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La insignia
15 de abril del 2007


Religión, política y circo


Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan
La Insignia. España, abril del 2007.


Siempre me ha resultado extraña la fascinación que las personas sienten en general por todo aquel que detenta el poder, pero en especial por los tiranos, máximo exponente del gobernante que concentra en derredor de sí mismo todos los resortes. No todos se dejan llevar por semejante fascinación estéril, pero sí una gran parte de la población, y aquí no caben distinciones entre urbanos y rurales, cultivados o ignorantes, conservadores o progresistas, como bien señala Victor Klemperer en LTI. La lengua del Tercer Reich. Es significativo, sí, que incluso las personas con una formación intelectual, no solo académica, sean capaces de caer en las trampas del tirano. Por lo mismo, me sorprenden aquellos que pueden escapar de su malsana influencia. No dudo de la seriedad de Ignacio Ramonet al escribir su libro sobre Fidel Castro, pero echo de menos acidez, escepticismo y las ganas de poner a Castro de verdad contra las cuerdas. Me interesa mucho más el libro, quizás más modesto, pero sin duda alguna más sincero de Agustín García Simón, Apuntes de la Habana, escrito con la sola pretensión de dar testimonio de lo que vio en su viaje.

Tengo la certeza de que muchos posibles lectores preferirán ignorar el libro de García Simón por el mero hecho de que no está afiliado a ninguna cofradía ideológica ni política, y eso es un rasgo de verdadera independencia intelectual y moral que pagamos con el desprecio o el ninguneo cuando no es con el insulto o el burdo juicio sumario. Nada nuevo bajo el sol, podríamos repetir con el adagio latino, si acaso algo más acentuado hoy en día.

España está dividida en facciones, principalmente en dos, y si perteneces a una de ella has de seguir las normas y las consignas hasta el final sin que se te ocurra en ningún momento desfallecer ni flaquear, interrogarte por las verdades que sostienes -o que te piden que sostengas- o pensar que a lo mejor el adversario no anda descaminado del todo o no en todo. Recelamos de las evoluciones ideológicas y preferimos mantenernos encastillados en nuestras posiciones, adquiridas en la temprana juventud y mantenidas incólumes desde entonces, y por si no fuera suficiente, nos vanagloriamos de mantenernos fieles a lo mismo sin que el tiempo ni la realidad hayan sido capaces de hacer mella en nuestras creencias.

Últimamente he visto artículos sobre periódicos en los que solo encontré insultos y ninguna objeción razonada; leo que despiden a un periodista porque había asistido a una tertulia que no es la de los suyos; me consta que hay gente que se niega a leer a Fernando Savater porque escribe en un periódico y otros que no tragan a Jon Juaristi por el simple hecho de que escribe en la competencia, y me refiero a la ideológica, no a la mercantil en este caso.

Ante semejante panorama pienso en el significado de la política, o de la escritura, o de cualquier actividad humana que tenga alguna repercusión en la sociedad, y termino por concluir que, más que actividad intelectual, es un simple ejercicio fideísta y de sometimiento a los dictados de la cúpula del grupo. Así las cosas, las aves raras no son aquellas que, huecas de vanidad, no se cansan de proclamarlo a los cuatro vientos de su grupito, sino aquellas que, sin importarle mucho la ausencia de una sociedad civil en su sentido más fuerte, prosiguen su curso, soportando los golpes y las chanzas, los insultos y las vulgaridades intelectuales sin la inapreciable ayuda del paraguas grupal. Recuerdan a algunos de los personajes que Claudio Magris retrata en Microcosmos y que nos hablan de las dificultades que acucian a tantas personas brillantes pero maltratadas por la fortuna o por sus conciudadanos, o a aquellos de una película italiana que habla de las penurias que tuvieron que soportar los que resistieron desde dentro el avance del fascismo, o la de tantos españoles que vivieron la larga noche de piedra del franquismo en palabras de Celso Emilio Ferreiro, o la misma existencia triste del Pereira de Antonio Tabucchi. Cuando no hay grupo en el que cobijarse porque no estás dispuesto a aceptar las servidumbres que te exige, lo de menos es la rareza, que es asumida de manera natural, inconsciente incluso. Al fin y al cabo, el agnóstico o el ateo saben a lo que se exponen cuando deciden hacer pública su condición de no creyentes en una sociedad que sí que lo es, y a veces de manera furibunda. Cuando entendemos la política como una religión con sus creyentes, sus oficiantes, sus dogmas y, sobre todo, su enemigo, los objetivos políticos se desvirtúan, el espíritu crítico siempre necesario desaparece o queda adormecido en espera de mejor ocasión, y la claridad en las ideas queda sustituida por la firmeza dogmática.

Somos un país de creyentes. Tantos siglos no desaparecen sin más, por mucho que haya interesados en decirnos que hemos alcanzado el beatífico estado de la posmodernidad, y somos estupendos y laicos y desinteresados y solidarios. Cualidades tan evidentes en los españoles que ahora vivimos que cualquier examen mínimamente serio las desterrará, pero que repetido incansablemente por los clérigos como si fueran letanías terminan por calar en la sociedad. Carecemos de una verdadera sociedad civil, una sociedad formada por el conjunto responsable de individuos que conviven en un mismo espacio geográfico en un mismo momento histórico. Ha de ser una sociedad con una formación intelectual básica, pero sobre todo con formación cívica, que exija información veraz y transparencia, y que rechace el paternalismo sin importarle de donde provenga. Pocas cosas hay más corrosivas que la demagogia. Cuando una sociedad desea que le digan solo lo que quiere oír, o cuando se niega a mirar de frente lo que está ocurriendo, ha entrado en una espiral de decadencia, al menos cívica, que permite conjeturar un futuro en el que las libertades efectivas vayan reduciéndose progresivamente aun sin que la sociedad se dé cuenta. En el fondo es el pan y circo en cualquiera de sus versiones posmodernas, y que tienen como rasgos básicos un gobernante omnímodo y protector que nos salvará de todo al darnos aquello que le demandamos y que casi siempre suele ser algún fármaco que anestesie nuestra capacidad de raciocinio. Son las ventajas de la fe. Los inconvenientes sólo se perciben si se es un escéptico.

Como iba diciendo un poco antes, no hay sociedad civil, y nos agrupamos en torno a cofradías, antes religiosas y ahora políticas, que no es sino la mudanza mínima que imponen los tiempos. Si la religión tradicional ha caído en descrédito, habrá que sustituirla por otra, o habrá que inventarle un nuevo ropaje que la disimule. Así tenemos los conservadores frente a los progresistas, los nacionalistas frente a los centralistas, los de un periódico frente a los de otro, o los del Real Madrid frente a los del Barcelona. Resulta curioso que España, donde apenas hubo disidencia religiosa, y no hubo ningún grupo religioso que no fuera el de los católicos (si exceptuamos un breve paréntesis en la Edad Media), ahora pueda albergar tantas sectas. Se distinguen por no prestar atención a las enemigas, con lo cual es necesario en todo momento que exista un enemigo irreconciliable y siempre equivocado, para que la cofradía exista. Si no lo hubiera para organizar contra él aquelarres, criticarlo sin descanso aun en lo que haga bien, o señalar sus errores que más tarde cometerán los acusadores, sin todo esto, no hay partido político moderno que valga. Las ideas, el análisis veraz de la sociedad, las propuestas transformadoras, todo eso no sirve ya de nada. En la sociedad del espectáculo buscamos conductores de programas que no descarrilen y nos paseen tranquilamente por el mundo de las maravillas. No queremos programas políticos que supongan un esfuerzo del tipo que sea ni que nos digan que los tiempos no nos son favorables. Dennos la tríaca que nos permita ver el mundo en suaves colores pasteles, ejerzan de sofistas vulgarizados o de charlatanes de feria, de locutores de radio o de presentadores de televisión. Haláguennos.

Cuando la sociedad está dividida en bandos, y no se concede al otro el más mínimo adarme de veracidad, la convivencia se resquebraja. No soy apocalíptico y no creo que sea irreparable o pueda tener consecuencias funestas a largo plazo; sí que soy pesimista y creo que en el plazo corto, la capacidad intelectual del conjunto de la sociedad disminuye porque se niega a escuchar las razones del otro, y las sustituye por los sermones de alguno de los nuestros. También las virtudes cívicas quedan dañadas pues no vemos a la sociedad formada por todos, los míos y los demás, sino que únicamente concedemos el estatuto de ciudadanos de pleno derecho a los nuestros. Los demás están ahí porque no podemos eliminarlos.



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