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16 de agosto del 2007

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Cultura

Lomas de Carabayllo


Rocío Silva Santisteban
La Insignia. Perú, agosto del 2007.

 

Sol y yo fuimos a visitar a Hilda a Lomas de Carabayllo. Se trata de un asentamiento al lado de la carretera a Ancón, en una loma inmensa, marrón y larga, cuyos habitantes suben y bajan todo el día para poder llegar a sus hogares. Primero fuimos a casa de Magda, hermana de Hilda, quien vive en Lince, y de ahí tomamos la 42 hasta Puente Piedra. Todo esto cargando un cochecito que le he regalado para Eduardo Miguel Ángel, un nuevo habitante de este planeta, llegado apenas hace tres semanas.

Con Sol nos sentamos apachurradas en uno de los asientos más angosto del microbus, porque era el único libre, y cuando pasamos por el diario El Peruano, en la avenida Alfonso Ugarte, el reloj que han puesto en su frontis marcaba las 12.50 de la mañana. Llegamos a Puente Piedra a las 2.10, es decir, más de una hora en el mismo micro cruzando de largo a largo la ciudad.

Pero el paseo fue algo más que interesante o pintoresco: fue una cruda visión de las diferencias de la Lima de hoy, desde la zona capa media por excelencia, Lince, pasando por las zonas emergentes de la ciudad, y llegando a las más pobres, donde la luz, el agua, y la limpieza son derechos fundamentales que se ganan victoria a victoria.

Casi a media hora de la Plaza Bolognesi se encuentra el Mega Plaza, un centro comercial popular que parece salido de un barrio árabe de Dubai, pero en medio de la molicie andina-limeña y el color arena que lo rodea todo. Ese es el motivo por el cual los afiches chichas, de los grupos de música, desde Dina Páucar hasta Néctar, ahora con Deivis, son de colores ultrafosforescentes: la única manera de llamar la atención en ese paisaje de colores marrones, arenas, grises. El Mega Plaza tiene uno de los Golden Gym's más grandes del Perú, si no el más grande: por las ventanas se ven docenas de máquinas para caminar eternamente viendo la Panamericana Norte.

El Mega Plaza tiene casi 60 tiendas, entre ellas, hipermercados como Metro o tiendas por departamentos como Saga. A su costado hay un circo de ocasión, más allá otro hipermercado chileno, Tottus, y pasando sus bulevares, donde hay un food court -todo en inglés, por supuesto-, también existe un parque de conciertos de música, adonde Sol va con mucha frecuencia a escuchar a grupos punkeros criollos. Se presentan todo tipo de cantantes, desde Néctar hasta mis favoritos Leuzemia. Es verdaderamente un mundo en ebullición, donde hay taxis por todos lados, y un enjambre de buses, combis, colectivos y mototaxis. Y por supuesto cientos de jóvenes y muchachas, señoras y señores, niños de ambos sexos, corriendo por un lado y otro, cruzando los puentes peatonales, llegando para asistir a los cines de CinePlanet y ver en pantalla grande a los Simpson.

Pero el mundo del capitalismo periférico y "emergente" termina unos kilómetros más allá bajo la música de My Chemical Romance que el cobrador ha puesto en el cd del bus. En Puente Piedra continuan aún los mercados mayoristas a la antigua usanza: un canchón con puestos de madera o tripley y techos de esteras. O los mercadillos al lado de la carretera, con las frutas perfectamente colocadas sobre canastas de paja encima de jabas vacías. Llegamos a un mercado, en el centro de Puente Piedra, y ahí han colocado "tiendas" a la manera de los tapasoles de la playa, debajo de las cuales se estaciona un colectivo para "subir" a la loma. En pleno invierno limeño, el colectivo debajo de la tienda es un retrato de los diversos usos sociales que se les da a los tapasoles playeros, tan lejos del sur, de Asia o "Eisha" en lenguaje vernáculo de los ricos del Perú.

Como tenemos el cochecito que ocupa más espacio que un ser humano, no nos queda otra que pedir un servicio privado a uno de los colectiveros. Magda paga y no me enteró de cuánto costó. Al subir por las lomas atravesamos una carretera asfaltada, en medio de la jungla de polvo y caminos afirmados, y vemos a lo lejos campos con cosechas, arados, e incluso algunos con desinfectantes. Es como ir camino a la sierra en plena costa: pero más arriba la cruda realidad nos vuelve a golpear. Las casitas hechas de material noble en la fachada, tienen apenas una sala de cemento y lo demás de esteras, cartones, calaminas y lo que haya.

Así es la casa de Hilda. Tanto tiempo conociéndonos y recién voy a visitarla por la llegada de Eduardo Miguel Ángel. ¡Cuánto nombre para ese pequeño hombrecito escondido bajo su ropa amarilla de la buena suerte! Y me doy cuenta que, a pesar de Hilda gana un sueldo decoroso -si es que eso puede llamársele al sueldo mínimo- lo que ella recibe no le sirve siquiera para levantar un segundo cuarto de material noble en su casa. Recordamos la historia de cómo consiguió comprar el terreno, del primer día que vino con su hermana Magda y ambas pensaban que era demasiado lejos, pero a su vez sabían que no se les presentaría otra oportunidad para salir de la casa de la hermana mayor y poder tener algo propio. Aun cuando se trate sólo de un cuartito.

Hilda me enseña la parte posterior de la casa, verdaderamente grande, hoy ocupada por los alambres de colgar ropa, una letrina y una serie de herramientas de costrucción que están herrumbrosas debido al desuso. La esperanza nunca se pierde entre la nubosidad polvoriente de las lomas. Y ella sabe que si no es ella misma, serán sus hermanos menores o sus propio hijo, quienes en el futuro levanten más cuartos o el segundo piso, y el tercero y así sucesivamente. Hasta tener todos su propio hogar. Allí ella tiene un techo, aunque sea de calamina, dos camas, un televisor, un microondas, una refrigeradora y una cocina de dos hornillas. Y apenas dos sillas en una mesa de madera.

Cuando nos vamos, luego de cargar a Eduardo durante un rato largo y almorzar papa rellena, mi plato preferido (¡cómo no lo va a saber Hilda!), subimos a un micro cuyo paradero está precisamente al costado de la casa y nos embarcamos hacia el hipermercado Metro del Mega Plaza, adonde llegaremos después de una larga hora. Nos cobran 1,20 soles pues a los pobres, además de que las distancias son largas y aburridas, les cuesta más todo: el pasaje, el agua, la electricidad. Precisamente un cartel nos despide de ese lugar de los nuevos limeños con una leyenda que recuerda los años 60 en Villa El Salvador: "Lomas en pie de lucha por luz, agua y seguridad: gran marcha 8 de agosto".

Y es que en Lomas de Carabayllo, a pesar de la agencia de sus habitantes y de las actividades de una ONG que apoya al municipio, lo único que "chorrea" -la infame metáfora de los tecnócratas neoliberales- es la mugre, el invierno y sus enfermedades, y la pobreza que destila poco a poco el amargo licor del resentimiento.

 

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