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29 de agosto del 2007

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Cultura

Valedictoria para Francisco Umbral


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, agosto del 2007.

 

Las memorias han sido uno de los géneros olvidados de los escritores en español. Ya sea por la ausencia de una tradición de examen de conciencia. Ya sea porque siempre hemos tenido la superstición de la superioridad de la literatura imaginativa, lo cierto es que pocos escritores han abordado la aventura de contar una vida que se iba desenvolviendo con el transcurrir de los días. Escribir un diario era cosa de muchachas o de pobres chavales hiperestésicos. No corría mejor suerte el columnista, atenazado a la actualidad y a las pequeñeces de la política, obligado a tener que dar su opinión sobre lo humano y lo divino en unas columnas que siempre eran motejadas de artículo de opinión. Qué les voy a contar de la crónica social, hoy tan de moda, y antes tratada como si fuera un género reservado a las mujeres.

En España lo que primaba era la novela, la de tesis o la lírica, pero obra de ficción en la que el escritor nos daba una visión del mundo y nos mostraba su capacidad de inventiva, casi siempre con un estilo desgarbado, zafio. Permanecíamos ajenos a lo que los británicos llevaban haciendo desde el siglo XVIII en los periódicos, y que llamaban ensayo: una visión personal y estilizada de las inquietudes sociales, o en Francia también desde entonces hacían escritores como Saint-Simon, con las memorias, o Marcel Proust con sus crónicas de sociedad que luego trasplantó a su novela. En Gran Bretaña y en Francia existía el grand style. En España, lo habíamos dejado de lado.

Allá por los comienzos de los años 60 del pasado siglo, unos cuantos escritores, aburridos de la chatura literaria imperante, inician, cada uno por su lado y según sus geniales y contradictorios humores, a abrir nuestra literatura al mundo. Cuentan con el ejemplo de algunos escritores latinoamericanos, quienes se fijan sobre todo en lo que han dado Francia, Estados Unidos o Inglaterra. De ellos aprenden los españoles a leer la tradición propia de una manera transversal. Sin el magisterio de Jorge Luis Borges, De Carlos Fuentes, o Gabriel garcía Márquez, por no hablar de José Lezama Lima o Julio Cortázar, la obra de Juan Benet, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Goytisolo o Francisco Umbral, no habría sido posible.

Francisco Umbral entendió que no podíamos continuar en la novela decimonónica ni en sus rancios imitadores, y fue innovando en cada novela y en cada artículo. Los distintos géneros procedían de una sola raíz estética, muy pensada y cuidada con esmero. Historia y ficción se unían, y la tradición, Larra, Galdós, Valle-Inclán, Gómez de la Serna, Quevedo o Juan Ramón Jiménez, junto con la fuerza de los poetas surrealistas franceses y la de Marcel Proust, imprimían a sus escritos -novelas que no lo eran y artículos que tampoco eran solo eso, o ensayos que no eran ni pedantes ni aburridos- la fuerza que provenía, ya digo, de la voluntad de ser el testigo de una época, ni más atormentada ni menos superficial, simplemente captada a través de su estilo y de una ironía que elevaba lo ínfimo a categoría universal.

Altivo, distante, genial y atrabiliario, el personaje lo envolvía con sus maneras de dandi, levita de cuello de terciopelo y zapatos de ante, retraído, algo ajeno, agradecido, siempre agudo. La altura física acompañaba a la intelectual. Desde su mirador estuvo oteando el siglo que nos abandonó y lo fue haciendo literatura con episodios nacionales que pasaban a ser crónica social o diarios que daban cuenta de las preocupaciones sociales de una década, e incluso con narraciones que eran las memorias irónicas, mordaces y cariñosas de una sociedad que ya iba desapareciendo, porque todo novelista periodista tiene algo de trabajador de funeraria.

Louis Aragon nos advirtió que la belleza del siglo XX iba a ser convulsa, o no lo sería. El siglo, qué duda cabe, lo fue. Umbral se despidió con Amado siglo XX, y eso lo sabíamos todos sus lectores. Sus imitadores, también, aunque desconozcan que lo malo de la cebolla es su olor, al igual que lo malo de Valle-Inclán o de Umbral es el estilo de sus falsos discípulos. Nos tocará aguantar la legión de umbralianos que no llegaron a la altura mínima, pero habrá que confiar en que con el tiempo alguno aprenda de él, al igual que él lo hizo de quienes lo habían precedido.

 

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