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La insignia
12 de abril del 2007


El trabajo que cambia


Aris Accornero
Traducción para Metiendo Bulla: José Luis López Bulla.


Está en pleno desarrollo una gran transformación del trabajo, del mercado laboral y del mundo. Así lo confirman los resultados de una encuesta (la más amplia que se ha realizado en Italia) promovida hace unos dos años por los Democratici della Sinistra y el periódico L’Unità. Esta transformación se inició a finales del siglo XX con el “salto” del modelo de producción y consumo fordista al de tipo posfordista, y es la tercera en la historia del trabajo moderno.

Dicha transformación está en todos los sitios y se ve perfectamente en las fábricas que reducen sus dimensiones y cambian de territorio; se ve en los instrumentos que exigen menos trabajo manual y ofrecen más tecnología; se ve en los contenidos, ahora menos de ejecución y más de tipo cognitivo; se ve en los conocimientos, ya menos especializados y más generalistas; se ve en toda su trayectoria que es más compleja y también más discontinua.

Es ahí donde se dibujan los riesgos y se vislumbran los temores. Por su amplitud y efectos, esta nueva transformación recuerda la primera, ocurrida en Inglaterra a caballo de los siglos XVII y XVIII con la revolución industrial. Aquello fue un pasaje que fundó el trabajo asalariado y, simultáneamente, fue devastador y providencial, como ha dejado escrito Karl Polanyi, el gran historiador de la economía. De igual manera se puede decir también de la segunda gran transformación (iniciada a principios del siglo XX) con la introducción de los métodos tayloristas y, posteriormente, los fordistas que tanta preocupación desataron a lo largo del siglo pasado, de la misma forma que las tormentas que desataron los acontecimientos de principios del siglo XVIII.

Si la revolución industrial hizo temer que los nuevos medios de producción (fábricas y máquinas) podrían segmentar el trabajo y al hombre mismo, la segunda fase hizo temer que los nuevos métodos de trabajo (“organización científica” y “cadena de montaje”) corrían el peligro de alienar a las personas.

Bien, ¿cuáles son las preocupaciones que desata la tercera gran transformación? Lo dicen los resultados de la encuesta y lo confirman varias señales: se teme que las nuevas relaciones de trabajo (empleo temporal y prestaciones laborales ocasionales) puedan precarizar el trabajo e, incluso, al hombre en su antropología social.

Todo ello confirma la contradicción capitalista que está en la base de los cambios del trabajo, es decir: la tendencia a una mejora de la calidad del trabajo y un empeoramiento de las tutelas. Ambos rasgos emergen de lo expresado por los encuestados con relación a aspectos y vivencias de la condición trabajadora, amén de sus valoraciones sobre la perspectivas de empleo, carrera profesional y las pensiones.

Que la calidad está mejorando (sobre todo para los trabajadores manuales, ya sea en un sentido ergonómico como profesional), queda constatado por la comparación temporal con encuestas un tanto lejanas y también por las investigaciones más recientes: véase, por ejemplo, la encuesta Epoc, de la Fundación europea de Dublín. Los contenidos del trabajo se hacen más complejos, las competencias aumentan con las tecnologías y los requisitos exigidos se incrementan por la creciente selectividad de la demanda. A la par, la fatiga y el esfuerzo van decreciendo, poquito a poco, y ya no se trata tanto de monotonía y aburrimiento.

La degradación y la alienación misma del trabajo parecen disiparse respecto a las clásicas investigaciones de Charles Walker, Robert Guest, Ely Chinoy, Robert Blauner, Harry Braverman y Robert Linhart, todos ellos pertenecientes a la mitad del siglo pasado. Hoy es la adquisición concreta de contenidos en las tareas lo que puede compensar el sentido de los flujos de producción, debido a la desintegración de la empresa vertical y a su integración en lo horizontal.

Sobre todo, preocupan el frenesí y el estrés provocados por la vertiginosa nata-mortalidad de las empresas, la inestabilidad de los oficios y las incesantes oscilaciones de la demanda de mercado, cuya variabilidad enloquecer a todos. En efecto, así como el taylo-fordismo negaba todo tipo de autonomía, ahora la situación cambiante comporta numerosos problemas y unas responsabilidades desproporcionadas. A pesar de ello, los encuestados nos dicen que hoy, en términos de satisfacción, el trabajo es mejor que antaño, y que bien pocos querrían volver atrás.

Un claro símbolo es el deseo de formación que sienten los trabajadores y ello emerge en la encuesta. El problema no está en la calidad y no son los contenidos: son las tutelas y garantías. Lo revelan las respuestas a todas las preguntas que preguntan sobre los “trayectos laborales”, las diversas condiciones y las posibilidades de ascensos y otras: preocupa la hipótesis de encontrar otro empleo y la perspectiva de irse a la jubilación con unas prestaciones inadecuadas. Este sentido de inseguridad se respira en toda la encuesta (cuatro sobre diez opinan que no hay ningún empleo seguro) a pesar de la elevada cuota de los que tienen un empleo por tiempo indeterminado, trabajando en la gran empresa y de sentirse, ahora, “seguros” o “bastante seguros”. De modo que lo que se pide es cuánta precariedad hay en nuestro mercado laboral, en nuestros puestos de trabajo.

Si consideramos que, según la Unión Europea, la relación de trabajo normal es la de por tiempo indeterminado y que en nuestro país es del orden del 85 por ciento; y si consideramos, también, que hasta el año 2003 los goods job (los buenos trabajos, los puestos de trabajo estables en las empresas) han superado los bad jobs (los empleos temporales), es preciso comprender hasta qué punto se está extendiendo, como nunca, el sentido de inseguridad. Y se tiene la impresión y la imagen de una precariedad extendida; los medios de difusión enfatizan sobre ello a diario.

Así pues, ahí están los riesgos, pero las protecciones de seguridad no se ven por ningún lado. Ahí están las preocupaciones. Pero el problema es: a pesar de que se exalta la flexibilidad y la movilidad, resulta que quienes se mueven más en el mercado laboral y se trasladan de un puesto a otro, son los grandes penalizados: no disponen de beneficio alguno, ninguna antigüedad, ni siquiera si es contratado sucesivamente por tal o cual empresa. Más aún, cuando pasa de un empleo a otro, no dispone de protección y corres el riesgo de no ser nadie. Así las cosas, no puede pedir un crédito y no participa (porque tiene miedo) en los paros y huelgas. Esto es intolerable porque daña a cada cual y difunde un sentido de inseguridad general.

Bien, ¿qué salidas tendrá la tercera gran transformación del trabajo moderno? Se puede dar, sí, una respuesta. Pero, de momento, nos tenemos que preguntar por qué no se produjeron las más oscuras profecías (en las consecuencias socio-antropológicas) que se hicieron sobre los cambios ocurridos en los siglos diecinueve y veinte. Aquellos lamentos y profecías fracasaron porque no tuvieron en cuenta los efectos de la acción organizada, la iniciativa pública y los procesos contractuales que fueron los padres de los sistemas públicos de protección social. Esto vale también para nuestros días: la salida de la transformación depende, ante todo, de cómo se defienda el trabajo con las negociaciones, con la ley y con los acuerdos.



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