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La insignia
28 de abril del 2007


En el jardín de Naropa


Mario Roberto Morales
La Insignia. Guatemala, abril del 2007.



Los años noventa me encontraron en Costa Rica, terminando de escribir un libro que me salvó de sucumbir a la desesperación que me causaba observar el derrumbe rápido y estrepitoso del mundo socialista y, luego, la derrota de los sandinistas. El libro se llama La ideología y la lírica de la lucha armada. Lo escribí en el cantón de San Pedro a lo largo del segundo semestre de 1989, y lo leí de un tirón los primeros días de 1990. La autocensura de izquierda que tenía interiorizada en lo consciente y en lo inconsciente hacían que me resistiera a admitir que el proyecto socialista había llegado a su fin y que era necesario plantear salidas diferentes para la sobrevivencia de un proyecto político que reivindicara la posibilidad del bienestar de las mayorías. Esta era la utopía que la nueva derecha declaraba anulada, mientras la izquierda tradicional seguía aferrándose al pasado: un pasado que tenía sólo seis meses de edad, pero seis meses que eran iguales a seis lustros. La gente de izquierda envejeció en seis meses: habían sido jóvenes revolucionarios hasta junio de 1989, y ya eran ancianos reaccionarios en enero de 1990.

Escribir ese libro me salvó de la insania en el segundo semestre del 89, y el primer ejercicio de salud mental e ideológica que realicé inmediatamente fue una serie de dos artículos que publiqué en el Semanario Universidad de Costa Rica, explicando lo que era la nueva derecha y tratando de definir lo que podía ser una nueva izquierda. Allí empezó realmente mi compromiso con la crítica de la izquierda, aunque mi autocensura (entronizada en el centro de mis emociones) no me dejaba soltar todavía un falso sentido de lealtad hacia la izquierda tradicional, esa que -por diferencias concepcionales- me había reprimido, encarcelado y torturado en Nicaragua, con la complicidad de algunos sandinistas del Ministerio del Interior y la burocracia estatal. Me acuerdo de que en 1991, en Managua, le dije a César Montes lo que pensaba: que era inútil seguir luchando por una revolución armada en Centroamérica.

Y nos despedimos.

Con ese acto concluyeron para mí 25 años de militancia en la izquierda, durante los cuales jamás fui miembro de la URNG, porque a ella mis compañeros y yo nos opusimos desde que nació en 1982, debido a que había surgido como una instancia excluyente de otros grupos revolucionarios y, por ello, antiunitaria.

En esas circunstancias, una mañana a mediados de 1990, en las oficinas del Consejo Superior Universitario Centroamericano -CSUCA-, Carmen Naranjo, entonces directora de la Editorial Universitaria Centroamericana -EDUCA-, que funcionaba en el mismo edificio, me habló sobre que nuestro amigo, el editor Joe Richie, nos invitaba a un grupo de escritores centroamericanos a participar en talleres literarios en el Naropa Institute de Boulder (Colorado), una institución de orientación budista, meditativa y contemplativa, que nos pagaría los gastos a cambio de charlas y entrevistas con sus estudiantes de escritura creativa. Recuerdo a Carmen en el vuelo hacia Estados Unidos, contándome que le tenía terror a los aviones, y la llegada a Denver y a Boulder una tarde de verano espléndida en la que Joe Richie y Eliot Greenspan nos recibieron con la noticia de que se acababan de marchar de Boulder Gary Snyder y William Burroughs, pero que allí estaban Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, por aquello de que quisiéramos conversar con la Beat Generation.

Mi primera actividad fue un recital de prosa y poesía junto a Carmen Naranjo y Gioconda Belli. Como el público era medio hippie, medio esotérico, medio New Age, me puse una de esas camisas llamadas "típicas" que venden en los mercados de Guatemala y que tenía unas flores bordadas en el pecho, y con ese disfraz pude no desentonar con la imagen estereotipada del poeta centroamericano que sin querer instauró Ernesto Cardenal en Estados Unidos. El recital fue un éxito. Leímos algo de nuestra obra en inglés, y la recepción de lo que leímos fue entusiasta, yo diría que en exceso. Pero a lo que yo iba, porque así me lo había pedido Joe Richie, era a ofrecer una charla sobre literatura y cultura de la lucha armada, y eso lo hice una mañana hermosa bajo una enorme tienda en los campos del Naropa Institute, con un público numeroso entre cuyos miembros recuerdo a Margaret Randall, Anne Waldman y Allen Ginsberg.

Y los recuerdo porque su presencia me preocupaba, creía que podrían hacerme preguntas que no iba a poder contestar por mi autocensura, y así ocurrió. Sólo que, para mi fortuna, sí pude contestarlas. Realmente fue Allen Ginsberg, con sus interrogaciones sobre la censura de la izquierda a sus intelectuales en todo el mundo, quien logró desatar en mí ese nudo de falsa lealtad que me mantenía en silencio, ocultando todo lo anómalo de la izquierda guatemalteca y, claro, mi tortura psicológica en Nicaragua. Cuando le estaba contestando a Allen caí en la cuenta de que estaba hablando de mi mismo como militante de izquierda y que lo estaba haciendo no desde la retórica de lo que se debe decir y lo que se debe callar, sino desde lo que yo pensaba y sentía verdaderamente.

Esta era una experiencia nueva, y creo que lo empecé a hacer porque pensé que en Estados Unidos no podían hacerme nada por decir lo que opinaba sobre eso, y porque me sentí en confianza entre las poetas nicaragüenses, es decir, entre Gioconda, Daisy, Vidaluz, Claribel y también Ileana Rodríguez.

Sin embargo, después de mi charla de casi tres horas en aquella enorme tienda en descampado del Naropa Institute, Gioconda me dijo que había sido cínico, que había hablado de la militancia sin solemnidad, y lo admití y me alegré inmensamente en mis adentros porque por fin empezaba a aflorar en mí un pensamiento y una palabra sin autocensura, totalmente sincera y no apegada a la línea de una izquierda censuradora que oculta sus errores y sus despropósitos. Esto tenía sus antecedentes en el libro que había terminado sobre la lucha armada, pero ahora brotaba libre y espontáneo, mío, como una bandada de pájaros en el jardín de Naropa.

El 19 de julio, reunidos en una habitación, celebramos con tristeza lo que habría sido el décimo primer aniversario de la revolución sandinista, y allí estuvieron todas las poetas que mencioné. Entonces, Eliot Greenspan y yo tocamos guitarra y cantamos, él algunas piezas de country y folk, y yo las de ley en aquel momento: las de los Mejía Godoy. Allí estaba también una cantante extraordinaria, miembro de un grupo llamado The Mother Folkers (The best pronounced name in show business), cuyo nombre se me escapa ahora imperdonablemente. Esa mañana le había hecho algunas fotografías a Allen Ginsberg y a Lawrence Ferlinghetti, que conservo y que me gustan. Hay una en la que Ferlinghetti está desabrochándose la camisa, en un gesto típico de Clark Kent, para descubrir debajo una camiseta con el rostro de Jack Kerouac, el mentor de los beats, su sumo sacerdote, pintado en colores de alucinación.

Luego recuerdo muchas entrevistas con talentosos estudiantes de escritura creativa, y largas conversaciones con escritores gringos y latinoamericanos con los que convivíamos en unos bungalows cerca del Naropa Institute. También un paseo en automóvil por las Montañas Rocosas y la vista de Denver y Boulder allá abajo en la planicie lejana. A mí me tocó compartir el apartamento con el puertorriqueño Víctor Hernández-Cruz, quien escribe en spanglish, y a quien fui a escuchar en un recital junto a Anne Waldman, durante el cual a Allen Ginsberg le dio por rascarse los pies furiosamente. Un día, Joe Richie me pidió que sostuviera el micrófono de un equipo de filmación que iba a irrumpir en uno de los talleres de Ginsberg, y abrimos la puerta. Allen nos miró asustado, pero nos dejó entrar con la cámara, el micrófono y otras cosas a recorrer el aula, y me acuerdo muy bien que el poeta de Howl! tenía en la mano una traducción al inglés de Altazor, de Vicente Huidobro. Mi estancia de dos semanas en el Naropa Institute fue para mí el inicio de un proceso difícil de desembarazamiento de mi autocensura de izquierda, gracias a las insistentes y punzantes preguntas que me hiciera, entre otros, Allen Ginsberg aquella mañana soleada bajo el cobertor enorme de la tienda blanca en descampado. Margaret Randall me hizo una foto muy buena pero que no acaba de gustarme, y tuvo la gentileza de enviármela a Costa Rica, gesto que valoro y no olvido. En Boulder experimenté la necesidad que tenía de referirme a mí mismo como un militante de izquierda guatemalteco, crítico de la URNG, pero orgulloso de mi pasado político, y la necesidad de no concebirme como un ser ilegítimo por haber participado en una gesta que se perdió y que por eso debe seguir aparentando ser misterioso y hacer como que sabe quién sabe cuantas cosas indecibles, y andar por ahí nostálgico e ideológicamente envejecido, añorando los buenos tiempos de la guerra fría.

En Boulder, en la luz cálida de la tienda desplegada en el jardín de Naropa, entendí eso: que yo debía hablar de mí con orgullo por lo que había hecho, que es lo mismo que hicieron muchos guatemaltecos quienes deberían de salir a luz pública enorgulleciéndose de sí mismos. Si los veteranos gringos de la guerra de Vietnam, que fue una guerra perdida para ellos, se juntan a celebrar, ¿por qué no lo van a hacer los veteranos de la revolución guatemalteca, que también fue una guerra perdida? Hablé mucho esa mañana, me desahogué. Agnes Bushell, quien acababa de publicar una novela sobre el homosexualismo entre los militares guatemaltecos, me hizo varias fotografías con mi cámara. Una de ellas es la que aparece en la contraportada de la más reciente edición de Los demonios salvajes. Ahí estoy, hablando, cayendo en la cuenta de que tenía derecho a decir quién era y a denunciar a mis torturadores (aunque eso lo logré hacer hasta hace unos meses, en 1995, tal la fuerza de la autocensura), y a no callar más para encubrir a unos cuantos irresponsables, y sabiendo que la crítica de la izquierda era algo que todos le debíamos a la posteridad, y que era la condición sin la cual la izquierda misma no podía renovarse. Estos dorados tiempos, en que la dirigencia revolucionaria rubrica con una traición su deslucida trayectoria política, me dan la razón.

Y sólo la peor de las izquierdas, es decir, la izquierda a destiempo o izquierda cobarde, es la que protesta en público. Esta izquierda está integrada por quienes hasta en los años noventa, cuando todo estaba perdido, se convierten en adalides públicos de la nostalgia revolucionaria, y son los que, cuando el deber pudo requerir de su valentía, se escondieron bajo los aleros de sus empleos, hogares y becas o falsos exilios, y callaron. La historia no los absolverá.

Después de Boulder todavía me quedé un año más en Costa Rica. En 1992 volví a Guatemala para constatar con sorpresa que los miedosos de entonces eran los calenturientos y trasnochados radicaloides de ahora. Muy pronto volví a sentir aquel cosquillear de Rocinante del que hablaba el Ché, y seguí caminando hacia adelante, al margen de la inercia izquierdosa de mis amigos, ex-amigos y enemigos. Quiero volver a Boulder un día de estos, y recordar allí aquella mañana soleada en que comencé a no mentirme a mi mismo, en medio del jardín de Naropa.


Pittsburgh, 1996.



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