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7 de agosto del 2007

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Alterglobalización
Cursos de verano de la Universidad Complutense de Madrid

¿Es posible la negociación colectiva supracional?


Cecilia Sanz Fernández
La Insignia*. España, agosto de 2007.

 

El corolario de la democracia industrial es la negociación colectiva. Las relaciones laborales empezaron a desarrollarse democráticamente a partir de que se les reconociera a los trabajadores su derecho a defender colectivamente sus intereses para mejorar las condiciones de trabajo. Inherente al ejercicio de tal derecho es la libre elección de representantes y la formación de sindicatos democráticos, esto es, la libertad sindical.

A su vez, la negociación colectiva ha sido y es, un catalizador determinante del avance continuado que se ha venido registrando en la participación democrática de los trabajadores en todos los niveles de las actividades productivas. Así, a medida que los convenios abarcaban nuevas materias enriqueciendo sus contenidos, se producía también una ampliación del derecho de los trabajadores, a través de su representación sindical, trascendiendo paulatinamente de la estricta fijación del precio del trabajo o salario directo para ir interviniendo cada vez en más espacios de la organización del trabajo que determinan su valor: clasificación profesional, métodos y tiempos de las distintas fases de la producción, reglamentos sancionadores, seguridad y salud laboral, jornada, etc. Es decir, la contratación colectiva es un inductor de democracia en la empresa. De igual modo, ha sido y es un difusor de la democracia industrial más allá de las empresas, extendiéndola a los sectores productivos en áreas geoeconómicas cada vez más amplias de la mano de los convenios sectoriales. Y en tanto en cuanto encauza democráticamente el conflicto de intereses, es una componente indisociable de la democracia misma en cualquier sociedad del mundo actual donde la mayoría de los ciudadanos participan en la producción de bienes y servicios, sus representantes convienen entre si la generación creciente de riqueza y su distribución inicial entre capital y trabajo en el seno de las empresas y en los sectores de actividad e intervienen en su redistribución social a través de las políticas públicas que se conciertan con los poderes político-administrativos.

Pero esta interacción entre democracia industrial y negociación colectiva no se limita al campo de las relaciones laborales. También ha tenido y tiene una gran influencia en la modernización organizativa y tecnológica, puesto que la tensión contractual para la constante mejora de las condiciones de trabajo ha sido un acicate de primer orden para la progresiva adecuación de las organizaciones de trabajo, a fin de lograr una mayor eficiencia en la utilización del factor trabajo. Simultáneamente, ha estimulado la aplicación de las innovaciones tecnológicas a los procesos productivos para obtener mayores rendimientos en la utilización de ambos factores de producción, del capital, abocándolo a una periódica renovación de los bienes de equipo y del trabajo, cuyos rendimientos se van optimizando con la dinámica que lleva desde procesos intensivos en mano de obra a otros que incorporan mayor valor añadido tecnológico. De otro modo podría resumirse lo anterior afirmando que la negociación colectiva es un vector que contribuye simultáneamente al fortalecimiento de la democracia y al desarrollo económico.


La negociación colectiva en el contexto de la globalizacion

El mayor avance de la economía se produjo en sociedades libres y democráticas, de tal forma que las mayores potencias mundiales, EE.UU., Europa Occidental y Japón, no habrían logrado sus elevados niveles de desarrollo si sus agentes económicos y sociales no hubieran podido tomar sus decisiones en libertad y con la seguridad jurídica que procura el Estado Democrático y de Derecho, regulando entre otras cosas el funcionamiento de los mercados para asegurar en lo posible el respeto a las más elementales normas de competencia, o la reasignación de los recursos con la equidad de que carece el mercado por sí solo. Pero si hasta hace apenas un par de decenios podía constatarse lo anterior, que el progreso económico venía favorecido por el fortalecimiento de la democracia y que la combinación de ambas, economía y democracia contribuían al avance de la equidad social(cabe recordar que tras la 2ª guerra mundial, al alumbrar en Breton Woods las nuevas instituciones financieras, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, la comunidad internacional allí reunida acordaba vincular el desarrollo económico a la expansión de la democracia por todo el mundo), ahora se impone una terrible paradoja en el proceso de globalización o de ?mundialización de los mercados?, como prefieren denominar algunos el proceso de internacionalización de la economía que estamos viviendo, como es la de que el desnivel entre mercado y democracia es cada vez mayor en detrimento de la segunda componente del binomio. Aún más, la extensión de los mercados a escala planetaria se promueve rompiendo la relación entre ambos pilares, bajo el ideologizado discurso sobre la desregulación de los derechos socio-laborales básicos y la erradicación de los sindicatos como condición necesaria para atraer inversiones, encontrando el marco más paradigmático para todo ello en países como China donde bajo un poder político dictatorial se ofrece mano de obra abundante, muy barata y sin derechos.

Tras unos primeros años de descoordinación e incluso contradicciones entre fuerzas políticas progresistas, las organizaciones sindicales internacionales y los movimientos sociales que dieron en llamarse al principio antiglobalización y ahora autodenominados altermundialistas, se han producido alentadores procesos de convergencia entre todos ellos coincidiendo en una tesis central: la alternativa al modelo globalizador en marcha no puede limitarse a la simple resistencia sino que debe orientarse a la universalización de la democracia, la lucha en defensa de los derechos humanos, civiles y sociales en todas las latitudes del mundo y por un modelo de desarrollo sostenible en términos medioambientales, sociales y políticos, como única vía para preservar la habitabilidad del planeta, para promover la equidad en la distribución internacional del trabajo y de la riqueza, así como para fomentar la convivencia pacífica entre las distintas culturas y civilizaciones que pueblan la Tierra.

Dentro de esa perspectiva general parece obvio que al movimiento sindical le corresponde la promoción de los derechos y la defensa de los intereses de los trabajadores en el mismo espacio que opera el mercado, esto es, a escala mundial. Un compromiso global e ineludible para los sindicatos y su flamante nueva organización global, La Confederación Sindical Internacional (CSI). Un alentador ejercicio de unificación con grandes posibilidades pero que más allá de atender los comprensiblemente complicados encajes organizativos que todo entramado de esa envergadura comporta, debería sin embargo acelerar la elaboración de una estrategia global y ponerla en práctica desplegando cuanto antes sus potencialidades representativas, de interlocución ante las instituciones mundiales públicas y privadas y llegado el caso su capacidad de movilización. Uno de los ámbitos de urgente aplicación de esa estrategia global es la ?empresa global?. Son innumerables los casos que podrían citarse de éste tipo de empresas de casi todos los sectores de actividad, que operan en los cinco continentes con políticas empresariales y socio-laborales muy versátiles, adaptables a las diversas circunstancias de las regiones en las que se han instalado pero con centros de decisión estratégicos ante los que debe forzarse una interlocución sindical igualmente global. En el sector que me es más familiar, el Agroalimentario, puedo referirme por ejemplo a multinacionales como la Nestlé que ha puesto en marcha el programa globe para todas sus plantas en el mundo, en total 170, de las que 83 son propiamente Nestlé y las 87 restantes de co-envasado. Mediante dicho plan centraliza los sistemas de evaluación de los costes de producción con parámetros estandarizados, sobre los que obtiene información en tiempo real en el centro neurálgico de la compañía e induce a una competencia cada vez más agudizada entre sus propios centros de trabajo, lo que les aboca a su vez a su constante reestructuración.

También es bien conocida la carencia de escrúpulos de las grandes petroleras en su búsqueda de nuevos yacimientos que explotar, para lo que no tienen reparos en financiar dictaduras, conflictos tribales en África o a grupos guerrilleros. Estas, como las firmas más reconocidas en la fabricación de prendas deportivas, denunciadas reiteradamente por la explotación de mano de obra infantil, solían responder con tanta crudeza como cinismo que los derechos humanos no son asunto del mundo de los negocios.

Se requiere una estrategia reivindicativa global frente a esta estrategia global de las empresas que ya lleva décadas originando efectos devastadores sobre el empleo y los derechos en todo el mundo, en las zonas más pobres del planeta a donde extienden sus mercados y en los países desarrollados donde destruyen puestos de trabajo y presionan a la baja sobre las condiciones laborales del conjunto de la población asalariada. Esta lentitud con la que viene reaccionando el movimiento sindical internacional ha dado pie en algunas ocasiones a que fuesen otras instancias las que tomasen la iniciativa. Por ejemplo, cuando el anterior Secretario General de Naciones Unidas, Kofi Anan, propuso el Global Compact para comprometer a las empresas en el respeto de los derechos humanos y socio- laborales más elementales, así como con los acuerdos y protocolos medio-ambientales de Kioto. Claro está que pudo considerarse una propuesta insuficiente en sus contenidos y con un débil poder vinculante, pero una asunción por parte del movimiento sindical mucho más decidida y audaz de la que mostró durante varios años habría sido muy útil en primer lugar para muchos trabajadores de los más distintos lugares del mundo y tal vez pudiera haberse aprovechado mejor las oportunidades que brindaba para ir jalonando una embrionaria estrategia negociadora de carácter global. En su defecto, han sido las propias multinacionales las que aprovecharon el llamamiento de Naciones Unidas para desarrollar una especie de márketing social y medioambiental que les ha granjeado sensibles mejoras en su imagen corporativa ante los consumidores de los países más avanzados, donde algunas habían sido objeto de campañas de boicot a sus productos por las deleznables prácticas empresariales que utilizaban en países del Tercer Mundo.


La negociación colectiva supranacional en la UE

Menos justificable es el vacío contractual en la Unión Europea. Porque el Mercado Único Europeo en el que intercambiamos bienes y servicios libremente viene funcionando desde la entrada en vigor del Acta Única hace ahora veinte años; la Unión Monetaria que permite los intercambios con el euro como divisa común lleva siete años vigente, todos sus Estados miembro son democráticos y sus interlocutores sociales están consolidados y reconocidos desde hace décadas, tanto la patronal UNICE como la Confederación Europea de Sindicatos de cuya fundación en 1.973 se cumplirán pronto los 35 años. En otras palabras, aquí, donde más condiciones objetivas se reúne para construir ámbitos supranacionales de negociación parece haber menos voluntad política para tejer la mejor red de solidaridad, que es la que vincula por medio de la negociación colectiva a trabajadores que, viviendo realidades diferentes se reconocen mutuamente como iguales en derechos.

Pero antes incluso de centrarnos en las positivas consecuencias que acarrearía para los trabajadores, es conveniente reseñar que la negociación colectiva europea también sería beneficiosa para mejorar la competitividad y la eficiencia de la Unión Económica y Monetaria. Esta última no puede limitarse a contar con una moneda común y a dependen de una misma disciplina monetaria dictada por el Banco Central Europeo. El valor de una moneda depende en gran medida del grado de articulación de la Economía a la que representa y si el euro permanece mucho más tiempo sin estar respaldado por más políticas supranacionales, desde las energéticas, tecnológicas, financieras, fiscales y también sociales y laborales, en definitiva si no se completa el proceso con una verdadera unión económica y política, irá perdiendo primero su potencial fuerza en los mercados internacionales como divisa alternativa al dólar y finalmente irá perdiendo valor aún dentro de las fronteras comunitarias. En esta dirección, unas relaciones laborales más articuladas en el ámbito comunitario contribuirían a la articulación misma de los diferentes sectores productivos y es por tanto una condición al mismo tiempo para la mayor integración europea y para competir mejor frente a otras áreas del mundo, como los EE.UU., que no se han limitado a ser una simple unión monetaria sino que además y sobre todo, son e intervienen en el resto del mundo como una gran entidad económica, comercial, cultural y política. Paradójicamente, cuando más avanzaba la globalización es cuando más necesaria habría sido intensificar la integración europea y sin embargo se ha marchado en la dirección opuesta, acentuando la tendencia a la "renacionalización" de las políticas comunitarias. Un gran déficit de la construcción europea es el democrático, consecuencia de la orientación predominante hasta la fecha de concebir la Unión sobre todo como un vasto mercado con las menores reglas posibles. De ahí que precisamente para impulsar un nuevo equilibrio entre mercado y democracia desde el campo sindical se deba apostar decididamente por la negociación colectiva a escala europea.

Ciertamente sería una temeridad pensar la negociación en ese ámbito como una traslación mecánica de los convenios nacionales al espacio comunitario y demagógico proponerse la homogeneidad inmediata en las condiciones de trabajo. Pero es posible iniciar la andadura inscribiendo en esa perspectiva algunos pasos que de manera dispersa ya se han dado. Por ejemplo traduciendo al terreno convencional las directivas de significado socio- laboral que se han ido aprobando en los últimos años (tiempo de trabajo, contratos atípicos, salud laboral, igualdad entre hombres y mujeres en el trabajo, formación etc.) que son de obligada transposición al ordenamiento jurídico laboral de cada país pero que no siempre se cumple en tiempo y forma. O los múltiples acuerdos que se han ido alcanzando en las mesas del diálogo social europeo desde que las pusiera en marcha Jacques Delors. Aunque pudiera parecer un tratamiento redundante de los mismos contenidos entre la norma y el hipotético convenio europeo, tendría el inconmensurable valor de crear un espacio contractual hasta ahora inexistente, redoblando las garantías en la aplicación efectiva de aquellas disposiciones a todos los trabajadores concernidos por los nuevos ámbitos de contratación y con el consiguiente reconocimiento del sindicato como interlocutor supranacional.

Hace ahora doce años que se aprobó la creación de los Comités de Empresa Europeos (CEE), incluidos en el Protocolo de Política Social del Tratado de Maastricht. De los 1.870 comités que se previeron inicialmente tan solo se ha constituido el 50% y apenas podrían contarse con los dedos de una mano los que han superado la barrera formal de sus competencias limitadas a la información y consulta. También corren el riesgo de convertirse en núcleos de corporativismo endogámico en las empresas, desconectados de las estrategias reivindicativas de sus correspondientes Federaciones Sindicales. Francamente, podrían haberse logrado ya mayores avances en este terreno si la CES no anduviese tan rezagada en su propia reforma hacia una verdadera Confederación, estructurada con Federaciones europeas fuertes y Confederaciones nacionales dispuestas a transferir parte de su "soberanía doméstica" para participar de una gran soberanía sindical de proporciones continentales. Particular y expresamente congelada desde el Congreso de Helsinki en el verano de 1.999 esta la reforma estatutaria para dotarse de una estrategia de negociación colectiva común, quedándose un congreso tras otro en ambiguas referencias a una eventual coordinación de políticas reivindicativas.

En no pocos debates sindicales europeos afloran con frecuencia las reticencias que al respeto objetan algunas organizaciones, sobre todo las de los países centrales y nórdicos. Dejan traslucir una posición al tiempo conservadora y defensiva, creyendo que verse envueltos en ámbitos de contratación compartidos con otros países de menor nivel de desarrollo les acarrearía retrocesos en sus niveles socio-profesionales y de bienestar. Y sin embargo es desentendiéndose del resto de los trabajadores europeos como irán perdiendo paulatinamente posiciones y aún derechos ante empresas y poderes económicos que estos sí, sobrepasan fronteras nacionales y son cada vez más fuertes para tomar sus decisiones al margen de los sindicalistas domésticos, por mucho que les ampare la legislación laboral de sus respectivos países o por mucha implantación que hayan tenido históricamente.

Permanecer anclados en ese engañoso conservadurismo no exento de insolidaridad, es desarmarse también ante las dietas de adelgazamiento del Estado de Bienestar Social que están aplicándose en la mayoría de los países comunitarios, siendo obviamente más drásticas cuanto más potentes eran los sistemas de protección social. Datos muy reveladores al respecto se pueden recoger en la práctica totalidad de los Estados miembro, en unos se ha procedido al recorte de diversas prestaciones, en otros a la introducción de sistemas de co-pago en la Sanidad pública, los elementos de capitalización que se han incorporado en algunos sistemas de pensiones o la elevación de la edad de jubilación a los 67 años como contempla la reforma alemana.

Las políticas redistributivas que marcaron el auge de los Estados de Bienestar en los países europeos más avanzados en la época del desarrollismo (entre mediados de la década de los años 50 y finales de los sesenta) partían de negociaciones colectivas o distribuciones primarias de la riqueza que comprometían de un lado la evolución de los salarios a medio plazo y de otro el mantenimiento de altas tasas de ocupación, favoreciéndose así la mayor oleada de inversiones productivas que ha conocido Europa a lo largo de su historia. Estos esfuerzos concertados entre capital y trabajo venían compensados con políticas fiscales progresivas y suficientes para ir construyendo estimables sistemas de servicios públicos y generosas prestaciones sociales.

En las nuevas coordenadas que dibuja la internacionalización de la economía se requerirá de una dimensión transnacional donde dirimir la distribución entre trabajo y capital, también para acometer la reforma del Estado de Bienestar con mayor coherencia entre países y en todo caso para no auto-condenarse a posiciones meramente defensivas tratando de salvarse cada cual como pueda. Una posición que lejos de salvar a nadie puede ser el camino más recto hacia la perdición, a la vista de lo que acaba de ocurrir con el Tratado Constitucional en la última cumbre del Consejo europeo. Aunque están por verse los resultados de la Conferencia Intergubernamental que deberá concluir en diciembre próximo, podemos advertir ya una nueva frenada, cuando no la marcha atrás en el proceso democratizador de la Unión y en el ámbito de aplicación de la Carta de los Derechos Fundamentales, entre otras contra-reformas. Responder con más europeísmo, es decir, con mayor voluntad de trenzar nuevos vínculos entre cuantas personas viven y trabajan en Europa, es un deber inexcusable del sindicalismo europeo.

 

(*) Publicado originalmente por la Fundación Sindical de Estudios
Cecilia Sanz Fernández es secretaria general de la Federación Agroalimentaria de Comisiones Obreras (CCOO), de España.

 

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