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25 de abril del 2007 |
Cuaderno de La Pobleta (II)
Manuel Azaña, presidente de la República
(...) A las cuatro del jueves se reprodujo la función, con más furia. Supimos ese día que los rebeldes habían puesto tres cañones en la estación del Norte, y otro en la Meridiana, con ánimo de usarlos al día siguiente. También tiraron con cañón desde una batería baja de Montjuich y desde la plaza de España cañonearon un cine del Paralelo, ocupado por la Guardia Civil, matando a ochenta guardias. La comandancia de carabineros se rindió, y otros centros policíacos y militares. El parque de artillería estaba desde julio en poder de la FAI (allí me llevó Companys un día, en enero, y me indigné de lo que vi, y se lo reproché, inútilmente), y de él sacaron cuanto les hizo falta. Todas las barriadas estaban en poder de los revoltosos. La Generalidad, la Consejería de Gobernación, la Delegación de Hacienda, etcétera, etcétera, sitiadas.
Lo más recio fue en la plaza de Cataluña. Allí llevaron tres carros blindados de la CNT, armados con tres ametralladoras cada uno, que hicieron muchas bajas. Creo que eso fue el martes o el miércoles. El mismo día, por la tarde, apareció otro carro, que fue destruido con granadas de mano por los socialistas que ocupaban el hotel Colón, combatiendo por el Gobierno. En lo más recio del conflicto estaban nuestros amigos Amós y Casares. Amós en el Bristol, ocupado por guardias de asalto (allí por poco matan a Amós), y Casares en otro hotel, cuyo nombre no recuerdo, en poder de la FAI, que se defendía de los ataques de los guardias. En éste mataron a Ascaso. Estábamos preocupadísimos por ellos; sobre todo por Casares, rodeado de faístas en rebelión. (...) He de advertir que la consigna lanzada por los rebeldes, y aceptada de hecho por la Generalidad con su conducta, fue que se trataba de una riña entre catalanes, con la que nada tenían que ver los demás, y, naturalmente, el Gobierno de la República (...). El martes de acabaron los víveres. Pudimos comer algo el miércoles porque estaba preparándose un envío de comestibles a Madrid y había unas cajas con bacalao, huevos y arroz. Pero todo se acababa rápidamente, siendo tantos. El jueves pudo salir el cocinero a comprar algo, aprovechando la calma pasajera. Yo me entretenía en leer, dictar a la mecanógrafa el texto de La velada en Benicarló, y en hablar por teléfono con Prieto. Algunos días he pasado cinco horas al pie del Hughes. Conservo todas las cintas de estos cuatro días, y espero poder darlas a conocer para que se comprenda hasta qué extremo ha llegado conmigo el Gobierno. Ya he dicho que el presidente del Consejo, ni directa ni indirectamente ha intentado comunicarse conmigo. Tampoco dio cuenta de mi situación a los ministros. Prieto me habló por teléfono el martes, a media mañana. Conocía el alboroto de Barcelona, pero no se daba, ni podía darse, no viéndolo, cuenta cabal de mi situación. Me dijo que enviaba dos destructores al puerto de Barcelona, que llegarían a medianoche, para ponerse a mis órdenes. Que saldrían veinte aviones para Reus y el Prat. Que Gobernación y Guerra mandaban dos columnas, y que transportaban a Reus mil soldados de aviación. Prieto estaba muy alarmado y dispuesto a que se aplastase la rebelión (...). (...) Llegaron los destructores de madrugada; pero, como ya le había advertido a Prieto, los marinos no pudieron llegar a mi residencia. El comandante del Lepanto consiguió meterse en la Generalidad y no pudo salir hasta las cuatro de la tarde, para volverse a la base de Aeronáutica, desde donde me telefoneó. Le ordené que no intentase venir al Parlamento y que se volviera a bordo, que era su sitio, y que desamarrase los barcos del muelle. (...) Otras [medidas] muy felices tomó el Gobierno; por ejemplo: enviar una comisión de la CNT y la UGT, con García Oliver, para aconsejar a los revoltosos que volvieran al trabajo (como si fuese una huelga), y a gestionar una fórmula de arreglo. Trabajosamente llegaron a la Generalidad. Los recibieron muy mal, por aquello de que era una cuestión entre obreros catalanes, o simplemente entre catalanes. No les dieron cama ni comida. Solamente Oliver pudo conseguir medio panecillo y un chorizo. No sé lo que hablarían. El caso es que se volvieron a Valencia furiosos por el recibimiento y el fracaso. También fue a Barcelona Federica Montseny, y echó un discurso por la radio, como lo habían hecho García Oliver y otros prohombres de la CNT. Federica Montseny se arrancó diciendo que llevaba la representación del Gobierno y de la CNT, y rogaba que depusiesen su actitud los rebeldes y los camaradas guardias, que se repararían los agravios, etcétera. Después, los cenetistas han dicho por ahí que la rebelión se acabó por pacto con el Gobierno, negociado por la Montseny. Caballero me ha asegurado después que es falso, y lo creo. (...) En la rebelión tomaban parte más activa el POUM, el Estat Català, los Ateneos Libertarios y elementos de la CNT, aunque no todos, ni mucho menos. Algunas columnas de la CNT abandonaron el frente y se dirigieron a Barcelona para ayudar a los rebeldes (en el frente de Aragón hay tres divisiones de la CNT). Una de las columnas fue contenida por la aviación, pero algunas fuerzas llegaron de todos modos. (...) Los grupos de resistencia del Gobierno estaban muy aislados, y el del parque sin posibilidad de reforzarse ni municionarse. Prieto seguía apremiándome para que saliese al puerto, aprovechando diez minutos de calma. Como presidente de la República, no podía contar más que con los buenos deseos de Prieto y los muy condicionales auxilios de la flotilla y la aviación, anulados virtualmente por la glacial indiferencia de Caballero y la sorda hostilidad y el manifiesto abandono de la Generalidad. Sus hombres, casi los mismos, me habían puesto, por iguales procedimientos, en una situación análoga, pero más grave, a la del 6 de octubre de 1934. (...) La radio CNT-FAI dio una nota desautorizando a todos los amigables componedores que habían exhortado a la paz, y ordenando que las juventudes libertarias se concentrasen en sus sindicatos, donde solamente recibirían órdenes de sus comités. Se recibieron noticias de nuevos movimientos de columnas confederales que abandonaban el frente, camino de Barcelona. El capitán que mandaba el parque del Parlamento nos trajo un croquis con la situación de las piezas de artillería que habían conseguido localizar. Por estos y otros hechos que, según Prieto, no anunciaban nada bueno para la mañana siguiente, y siguiendo sus apremiantes consejos, decidí un nuevo intento de salida al anochecer. Iría delante el coche de los marinos, a reconocer el terreno, y si no los hostilizaban (hacía tres cuartos de hora que no se oían tiros), volverían a buscarme. Abriendo ellos marcha, iría yo detrás en mi coche, con mi mujer, y un secretario. Ningún otro coche más, para no hacer caravana que llamase la atención. (...) Estuvimos todos en el porche del palacio, cuando cerraba a noche, presenciando la salida de los marinos. Abrieron las puertas del parque y salieron a todo correr. Se oyeron algunos tiros. Esperamos. "Han pasado muy bien", decían algunos. Y un policía de la Generalidad, que formaba parte de mi escolta, repetía: "Es una temeridad que salga así el señor presidente, es una temeridad". Se hizo de noche. Los marinos no volvieron. Nos cansamos de esperar y subimos de nuevo a mis habitaciones. Al poco rato, desde la base aeronáutica, llamó el comandante del Lepanto: "No he vuelto porque está muy peligroso el paso, y es una responsabilidad..." Harto ya de todas estas cosas, le dije: "Mañana, a las cinco de la mañana, esté usted aquí y saldremos como sea". (...) Consideré también mil veces, con amargura y despecho, lo que la trifulca barcelonesa significaba par la guerra y la política. ¡Conclusión de diez meses de ineptitud delirante, aliada con la traición! Las radios facciosas lo celebraban con entusiasmo e incitaban a los revoltosos a perseverar y a cometer nuevos crímenes. Sin embargo, oficialmente, era una lucha entre obreros catalanes, que defendían las conquistas de la revolución. A las cinco de la mañana nos despertaron. Ya habían llegado los marinos. Todo estaba tranquilo (...) tomamos el coche, y en la disposición acordada la tarde anterior, emprendimos el viaje. En sus puestos estaban los combatientes. Nos vieron pasar sin hacernos caso. No creo que se enterasen de quiénes éramos. En pocos minutos recorrimos el paseo de Colón y llegamos al embarcadero. Tomamos una gasolinera del puerto, que nos llevó al Prat. Para acercarnos a la playa, hubimos de transbordar a un bote, y salimos a tierra en hombros de unos soldados de aviación. Allí nos recibieron Sandino, Luna, Robles y otros oficiales. |
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