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La insignia
1 de agosto del 2007


Chicos de mi barrio


Rocío Silva Santisteban
La Insignia. Perú, julio del 2007.


Ayer estuve chateando con mi hermano; no lo hacíamos desde hace tiempo, precisamente por la falta de tiempo de ambos para abrir el messenger. Ricardo me contó que había conversado con una chica de nuestro antiguo barrio, Las Palomas, y me dio las últimas noticias: que el Mono Fernando había muerto de un aneurisma, y que el gordo Edgardo, el hermano de Leo, el Desanimao, había muerto de diabetes. Leo, a su vez, murió hace como cuatro años en un accidente de carro en la Costa Verde. También me contó que la Gorda Paty había visto al otro Mono, al Mono Aguirre, caminar por las calles del barrio como un espectro. Lo que cancela la noticia que Alonso R. me había dado hace algunos años, que el Mono Aguirre había muerto en California, donde viajó para salir de las drogas. La verdad que no pudo escoger peor sitio para "limpiarse".

El asunto es que la mayoría de los chicos de mi barrio, que es un interregno entre Surquillo y San Isidro, entre el Zanjón y la Avenida Aramburú, están o muertos o quemados.

Hace como dos años cuando Ricardo vino a Lima, pasábamos por la Avenida Larco, y vimos a Nico caminando con aire despistado. Nico era uno de los chicos de mis sueños cuando yo tenía 15 años. Caminaba hablando con nadie, estaba bien vestido, con una casaca fina o algo así, con un jean limpio, se notaba que su hermana lo seguía cuidando como hace veinte años. Ricardo se estacionó y lo llamó, Nico volteó y se quedó mirándolo. Ricardo le hizo la clásica pregunta ¿te acuerdas de mí?, y él le dijo algunas cuantas incoherencias, pero sólo para hacer tiempo, aunque no lo reconocía. Ricardo entonces le dijo, ¿y de ella?, y él me dijo, "Rocío… cómo estás". Yo me quedé más atontada de lo que soy, mirándolo, como si hubiesen pasado mil años de esas noches en el barrio, viéndolo caminar a lo lejos, con sus brazos larguísimos y su pelo largo, andando sin rumbo fijo. Sé que que estuvo en Iquitos, que su hermano menor, Patricio, lo recogió, y que quemó cerebro mucho más temprano que los otros. Al parecer ahí intentó trabajar, no sé si alguna vez antes lo hizo, más bien se dedicó durante toda su adolescencia a mantenerse en la estratósfera. Hijos de familias disfuncionales, clase media, estudiantes de buenos colegios limeños -Nico de hecho había estado toda su vida en La Recoleta-, ahora han terminado siendo espectros fantasmales que deben estar al cuidado de sus familias para no desaparecer en los miasmas de la ciudad. "Hola, Nico, qué guapo estás" le mentí después de su saludo. Tenía la cara aterida como si hubiese estado metiéndose toda la cocaína de Lima, pero los ojos transparentes como cuando tenía 18 años.

El Mono Fernando, otro chico guapo, aunque demasiado cínico para mi gusto, también se paseaba por el barrio con la camisa fuera del pantalón, buscando al dealer local, Rodo, para cambiarle cualquier cosa por droga: la yerba había quedado de lado hacía mucho tiempo; se metían pasta básica, y si había plata, coca, supongo. Una vez el Mono Fernando tocó la puerta de mi casa para pedirme dinero para la leche de su hijo, un niño al que con las justas había reconocido y que ni siquiera vivía con él. No le dí, claro. Y ahora está muerto de un aneurisma… ¿tendría 48 años o algo así?

El Mono Aguirre me acompañó a mi fiesta de promoción del colegio. Él era alto y feo pero flaco y ciertamente tierno. Corría por las mañanas frente a la ventana de mi casa con un buzo azul oscuro, junto a su perro pastor belga, al que llamaban Junior. Recuerdo su pelo moviéndose al compás de sus pisadas, y sus manos de dedos largos como si fuera pianista. Obviamente aprendí a besar mientras me sujetaba torpemente con sus brazos larguísimos. Nunca el corazón me latió más rápido. Al mes me regaló una tarjeta que decía "a pesar de todo/ te adoro". Era ciertamente tierno. Le dediqué un poema con rima apareada cuando cumplió 18 años. Ahora es un fantasma con un perro triste que lo acompaña a latear por las calles de la ciudad.

Y Coco, el Espantajo, que paseaba por el barrio con su hermoso perro setter irlandés, de pelaje largo y anarajado, murió en 1997 de dos balazos en la playa de Bujama. Encontraron su cadáver y le avisaron a la familia como un mes después. Supongo que se había convertido en dealer, y seguro que se metería en problemas mayores. Ya a los 20 años le vendió una casaca verde, lindísima, a mi hermano por un ripio o quizás por una deuda. Yo siempre me ponía esa casaca para ir a la universidad.

Los chicos de mi barrio mueren en las esquinas, en esas mismas esquinas donde escondían los pacos de pasta entre las buganvilias. En esas esquinas donde aún me parece verlos, esperando la tarde para jugar una pichanguita, parados contra la pared mil veces tarjeada con nombres de chicas, aburridos de su aburrimiento. Los chicos de mi barrio con mucha suerte llegaron a ser hombres. Eran bellos y suaves y altos y formaban parte de la decadencia de una ciudad que, durante los años 80, no ofrecía muchas salidas además de la violencia y la droga. Y casi todos optaron por la droga.



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