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30 de abril del 2007 |
Octavio Paz (1949)
A las tres y veinte como a las nueve y cuarenta y cuatro, desgreñados al alba y pálidos a medianoche, pero siempre puntualmente inesperados, sin trompetas, calzados de silencio, en general de negro, dientes feroces, voces roncas, todos ojos de bocaza, se presentan Tedevoro y Tevomito, Tli, Mundoinmundo, Carnaza, Carroña y Escarnio. Ninguno y los otros, que son mil y nadie, un minuto y jamás. Finjo no verlos y sigo mi trabajo, la conversación un instante suspendida, las sumas y las restas, la vida cotidiana. Secreta y activamente me ocupo de ellos. La nube preñada de palabras viene, dócil y sombría, a suspenderse sobre mi cabeza, balanceándose, mugiendo como un animal herido. Hundo la mano en ese saco caliginoso y extraigo lo que encuentro: un cuerno astillado, un rayo enmohecido, un hueso mondo. Con esos trastos me defiendo, apaleo a los visitantes, corto orejas, combato a brazo partido largas horas de silencio al raso. Crujir de dientes, huesos rotos, un miembro de menos, uno de más, en suma un juego -si logro tener los ojos bien abiertos y la cabeza fría... Pero no hay que mostrar demasiada habilidad; una superioridad manifiesta los desanima. Y tampoco excesiva confianza; podrían aprovecharse, y entonces ¿quién responde de las consecuencias?
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