cierto, tiene algo complejo, ambiguo y raro, pero no evita que por alguna razón desconocida mueva nuestros circuitos internos y los dilate hasta llegar a la emoción.

La existencia del ser urbano podría compararse con un hilo, cuya madeja se va entrelazando con sus amigos, vecinos, parejas, compañeros de trabajo y todas esas miles de hebras con las que se topa un individuo en su diario trajín. Todos esos hilos llevan una carga de sonidos y ruidos. Su unión posiblemente suene como a Black Dice. De ahí que haya algo en sus discos que nos mantiene con la oreja en cada tema.

Lo que hacen estos chicos bien podría ser música para toda una vida, bajo la premisa de que la mía podría terminar antes de que el lector termine esta columna. Creature comforts (2004), por ejemplo, podría servir como fondo cuando en Pudor, de Santiago Roncagliolo, un niño - Sergio- empieza a narrar la muerte de su abuela en un hospital. Para él la muerte no representa algo triste, sino más bien, algo decepcionante: el deceso impedirá que su padre lo lleve a Disneylandia. El segundo corte será el contexto ideal para las imágenes que muestra la cámara: Alfredo, el padre de Sergio, se entera que le quedan seis meses de vida.

Porque este trío neoyorquino hace música urbana, Beaches & canyons (su primer larga duración editado en 2002) puede escucharse entre línea y línea mientras se adentra en los miedos y las pasiones de Benito Torrentera, el protagonista de Lodo, de Guillermo Fadanelli. Broken ear record (2005) por su parte, coronaría excelsamente la bacanal sangrienta y surrealista en la que convergen los personajes de La última nochevieja de la humanidad, de Niccoló Ammaniti.

Para unos será ruido sin ton ni son, pero los que los que tienen la paciencia de ir más allá descubrirán que Black Dice es el resultado vivo de la falta de áreas verdes en cualquier orbe. El grupo es una válvula de escape -casi imperceptible ante el grueso del bombardeo televisivo-musical- para entretener y alegrar el alma, acostumbrada al bullicio, pero temerosa de los silencios profundos del campo.

Con 8 larga duración bajo el brazo y una cifra similar de epés, este trío se agazapa detrás de una muralla de amplificadores, instrumentos musicales y cuanto cachivache pueda emitir algún sonido. Esa es su protección de la cobertura de los canales musicales, de las revistas de caras lindas que tocan los éxitos del momentos, de las discotecas que tocan aburridos beats y de las listas de popularidad.

Con su disco más reciente, Load blown (2007), se percibe la madurez de un estilo que ha abierto un espacio a base de constancia y fidelidad. Su música oscila en un espacio intangible. Es una fotografía del murmullo. Sonidos irreconocibles y notas distorsionadas en temas cuya extensión la definen ellos mismos, no el tamaño de un sencillo que pueda sonar en la radio.

Hace dos meses, la revista Death Rock Star preguntó a Eric Copeland cuál sería el escenario perfecto para escuchar uno de sus discos de la etapa experimental, a lo que respondió: "sentarse en una gran habitación con grandes ventanales; muy arriba en cualquier parte, con un gran sistema de sonido tocando el cedé sin interrupciones. Eso sería perfecto".

Black Dice, es pues, una utopía madurada en la nostalgia por la libertad cuando se vive atrapado en la selva de cemento. Por eso las percusiones tribales, las voces inarticuladas que hablan una lengua sin nombre, la contradicción adueñándose de un universo plagado de dilaciones y repeticiones, explotan en súbitos arranques de furia eléctrica, ruidos armónicos, similares a una sinfonía marina.

Tal vez, el origen del título de la novela de Faulkner sea una explicación más breve de la obra musical de este trío: un soliloquio del acto 5, escena 5 del Macbeth de Shakespeare:

"Y después ya no se oye más.
Es un cuento relatado por un idiota lleno de ruido y furia,
sin ningún significado".

 

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